domingo, 17 de febrero de 2008

Eloy de Carlos Droguett (Chileno)

In memoriam




Es la noche, hacia la medianoche tal vez, en medio del campo, está despierto, completamente despierto y seguro de sí mismo, tiene una larga vida por delante, le extraña que hayan venido tantos y piensa que eso mismo es de buen augurio. Cuando unjan para matarme, vendrá uno solo, algún amigo traicionero, un pariente de la rosa. Sangüesa tal vez, el feroz y cobarde Sangüesa me buscara cuando yo esté dormido. Se sonreía a solas acocándose, sentado en el suelo, atisbando la noche húmeda luminosa y acariciando su carabina. La tenía sobre las piernas cruzadas y pasaba la mano despaciosamente por el cañón, acariciaba con suavidad, con una firme y casi hiriente suavidad el cuerpo, la madera, la dura y tensa y firme y suave y salvaje madera de la carabina, como un pescuezo de caballo siempre apegado a sus manos, listo para ir a posarse bajo su brazo, como aquella vez, después que había saltado por la ventana y adentro, muy adentro, más allá de los innumerables pasadizos y de los rincones solitarios y extensos y de las arboledas lúgubres y húmedas, impregnadas de viento y del agua de la laguna, en la que flotaba ahogado un pantalón de niño y a él se le apegaba el llanto, los gritos, esas lágrimas ribeteadas de sangre que él adivinaba, aunque no había visto, pero es que hay gritos llenos de sangre, horrorosos, desagradables que dan miedo, pensaba mientras había saltado por la ventana y sentía el sudor frío y la carabina agarrada en su mano izquierda le daba miedo, al mismo tiempo un poco de seguridad y miedo, porque siempre se enredaba en alguna parte, en el postigo, en los zapatos del viejo, viejo desgraciado tan cobarde, se afligía corriendo despacio bajo los árboles, lloriqueaba como un niño, tenía la cara asustada de un huaina cualquiera, del Toño si estuviera conmigo ahora, del hijo de la Rosa, cuando él en las madrugadas estaba limpiando, precisamente, la carabina y se bajaba de la cama y se metía bajo ella y arrastraba el cajón trajinando encontraba el bolsón con las balas y bostezando, bostezando de sueño el pobrecito desparramaba las balas en el suelo y con el ruido que hacían se despertaba la Rosa y encendía la vela y la levantaba en la mano paseando la palmatoria por el aire para buscarlas. Toño, Toño, gritaba asustada y el Toño, asustado también, no contestaba y tenía entre las piernas un montón de balas y él cargaba la carabina en silencio y sonaban como huesitos los fuelles y. entonces, como la Rosa estaba siempre sentada en la cama y había dejado encendida la vela en el suelo miraba llena de horror de cansancio y miedo y presagios al Toño y lo miraba sobre todo a él, me estás mirando lleno de hoyitos lleno de sangre, Rosa, Rosa, no mires así, le gritaba y alzaba la carabina para asustarla y se reía en lo oscuro y el Toño le pasaba un montón de balas y se reía con miedo y él gritaba llenos de risa, los gritos, Rosa, Rosa, te voy a matar la garganta, y ella se quedaba tiesa sentada en la cama y como muerta, me estás mirando lleno de sangre, crees que los agentes me van a matar, eso crees tú, Rosa, le decía, y el Toño se arrastraba hacia la cama y cogía la palmatoria del suelo y levantaba, él comprendía y se lo agradecía, la levantaba bastante como para que él pudiera tener toda la luz que le iluminara los pechos de la Rosa, su bonita cara tostada, sus ojos hundidos en las ojeras que te he hecho pacientemente noche a noche de tanto quererte y llamarte y meterte miedo labrando mi amor como una tablita. Te voy a matar, le gritaba, y entonces el tono le decía, riendo de pie en la oscuridad: Mátala, mátala, bonito, Eloy, y él disparaba justo para que la bala se llevara por delante un trozo iluminado de la vela y el Toño lloraba asustado en la oscuridad y la Rosa gritaba verdaderamente temerosa, no grites por Dios, chillaba él desilusionado ahora, lleno de desencanto y de tristeza y se sentía nervioso y nadie sabría nunca cuánto los quería a los dos, al mocoso y a la Rosa, porque ahora mismo se hubiera sentido más seguro si los hubiera tenido a su lado, durmiendo ahí en la cama, tal vez llorando de miedo y mirándolo a él sentado en el suelo, fumando en las tinieblas, atisbando la noche por la ventana abierta.
Cuando se quedó solo había arrojado con furia la carabina al suelo y el cinturón con las balas y el bolso de cuero, estaba cansando y amargado y desconfiado debí matarlos, pensaba, pensaba rápidamente en ello porque comprendía y no quería asustarse que había cometido un error al dejarlos ir. Tenían tanto miedo, se decía para disculparse y aún se reprochaba que les hubiera tenido lástima. Al viejo sobre todo. El viejo lloraba sin pudor y con escándalo, sin mirarlo siquiera, lloraba para él solo, revolcado en su horror, lo había mirado con desprecio cuando recogía temblando la ropa, los zapatos, el sombrero y el canastito con las cosas. Cuando él miró el canasto y le dijo: «Déjalo en el suelo, el viejo soltó un sollozo horrible, un sollozo que ya tenía que ya tenía preparado y dejó todo en el suelo, los pantalones, el sombrero, los zapatos, todo encima del canasto y cuando él se le acercó el viejo se cubrió la cara con las manos y lo atisbaba con miedo, viejo mariconazo. pensaba, viejo indigno, tiroteándolo con asco, y con el cañón de la carabina» había ido sacado de ahí los pantalones, el sombrero, los zapatos y con un golpe más firme había destapado el canasto, ¡qué llevas, mierda aquí! El viejo lloró con bríos para contestarle y fue la mujer la que lo miraba hosca, asustada tal vez, pero sin llorar, sin llorar en absoluto, sólo agarrando al chiquillo y apretándolo contra el pecho, fue la mujer la que le había dicho: son cositas para llevar al hospital, don, cositas para la Juana. Había alcanzado a ver unas manzanas bonitas y pequeñitas, unas naranjas tísicas, descoloridas, una botella de leche, un paquete de galletas y una fea muñeca de trapo, grandota y esmirriada, que le daba lástima. La botellita para el viejo, pensó con piedad y burla. Déle leche al viejo, vieja, había dicho y cogiendo del suelo el sombrero se lo había incrustado al viejo mirándolo con sarcasmo y viendo que lloraba más y que su camisa era pobre y rota y descolorida y que por entre ella asomaban unos pelos blancos sobre el cuerpo rojizo y pálido, le había aconsejado: Ponte corbata para que te veas estupendo, viejo, y como el viejo lloraba siempre, le dio vuelta de una manotón, empujándolo hacia la puerta y ya en ella de un puntapié lo envió rodando hacia lo oscuro. Lo sentía sollozar y correr por el campo, entre el viento. Eso lo había puesto rabiosos y pensativo y deseoso de beber un poco de vino. No tenemos licor, le había dicho la mujer, somos pobres, el viejo no bebe. Debiera beber para criar coraje, contestó él para sí, sin mirarla, y la verdad era que tener a un tal cobarde junto a él era ya ponerlo un poco cobarde también, te salpican y carcomen sus llantos y sus gritos y se te olvida quién eres, lo que has hecho, cómo has vivido, si olvidas quién eres, cómo te llamas, verás qué fácil resulta ser cobarde. Podían haber tenido vino, es bueno el vino, agregó él, mirando con reproche a la mujer. Nadie bebe aquí, contesto ella con miedo y rabia y dando explicaciones que eran también un reproche. El vino es una buena compañía, agregó, Mirando pensativo su carabina. Yo no necesito compañía, yo nunca estoy sola, dijo la mujer llena de reminiscencias, y otro poco que te acercas, Eloy, otro poquito, te suelta el llanto también y te cuenta su historia.
La historia de la mujer era simple, a Eloy le hubiera gustado, pero ya nunca tendría ocasión de conocerla y esto él aun no lo sabía. Ella tampoco lo sabía, ignoraba quién era él, pero presentía que era un perseguido y un solitario por ese olor ,i viento de las sierra que traía su ropa gastada, su miserable sombrero humilde e insolente, las alas humedad de su manta, ahí donde soplaba el viento neblinoso, pero luego volará tranquilo y un poco perfumado, ya huele bonito la tierra, pensaba y se imaginaba el olor de la manta colgada en el patio, entre la neblina ahora y después bajo la luna y ese olor de sangre esos sudores los dejó alguien que pasó por ella por esa manta lo recogieron en ella sólo para ir a mostrársela al capitán o al mayor o al coronel o para ponerle un radiograma al general ya lo encontramos ya lo leñemos amarrado sí claro que sí mi general y sonaban las botas entre cada sílaba sonaban apretándose cada vez más entre sus pulmones entre sus dientes sonaban entre cada letra apretándose sobre sus sesos cómo no mi general lo tenemos aquí mismo en el suelo estirando los pies podemos tocarlo podría verlo mi general en el suelo como un paquete de ropa junto al canasto y el escupitín y entre bota y bota y brillo y golpear de botas iban todas sonando por el aire el telegrama estaba llenos de botas, las botas estaban llenas de un agradable silencio se sonreían con media sonrisa marcial y disciplinada cómo no mi general esta misma noche parte el furgón. Suspiró, mirando sus ojos cansados y enormes, vivos, hirientes y codiciosos. Lo había odiado desde un principio, porque él la miraba con descaro y con cinismo, la miraba con una mirada para mucho tiempo, sobre lodo desentendiéndose del niño que dormía entre sus brazos, apretado a su pecho, y que él, con uno de esos agarrones torpemente expresivos, había despertado con esa mano brusca y suave insolente, nada de temerosa que surgió de lo hondo de sus bolsillos no sabía si para despertar más bien su furia o sus sonrojos y ella abría los labios y mostraba los dientes su odio y su fortaleza y donde había odio y fuerza él podía luchar y por lo tanto esperar. El niño sollozaba dormido y ella estaba ahí plantada en medio de la pieza, como esperando que la lluvia escurriera por las tablas del techo y que pasaran las semanas o como esperando que el viejo se moviera un poco que trajera hacia la lu/su pobre cuerpo asustado. ¡Viejo, viejo!, dijo ella y su voz había sido casi cariñosa, lejanamente sexual, pues el miedo, aunque para ella no era mucho, loa hacía ensoñarse un poco y refugiarse en sus antiguos recuerdos. ¿Diez, quince años?, suspiró para sí y acarició con su mano libre la cabecita del niño, pero ahora el Eloy le estaba sonriendo desde la oscuridad, veía sus dientes y sus pupilas destacarse nítidas en la penumbra y permanecer casi bondadosas y familiares mirándola, mirando lo poco de ella que se podía mirar, una guagua, un paquete de ropas de niño, un viejo tembloroso remecido por la terciana que se apegaba al rincón de la puerta, un atado de pobre ropa, de pobre miedo.
Vio cómo se sentaba él en la cama y eso era expresarle abiertamente sus deseos, por lo menos un deseo, o para significarle que eso, todo eso era el mundo y que había que aceptarlo o que pelear con él; él había tendido los dos brazos en un gesto de paz, para acoger al niño dormido o para acogerla a ella o para indicarle que le pasara todas las cosas que le estorbaban y no la dejaban caminar ni vivir, que la tapaban a ella, a su corazón a sus piernas, a sus pechos los tenía tan adentro, tan cubiertos por la vieja ropa y el viejo tiempo estaban diez años lejos por lo menos y por eso no le decía nada y el horrible viento frío adormecido olor de los pinos venía hacia ellos y los separaba, los dejaba hostiles apartados por un tajo de silencio. Vicio, viejo dijo ella otra vez, y se quería mover hacia la puerta, pero no se movía, no se atrevía a hacerlo, porque, ¿a quién llamaba realmente?, ¿al viejo, viejo o al viejo Eloy al viejo corazón al antiguo recuerdo recién destapado a los antiguos ensueños y sollozos? Le tuvo lástima mirándola, mirando esas ojeras socavadas por el sufrimientos, deseoso sólo ahora de que tuvieran tiempo de conocerse, pero furioso también porque no estaba sola, porque no le entregaba el niño al viejo y los empujaba por la espalda con un gesto hostil, duro y maternal. Encendió un cigarrillo y demoró la llama junto a su boca para que ella se la mirara y borrara, con esa breve luz, los anticipados lúgubres pensamientos que se estaban formando en su mente, allá adentro de su pelo, de sus peinetas y de sus horquillas.
El niño empezó a llorar con suavidad y el viejo a toser desordenadamente, a moverse y remover su tos. a acercarse desde la oscuridad hacia la mujer, a protegerse y refugiarse siempre. El aspiraba con ansias el cigarrillo, miraba los pobres muebles y deseaba estar solo para trajinar un poco por esa triste y estrecha vida, abriendo los íntimos cajones, la vieja aira demasiado señorial y cuidada, demasiado donosa y espléndida para esa miseria, los vestidos de antiguos veranos colgados en clavos, las imágenes de calendarios ya desvanecidos, cuando cumplía condena en Casablanca o estaba fugado en la frontera por el lado argentino, cuando estuvo tan enfermo y echaba sangre por la orina. Perdida su mirada en las paredes se tendió un poco en la cama y entonces se sonrojó, se sonrojó porque la mujer se había acercado a él, tal vez para alejarse del viejo, tal vez para estar sola con su odio, con su propio miedo y con el temor de otro, sólo con el niño que era una poquita cosa, como otro brazo
de ella u otro hermoso pecho que está creciendo de un modo bárbaro unos gritos de amor en la alta noche de invierno y que luego se concretaron en esa carita sucia y esas manilos que podrían ser las del Toño. Se puso de pie y tenía el cigarro en la boca, apretado entre los dientes, no tanto para parecer fiero sino simplemente mundano, no tanto bandolero como aventurero, un hombre que vive entre las ropas de las mujeres, en los calzones y las enaguas y las camisas de dormir y las zapatillas de levantarse y de acostarse y las medias de seda imperceptible y los encajes y los perfumes y los polvos y coloretes y pinturas al aceite o al petróleo un hombre que ha estado toda su vida barajando revolviendo unos muslos algunos pechos de mujer unas copas vacías de champagne entre sus manos nerviosas y de vez en cuando monedad muchas monedas billetes enormes que huelen como las axilas de las hembras; eso es todo, eso era todo, nada más habría ocurrido si no estuvieran los agentes ahí fuera y este viejito desolado junto a ella, prendido a ella, cogido a su pollera, pero yo me quiero coger a su blusa, eso habría querido, eso habría podido suceder si hubieran tenido tiempo y tranquilidad. Debió esperarme, debió esperarme antes de ahora, se dijo, y como el viejo estaba agarrado a la hoja de la puerta y vio lo ridículo y lo insolentemente triste que era, lleno de lágrimas y sollozos que lo llenaban hasta arriba y le escurrían por pescuezo, por ese cuerpo delgado, por ese traje que le quedaba ancho y enorme y que parecía una bolsa llena y atravesada de suspiros y quejidos, quejas bajas humildes insignificantes tampoco gritos, gritos salvajes o desesperados no sabes gritar no sabes crecer un poco más grande de lo que eres, se dijo y vio que los ojos verdes de la mujer se cruzaban con los suyos y se ennegrecían y vio el odio elevado en esa luz espectral oscura, sólo el odio, nunca el amor, la amistad, el deseo, los deseos de descansar, olvidar o sonreírse, y por eso, echando la manta sobre la cama, había empujado donosamente al viejo hacia fuera, donde sintió el frío duro y tangible como un mueble, y vio que la noche estaba luminosa y el viejo se había quedado callado, súbitamente callado y tenso, como si fuera a estallar en un atroz interminable sollozo, el viento estaba tirante y frío y como expectante, como esperando que el viejo sollozara o huyera y lo vio correr como un ratón o un perro hambriento y enfermo, ridículo, feamente ridículo, sus ropas se le volaban con descaro, con verdadera maldad, y tuvo lástima, lástima de él y de sí mismo, él era también un perseguido, sólo que comía un poco más, sólo que su miedo era más robusto y nutría su coraje y su memoria, se repartía por toda su alma y por su cuerpo, lo hacía erguirse y ser audaz y actuar enloquecido y lúcido, fríamente loco y atrevido, imaginando tramas y formidables mentiras y salvaciones, hasta maldiciones; el viejo no, su miedo viscoso, muy usado, escurría por las mangas enormes de su vestón y goteaba en sus pantalones, alzaba la bufanda en su cuello delgado, un poco largo, y se quedaba flotando flojamente con ella en el aire de la noche.
Lo vio correr hasta los árboles y quedarse apoyado en una raíz, derrumbado junto a un tronco, mirando con ansias hacia el rancho, esperando, esperando; dentro de una semana estaría todavía ahí, los feos ojos abiertos, abarcando el rancho y la noche. Cuando tornó a la casa y sentía el calor en la cara, un calor ofensivo que no le concernía, porque comprendía que había actuado él mismo de un modo cruel e injusto, incluso equivocado, se acercó a la mujer, pero ella estaba altanera y dura; no lo miraba, lo despreciaba con los labios y aun los entreabrió para gritarle algún insulto o un evidente y merecido desprecio, pero él no quería perder tiempo, el poco tiempo que les quedaba para toda la vida, el poco escaso tiempo que podían gastar para ellos solos. Sola, sola la hubiera necesitado, sin los caballos y los detectives entre los árboles, sin el viejo y el niño entre sus cuerpos, entre sus ropas, entre sus miradas y sus ganas de beber vino. Estuvo a su lado y acarició brevemente la carita del niño y después se prendió a sus caderas; ella quiso gritar, peor la mano de él tapó su boca y vio, sin que él le provocara a mirar, los dos revólveres y la carabina y las balas, todos desparramados en la cama, en vez de ropas de peinetas de medias y calcetines y enaguas. En la cama, en toda la cama. El se sonrió. No es valiente el viejo, dijo con tranquilidad que estaba en las palabras mismas, pero no en el modo con que las pronunciaba. Usté lo es por los dos o por los tres, dijo con desprecio ella y quiso barrerse la mano de la cadera. Pero él no la soltó y la atraía hacia su cara. Era una hermosa cara morena, limpia, de ojos francos, grandes y duros ahora, una mirada sin duelo y sin pensamientos, pero que en ocasiones serían tiernos y húmedos. A veces tampoco he sido un valiente, dijo él. y agregó en seguida: pero esta noche no es buena y tengo que serlo, tengo que tratar de serlo, porque ahí fuera hay caballos y automóviles y botas y perros y carabinas. Hubo un silencio parra que lo ocupara ella, pero ella estaba muda, hasta hostil. ¿Todo para usté?, preguntó con cierto interés y entusiasmo y se sonrió con media sonrisa de odio temeroso. Todo para mí, contestó él y aflojó su mano de la cadera, pues se sentía débil y disgustado y extrañado. ¿Y por qué el niño, por qué el niño?, se preguntaba en voz alta, como si estuviera solo y ella no podía decir si se refería a ese niño, al de ella o a otro, a algún otro niño más lejano y desamparado. Tampoco él habría podido decirlo, se sentía de repente extraordinariamente frío y abandonado y también desilusionado, aunque sentía el golpear rápido, urgente, del corazón de ella junto a su camisa y le daba lo mismo ahora que fuera por odio a él o por lástima del viejo que se enfriaba afuera, bajo los árboles traspasado por la neblina. Entonces, cuando él había dicho eso y se deshacía en medio de ese silencio que emanaba de ella, ella dulcificó la mirada y lo miró con abierta lástima y con curiosidad: ¿Todos esos perros, esos autos, y caballos y detectives, dos docenas, tres docenas, todo para usté?, preguntó con simpatía y burla y lástima, pues lo veía marcado y señalado y ansioso de gastar rápidamente esos últimos minutos en una larga noche de celebración y baile, pues el tiempo de la embriaguez terminaría con la noche y mañana en la madrugada estarían cerradas todas las cantinas y salones clausuradas todas las copas y vasos y las bocas dormidas. El comprendía esa mirada y se sentía más solo, ya estaba completamente solo, pero a ella también la comprendía. Le miraba los ojos tristes, profundos, llenos de recuerdos, flotando en ellos como la ropita del niño en la laguna bajo la noche invernal, pensaba con miedo, recordando también, y hasta había tenido deseos de conversar un poco con ella, de mirarla más de cerca, de sacarle al chiquillo de los brazos y esconder al viejo bajo las ropas de la cama para que sollozara a su gusto y se durmiera. No es fea, tiene frondosos pechos, pensaba rápido, qué lástima, y como ella ahora sonreía casi con coquetería, casi atenta y se agachaba para recoger el canasto, mirándolo a los ojos para recoger su odio inicial, él lo cogió antes y lo llevó para afuera y los dos se miraron a los ojos y ella había querido agregar otra cosa, porque la noche estaba silenciosa y un viento alto y rumoroso sonaba lejos, entre los árboles, y el viejo ya no se oía gritar y correr por el campo. Cómo te llamas, cómo te llamas, deseaba preguntarle él, preguntarle con urgencia, antes de que no tuviera tiempo, antes de que vengan a agarrarme, le miró los pechos con descaro y con franco deseo, ella se arreboló y la sintió tibia en la oscuridad, tenía bonita boca, qué lástima, pensaba, ahora mismo tenía que suceder, ahora que no tenemos tiempo. La miró con mucho deseo y con la idea de que ella podría regresar sin el viejo, sin el chiquillo, vuelva esta noche esta noche misma, murmuraba para si, mientras lejos, muy lejos todavía, se removían los caballos y calculaba que serían unos veinte hombres los que andaban buscando. Me van a encontrar, seguro que me encuentran antes de que prenda la madrugada, balbuceo, mientras la mujer caminaba ya bajo los árboles y él no había alcanzado a preguntarle cómo se llamaba, cómo se llama, como se llama, si se van ellos, si los mato a todos, podría venir caminado en la oscuridad para juntárseme.
Y fue cuando tornaba hacia la casa que rebotó la primera bala contra las piedras. De un salto él se había hecho a un lado y aún podía ver la pollera encarnada que corría ahora bajo los árboles y había dejado en el suelo, volcado junto a unas matas, el canasto con las cosas. Podía habérselo llevado, haberme disfrazado un poco con esas ropas, podría haber pasado por el viejo, viejo imbécil, no me habría costado llorar corno él, pensaba sacando cuentas, y sobre todo, sobre todo, Kloy, porque estás un poco asustado también, no te habría costado llorar, decía en un leve sopor nervioso. No. no le habría asustado, un poco desorientado quizás, un poco extrañado, venir tantos a buscarme, decía aguardando junto a la puerta, en espera de otras balas. Ya no disparaban más, era sólo para advertirme, se tranquilizaba y miraba la noche negra y azul en la que brillaban desagradablemente unas estrellas sucias y hostiles. Después, sonriendo y recobrando su seguridad, había prendido un cigarro antes de entrar a la casa y permaneció fumando y mirando el humo diluirse en la noche, sintiendo su tibieza envolverle las manos frías y empaparle el bigote. Buena mujer, pensaba en un suspiro, cuando entró a la casa y cerró la puerta y la trancó y encendió el anafe para hacerse un poco de café.
Mientras sonaba el anafe se había paseado durante un buen rato por la habitación, escuchando desconfiado los ruidos que podrían venir de afuera y mirando con furia el anafe que nunca hervía el agua, pero ni siquiera era un ruido desagradable, era un hermoso ronroneo, un suave ronquido casero y doméstico, un perturbador ruido de alguien que tiene casa y quien le encienda el anafe en las madrugadas, cuando te levantas y tienes frío y tienes que salir antes de sea de día. Por ejemplo, la Rosa no tenía anafe y siempre se levantaba rabiando, rascándose la cabeza para despeinarla para sacar maldiciones renuncias desilusiones lágrimas de ella y recogía papeles y amontonaba trocitos de madera y cabo de vela para encender una fogata espesa y hedionda, mientras él refunfuñaba también y el Toño gateaba bajo la cama tratando de sacar el cajón y él miraba con temor y furia la noche que se iba destiñendo en los vidrios cualquier día, cualquier día, por culpa de esta fogatita hedionda, me van acoger los agentes, salía rezongando del rancho, doblando el poncho sobre los hombros.
Miraba la llama azul y amarilla del anafe y en su sombra veía la pollera encarnada que se alejaba apresurada entre los árboles. Pude haber venido antes por aquí, suspiraba con rabia y presentimiento, he muerto agente que no debí matar, por qué no vine cualquier día a este potrero y me comí a este viejito cobarde, llorando tan afligido no se habría dado cuenta de que lo mataba. Buena hembra, pensaba con recelo y un poco de amargura y desaliento, reprochándose su mala suerte. Siempre tuve buena suerte, ahora también la voy a tener, tengo que tenerla porque voy a seguir vivo. Si vienen para matarme, compraré mi vida, arrancaré la muerte que me traen en sus carabinas, la haré pedazos, pelearé con ellos, les arrebataré mi muerte, estaré vivo mientras sea capaz de defenderme, mientras desee estar vivo no, puedo morir, si vienen para matarme van a tener una espantosa fiesta. Podía estar aquí ella para verme, no me creerá tan malo, pensabas nerviosamente con esperanzas de que volviera.
Cogió la taza y el tintineo del platillo y de la cuchara lo hizo ponerse alertas y lo rodeó una extraña claridad, un eco claro e indefenso un eco un grito un ruido que deseaba está en la cocina está cantando en cocina está lavando los platos está en el baño se está peinando ahora va a entrar. Arrastró la silla para romper ese miedo, ese deseo, ese recuerdo, se sirvió el café en silencio y entonces sentado en la mesa, había cogido la carabina y alargándola en el aire había agarrado el cerrojo de la ventana con ella y la había abierto hasta atrás, y mientras bebía el café miraba la alta noche azul y negra y silenciosa. No sentía ruidos, sólo de vez en vez una lechuza tajaba en chillido, en la copa de algún árbol, y el viento se remecía suavemente y le traía un cargado perfume de violetas. Por eso llorará melancólico el viejo, pensaba, oliendo las violetas, es un perfume que pone un poco triste y un poquito maricón. No podría disparar con firmeza con ese olor insoportable refregándome el bigote. Sin embargo, después de todo, era un amable perfume, un perfume para estar descansado y sin preocupaciones cuando no te rodean veinte agentes cargados de balas que quieren esconder en tu cuerpo.
No los sentía caminar ni hablar, se había puesto de pie frente a la ventana mientras sorbía el café y atisbaba la oscuridad sin ruidos y sin luces que se extendía sobre el campo, más allá de los árboles. Debe ser la una de la madrugada, calculaba, tendrán que esperar todas la noche, no se atreverán a venir en los oscuro, ojala vinieran; no me costaría cazarlos uno a uno, no deben ser tan giles. Fue un error, se reprochaba, no debí venir por aquí, deben haberme estado siguiendo toda la mañana y después en el día, mientras anduve con al Rosa en los almacenes y hasta sabrán que ella quedó de esperarme en la botica. Me habrás esperado hasta que cerraron, pensó con disgusto y desaliento, estará despierta en la cama, mirando dormir al Toño y sintiendo los ruidos de mis pasos que vienen por el camino. No voy. no puedo ir, podía estarme mirando aiiora y comprendería. Pensaba que algún día lo irían a buscar a su propio rancho y saber eso le daba un poco de seguridad. Por eso dormía tan mal cuando estaba en la casa, con la carabina bajo el colchón, agarrada la correa en las manos y aun cuando se tendía junto a la Rosa, ella se reía porque con una mano le cogía los pechos y le hacía saltar los botones y con la otra se4 aseguraba que la carabina estaba siempre bajo la almohada. Si la hubiera tenido bajo el colchón entonces no la habría podido sacar en caso de necesidad. Por eso también, estaba seguro de que ahora saldría con vida de esto. Cuando vengan a buscarme y me traigan la muerte, me la irán a dejar a la casa, ahí me encontrarán y será mucho más difícil para ellos y mucho más seguro para mí. Podíamos mandar al Toño para el norte, suspiraba, cualquier día me van caer por la madrugada estos perros y no quiero que una bala me clave al cabro.
Cogió la carabina y alzando el seguro hizo tres disparos hacia el cielo, que resonaron largo rato en lo oscuro y se apagaban dulcemente en las copas de los árboles lejanos. Sabrán que estoy despierto esperándolos, pensaba y pensaba también que ahora irían a dispararle y a arrastrarse en la oscuridad hacia él pero no sentía ruido alguno. La noche estaba sosegada y límpida, sólo muy lejos aullaba un perro, sollozaba lúgubremente y en el suave viento impregnado en el olor, a violetas pasaba el lento croar de unos sapos. Se habrán dormido los agentes, se decía y de repente pensaba que era un imbécil si no trataba de escapar en lo oscuro. Si espero el día me será fácil dispararles, pero siempre escapará alguno que se meterá por la ventan mientras defiendo la puerta, pero no se atrevía a salir afuera, la noche estaba demasiado oscura y silenciosa y ahora comenzaba a hacer un poco de frío. Por el cielo pasaban lentas unas nubes delgaditas como género y en el viento venía un olor imperceptible de humo de cigarrillos, -tuvo

un escalofrió, imaginó que los hombres estaban muy cerca, sentados en el suelo, apoyados en los árboles, conversando silenciosos, fumando con apaciguamiento sus cigarrillos, aguardando, aguardándolo, listan esperando que me muera, murmuraba, mirando sus zapatos llenos de barro y quedándose pensativo. Para ellos ya estoy muerto, sólo desean mirarme la cara para estar seguros de que estoy siempre aquí, cuando puedan hacerlo caminarán hacia la casa, se limpiarán la suelas antes de entrar, arrojarán sus cigarrillos en la oscuridad y escupirán al lado afuera.
Entonces vio pasar el primer caballo. Caminaba lentamente a una cuadra de la casa, sin jinete y su grupa blanca y negra se recortaba nítida contra la oscuridad de la noche. Están rodeando la casa, se quejó con desaliento y rabia contra si mismo, mientras miraba al segundo caballo, un animal rubio y lustroso, como mojado, que se deslizó en un trotecito y el tercero, un animal enorme y nervioso, que pasó relinchando hacia el alto cielo, un relincho demasiado terrible, impregnado de deseos, burlón y sarcásticos e insolente, se está riendo, lo han hecho relinchar adrede, pensó con furia y sintió mucho calor y cuando vio que el cuarto caballo no iba solo, sino que junto a él, pegado a su barriga, caminaba un hombre emponchado y vio que brillaba en la luminosidad de la noche, cogió con odio la carabina y la alzó para disparar, pero, pensándolo mejor, no quiso hacerlo. Sólo mataría al caballo, se dijo en voz alta, sintiendo un poco de ternura, y sentándose en el suelo y mirando con recelo la puerta cerrada y la ventana abierta, teniendo la carabina encima de las piernas estiradas, vació el cinturón y el bolso y empezó a contar las balas. Las iba alineando en el suelo, dejándolas paraditas y pensando en el Toño, que se ponía a jugar con ellas mientras él arreglaba los zapatos y martillaba con brío las suelas. Estará dormido el Toño y la Rosa estará despierta, suspiró. Vamos a jugar a los soldaditos. Toño, decía entre dientes y sentía frío en la boca, vamos a jugar a los soldaditos muertos, ya están desfilando los caballos.
Contó ochenta y cuatro balas y entonces las recogió apresuradamente y las echó en los bolsillos del vestón y de los pantalones y sentado en el suelo, sin querer mirar ya a los caballos que todavía seguirían pasando bajo los árboles, atisbaba minuciosamente el cielo a través de la ventana, como si por allí pudieran deslizarse más caballos. Miró de repente la mesa, las sillas, tres sillas, tenían tres sillas, dijo mirando con desconfianza la gran caja atracada aja pared, detrás de la puerta e imaginó que habría sido bueno armar una trinchera con todo eso. Pero habría sido un error, estaba seguro de eso ahora; fue un error entrar a la casa, jamás debía atravesar el potrero, salirme del camino, pero eso ya no tenía arreglo, jamás debí echarlos al viejo, a la vieja y al chiquillo, el viejo les estará llorando ahora a los agentes y la vieja calentando al jefe. Bonita mujer, pensó en un suspiro, arrepentido de haber dicho eso, como si el suspiro fuera suficiente para borrar lo dicho y comprendiendo que no lo era. Le diré después que disculpe, se dijo y rió claramente. Si salgo bien de ésta vendré as buscarla. ¿Cómo se llamará?, decía, ¿Consuelo, rosario o margarita de las mercedes o Domitíla del Carmen? Tiene ojos tristes, decía, tristes ojos llenos de recuerdos y vida y sabía que de ellos sacaba él su fuerza ahora. Estaba seguro de que saldría con vida. Saldré vivo de este rancho, cazaré a unos cuantos agentes y le quitaré un caballo, a la una de la tarde llegaré donde la Rosa, pero siempre que no me hagan un rasguño, si me dejan herido tendré que esconderme y sujetar la sangre con los dedos, hasta que pueda llegar golpeando la puerta en la noche. Tengo que salir con vida, con toda la vida, repetía, pero, ¿por qué lo piensas con vida, con vida, con toda la vida, repetía, pero, ¿por qué lo piensas lauto. Eloy? ¿Es que no estás seguro entonces? Lo malo es estar encerrado en esto, esto es un cajón, las casas, sólo son ataúdes, decía bajito, casi con miedo. Dios no hizo las casas, sólo las tierras solas, los bosques, las montañas y los ríos, el hombre tiene miedo y se encierra en estas cajas. Sí. había sido error meterse en el cuarto, no había ganado nada con ello, sólo mirar a una mujer de pechos tibios y de ojos sensuales y tristes que ni siquiera me va a dejar disparar con sosiego si me acuerdo otra vez de ella. Me llevaré un caballo y la vendré a ver el sábado y entonces sí que haré llorar al viejo. ¿Me creía muerto el viejito bueno?, le preguntaré de repente metiendo el cañón por la ventana y tanteándole las carnes. Pero para salir vivo tengo que estar afuera, pensaba, siempre que me dejaron herido me encontraron en la cama con alguna hembra o atracado a una mesa despedazando un asado, esperaré un poco y en seguida abriré la puerta.
Encendió un cigarrillo y lo fumó en la oscuridad, siempre sentado en el suelo frente a la ventana abierta. El humo del cigarrillo se iba por ella rápido y recto, tal vez demasiado rápido y eso era como un mal presagio, soplaba el viento, un viento frío, y comprendiendo que a medida que avanzaba la noche haría más frío echó una mirada a la manta que estaba tirada en la cama. Me abrigará, pero me amarrará los movimientos, murmuraba, chupando con ansia y dulzura y sed el cigarrillo y pensando siempre en la mujer. Pensaba más en ella que en la rosa, la Rosa está tranquila y tranquila se quedará sí me matan, tal vez pronto me olvide y el Toño perderá en el verano las pocas balas desparramadas que quedan bajo la cama. Volveré, tengo que volver y salir con vida de esto, suspiró mirando hacia la noche por la ventana abierta. ¿Por qué no tendría vino la mujer?, se preguntó pensativo. Tenía frío y le habría gustado beber un poco de vino fuerte y grueso, ese vino que lo tapa a uno y ya no sabe donde está, un vino que te borra y te ablanda y te desmenuza que se hunde o te trae a la superficie como pescado te echa a correr te deja siempre ahí despierto y dormido triste y alegre y con la mente audaz y el brazo tembloroso y tan ligero. El sábado le traeré un cajón de vino, me llevare un caballo y podré traerle hasta un vestido de San Diego y unos zapatos rojos, se dijo, poniéndose de pie y aplastando con firmeza el cigarrillo en el suelo. Caminó en silencio y como le molestara el golpear de los tacos contra las tablas, pisaba despaciosa y silenciosamente, parándose de tanto en tanto frente a la puerta para escuchar hacia fuera.
Caminando se tanteó los revólveres que colgaban pesados sobre los riñones y sintió las balas distribuida en los bolsillos y se sentía seguro, seguro, porque estaba armado, seguro de que saldría vivo de alguna manera de esto, pero lleno de recelos, de desconfianza, de presentimientos. Comprendía que en alguna parte había una cosa mala, una palabra traicionera, unos ojos que lo habían estado mirando, unos pasos que lo estuvieron siguiendo mientras anduvo con la rosa por el lado de la estación comprando cosas. Bonitos los zapatitos amarillos del Toño, dijo con alegría, acordándose, pero temeroso al mismo tiempo no pensando sólo en ellos. Yo los hacia mejores, suspiró, recordando sus lejanos años del taller y deseando no recordar más, pero veía siempre el cuchillo cortando el cuero y allá en el pasadizo correr apresuradas las botas relucientes de los carabineros, pues estaba lloviendo con fuerza y él había tenido sospecha y miedo cuando sintió a los caballos resoplar afuera y azotar los vidrios casi encima de él y pensaba que los iban a reventar y enviar un poco de baba lluviosa a través de la ventana, y mientras se pasaba la mano por la frente había visto al carabinero encender la linterna y barrer con su luz la ventana y él se había puesto de pie y soplado la lámpara para apagarla y ahí estaba palpitando sin mucho miedo, con desconfíanza y misterio e ignorancia, esperando que entraran, pero no entraron por ahí. porque ni siquiera lo buscaban a él y después, sentado siempre junto al banco, los había sentido hablar ronco y corlo por el pasadizo, golpear una puerta y quebrar unos vidrios y sonaron los gritos los horribles gritos heridos y llenos de sangre que tantas veces escuchó después y había visto al Manolo todo mojado, cubriéndose la cara con las manos, todo mojado, pero con la lluvia que sonaba afuera y había sentido una angustia y sin saber cómo se había puesto de pie y sólo con estirar la mano había sacado la carabina que estaba colgada en la silla del caballo, junto a la ventana, había corrido sus manos por ella y le gustaba, era pesada y suave y le gustaba y como estaba oscuro y podía abarcar todo el pasadizo iluminado con la lluvia, con las chapas de los carabineros y con los gritos llorados del Manolo, había podido disparar perfectamente y tampoco los dos balazos habían sonado demasiado, porque el viento azotaba las calaminas en lo alto de la casa y aun los perros que ladraban adentro, en el patio, hundidos en la oscuridad, tamizaban un poco los disparos. El había visto al carabinero agacharse doblado por el vientre, como si fuera a amarrarse las botas o a coger un poco de agua helada de la lluvia que caía por la canal y no había visto la sangre, pero el Manolo sí que había visto eso, porque había cesado de repente sus gritos y agachado también, como si quisiera jugar al mismo juego del carabinero herido, pasó bajo las botas del otro que miraba con la fea boca abierta hacia la ventana, donde él estaba de pie en la oscuridad, buscando el lugar exacto de la cara para enterrar la tercera bala. Nadie había a esa hora en la casa, las seis, las siete de la tarde de invierno, había una fiesta en la iglesia, una procesión al otro lado de las líneas y sólo los perros se quedaron ladrando cuando él, sin esperar al Manolo para preguntarle, comprendiendo que estaba ala abrigo huyendo por lo oscuro, había salido al patio y mirando la lluvia descender sobre los carabineros heridos, se había acercado al caballo y le palmeteaba la grupa mojada y humeante y había deseado estar también al abrigo, junto a un buen fuego, trabajando callado, hasta un poco triste. Y mientras había ido primero al trote y después al galope, había pensado en su rincón junto a la ventana, que ahora estaba abierta y llovería sobre las suelas, los clavos, la lezna, el hilo y las agujas, llovería sobre la sillita de paja en la estuvo sentado diez años hasta que sintió a los caballos entrar al patio y resoplar contra los vidrios. Había trotado toda la noche bajo la lluvia, estaba muerto de hambre y frío y de cansancio. Tenía sueño, se bajó del caballo cuando comprendió que terminaba la ciudad y comenzaba el campo y dándole unas palmadas en la grupa lo vio alejarse en un trote bajo la lluvia. Un animal así, fiel y bueno, me haría falta ahora, no debí perder a ese caballo, pensaba también en su barquito de zapatero, en el cuchillo que había tenido en las manos cuando sintió el ruido afuera y tuvo miedo. Todavía estaría ahí si el caballo no se hubiera detenido junto a la ventana y recordaba que lo primero que había visto fue la carabina, tan bonita, tan limpia y rubia, inocente y provocativa, casi escandalosa, no habría muerto a nadie todavía. Me venía a buscar ese caballo, balbuceó, se había detenido a esperarme afuera y cuando me salpicó con un poco de lluvia y un poco de baba, era para llamarme la atención y que comprendiera. Por eso, entonces, había apagado la luz porque tenía que irme, porque de algún modo había adivinado que tenía que irme y el caballo golpeaba con sus belfos el vidrio para que me apurara. Había vagado toda la noche pensando en el caballo, que caminaría solo y triste y extrañado hacia el cuartel, habrá vuelto a la casa a ver si ya he regresado, estará oliendo en el patio los uniformes mojados y las botas, estará en la ventana golpeando los vidrios con el hocico, cansado de esperarme.
Suspiró recordando todo eso y caminando en puntillas se acercó a la ventana y miró hacia fuera. La noche estaba tensa y fría, nubes espesas, desflecadas y negras, volaban a ras de los árboles y soplaba un viento cortante y helado. Serán las dos de la mañana, murmuró, queda mucha noche todavía y si quiero salir vivo de esta cueva tengo que abrir la puerta. Se acercó a ella y pegó la oreja en la madera, no venían ruidos, sólo rumoroso soplar del viento en el cielo negro, entre las copas dormidas de los árboles. Caminó hacia la cama, cogió la manta y se la echó doblada sobre los hombros, recogió la carabina y afirmado como en un bastón en ella, se acercó a la puerta, mirando el cuarto en la oscuridad, los vestidos desteñidos y tristes colgados en el clavo, más allá de la ventana, el lavatorio descascarado, el espejo roto empotrado en la pared y tuvo un estremecimiento. El sábado volveré, estoy seguro de que volveré el sábado a buscarla, se dijo, pero no encontró encanto, alegría ni deseo en eso, a pesar de que estaba seguro de que así sucedería. Cogió la tranca y la quitó de la puerta y caminando sin ruido, la puso encima de la cama, sobre la colcha alba, hospitalaria. Bajo el catre habría zapatos de ella, del viejo, medias rotas, frascos de remedio, se sentía triste y desilusionado mirando la cama limpia y pobre, el catre de fierro negro, lustroso, brillando en la oscuridad, y sin querer mirar ni pensar ya, cogió el pestillo y acordándose violentamente de la mujer, como si lo estuviera esperando afuera, bajo los árboles y ahora no más lo recordara, salió al campo e inmediatamente se sintió tranquilo y seguro y robusto. El viento le amontonaba perfume de violetas en las narices, pero no lo rechazaba, no lo consideraba débil ni desagradable ni de mal augurio, sino que incluso aceptaba como una débil y real y triste y alegre compañía, porque le traía ciertos recuerdos y otro poco de seguridad. No hay flor más mujer que la violeta, pensaba, ni más hembra y sensual y ardiente que la rosa. Se había sentido acorralado e inseguro y trágico y era donde estuco encerrado en la pieza, solo, sin nadie, con el mal recuerdo del viejito cobarde y de la mujer con sus ojos enormes que le quería mostrar todas sus dolorosas cosas en ellos, veía pasar cuchillos por sus ojos, bocas gritando o sollozando y una llovizna delgada y persistente, veía ventanas abiertas de súbito por el terrible viento que soplaba en las cercanías de la estación, alguien entraba en la oscuridad y la mujer, paseándose por la pieza, con el chiquillo dormido en los brazos, miraba hacía la ventana muerta de miedo, con la boca abierta de terror, pero sin gritar, sin atreverse a gritar y teniendo siempre una larga mirada de misterio y odio y estupor en sus ojos tristes. Tenía que haber sido ahora, mismo que no voy a tener tiempo, susurraba con temor y rabia y desconsuelo, mirando hacia la noche.
Era una noche resonante y húmeda, las nubes estaban ahora muy altas y volaban con rapidez, dejando asomar esas estrellas insignificantes y sucias que le daban recelo. Corría el viento que le alborotaba el pelo bajo el sombrero y le hizo comprender que haría mucho frío a medida que avanzara la noche, y mirando con curiosidad y desconfianza hacia los árboles, metió el pescuezo en la manía y alzó los faldones sobre los hombros. Se habrán ido los caballos, se decía queriendo horadar las tinieblas. No venían ruidos extraños ni desagradables, sólo el rumor del agua corriendo más allá de los árboles, en cuyas ondas alborotaban con dulzura unos sapos soñolientos y destapados. A sus pies, a dos o tres pasos, crepitaba el persistente resonar de un grillo, un ruido claro y rumoroso, como vidrio, como de nieve y frío, como el viento del otoño entre los árboles, mientras la música atraviesa los carruajes entre los zapatos y las medias que se cruzan y crujen en los bancos, en la penumbra, como la voz de alguien
que te está llamando y se ríen adentro en el dormitorio, junto a la radio encendida. Resonaba en su pecho, donde había un poco de susto y desconsuelo, quería detenerse para escuchar mejor el canto del grillo, pero no se atrevía, no habría podido hacerlo. ¿Dónde estarán los caballos?, se preguntaba, caminado con recelo alrededor de la casa y el canto del grillo chisporroteaba a sus pies, saltando incansable a su lado. No quisiera pisarlo, reventar este cantíto, se decía y ¿te acuerdas, Eloy, cuando hace ocho años, atravesando otros potreros, echando a correr cuando pasaba un automóvil bocinando por la carretera, llegaste a un rancho que y estaba la noche oscura y profunda y el viento se columpiaba suavemente en lo alto de los árboles y a todo lo largo del camino, bordeado por los altos y flacos y silenciosos álamos, sonaba también, sembrado de trecho en trecho, canto de los grillos? Entonces empezaste a correr porque parecía que el automóvil te venía siguiendo y cuando se acercaba, incluso para meterte más miedo, dejó de sonar la bocina y se apagaron las luces mientras corrías y tenías miedo de reventar los grillos con las botas y los sentías cantar en tus pantalones, subir por ellos para entregarte una noticia grave con urgencia y deseabas meterte por la puerta abierta del rancho que comprendías te estaba llamando, entonces, de repente, criando coraje y mirando con recelo el automóvil detenido, echaste atrás las manos y sacaste los revólveres, esperando los disparos que iluminarían el automóvil para buscarte. Se había salido del camino y escondido tras un árbol, aguardando que dispararan ellos para disparar él, cuando desde dentro del automóvil surgió una ropa de hombre, dos risas de hombre, reventadas alegre y furiosamente en la noche negra, se reían con ganas, con descaro, con cinismo, con desenvoltura, sin nada de miedo, prosiguiendo una alegre y copiosa y malvada y detenida alegría. Estarán borrachos, pensaba con sorpresa, se quieren reír para disimular y engañarme, si serán niños, no me habrán visto nunca la cara, llena de cicatrices por un lado, el ladrón siempre ha resistido la violencia, los gritos, los disparos, la sangre y las lágrimas, el solo lado de mi cara que estuvo preso, si serán inocentes, decía con burla y asco y rabia rodeando el árbol para tratar de mirar adentro. Pero ahora gritaba una mujer, un grito mezclado de alegría y deseos y miedo. Los hombres que parecían muchos, se reían solemnes y temerarios y alguien hablaba en voz alta repartiendo órdenes, sonó una bofetada y la mujer lloro amargamente mientras la puerta del automóvil se abría violenta y él los vio bajar, los pantalones oscuros, las pecheras brillantes y las flores alcohólicas y enfiestadas clavadas en la solapa, Están borrachos esos malas bestias, exclamó con rabia, como si hubiera esperado otra cosa más grave y más peligrosa y para estar más seguro y desenvuelto guardó uno de los revólveres en el bolsillo trasero del pantalón y alzó la mano para aliviarla y ponerla ágil y comprendiendo todo súbitamente sintió que una oleada de calor corría por las sienes y empapaba la boca. La mujer, caída en tierra, junto al automóvil abierto, tenía bonitas piernas que brillaban con dulzura y estupor y desamparo en la noche nublada y lloraba despacito, acostumbrándose, se quejaba más bien con insistencia, con triste descaro, para subrayar más sus lindos muslo. Tras los vidrios del automóvil se movían unos guantes blancos halando de subirla adentro, ya no reía ninguno, estaban desilusionado y enojados, enfriándose, un sombrero hongo rodó disparado por el suelo y el hombre que estaba encendiendo su cigarro, mirando con deseo y desencanto las bellas piernas tendidas, pegó furioso un puntapié al sombrero y después se sentó en la pisadera, mirando minuciosamente los pechos de la mujer, sus muslos blancos, su pelo revuelto que el viento y el llanto sacudían, la miraba con paciencia, con sosiego, fumando su cigarrillo y echando el humo hacia ella, fumando despacio espera, espera te espero espérame sólo un cigarrillo un frágil y corto cigarrillo perfumado se quema luego hay mucho viento. Le había dado rabia mirarlo al mismo tiempo con tanta tranquilidad y tanta insolencia en los ojos, chupando el cigarrillo y estirando los labios en un gesto de descansado deseo, que él mirando las nubes que derivaban por la hermosa noche oscura, amartilló el revólver y. saliendo de detrás del árbol, disparó recto hacia la mano enguantada. El cigarrillo cayó sobre la mujer, el hombre se había puesto de pie urgido por el dolor y la sorpresa y mirando hacia arriba, hacia las nubes precisamente, antes de que diera tres pasos se derrumbó bocabajo en el suelo, como si se le hubiera acabado la cuerda antes de lo previsto, sus pies quedaron bajo el automóvil, curiosamente guarecidos. Antes de disparar nuevamente había sentido sonar la puerta del otro lado y comprendiendo que alguien huía, corrió tras él, hundiéndose en las tinieblas, buscándolo tras los árboles. Nunca le vi la cara, pensaba ahora, sólo supo que tenía el sombrero puesto y que olía mucho a perfume y a whisky, se reía como idiota cuando él se le acercaba y como deseando anudar una rápida amistad, había querido cogerle del brazo y quería huir con él al mismo tiempo y mirando lo elegante que era y comprendiendo que tal vez tenía el pelo rubio o de color tabaco o de color rojizo y peinado con gomina y tan reluciente el rostro. rojo y ocre, como aliñado, tendría 25 años, tan jovencito, le había ordenado que se sentara y se había sentado en el suelo, junto al agua y estaba temblando de miedo y frío, porque el agua que corría rápida, ensimismada y eterna, enviaba soplos helados hasta donde estaban sentándose ellos y aun podía ver que el hombre tenía un lunar grande, de mal agüero, un maligno lunar envenenado, enorme como un poroto, junto a la mejilla y sintió mucha rabia y deseó preguntarle si se lo habría pintado para parecer más vividor y perverso y quería preguntarle también cómo se llamaba, cómo se llama, señor, tan joven y pije, y tan mala suerte, yo voy a ser tu mala suerte. Se agachó para alzarlo, pero temblando de miedo se alzó sólito y aun más, se acercó a él, él acercó el revólver a la camisa y al mismo tiempo que lo grillaba, lo había cogido del hombro y lo empujaba por el pecho hacia el agua, cómo se llama, don cómo se llama, le dijo cuando caía y veía hundirse y revolverse sus faldones en el agua en la que brillaban la pechera y los guantes y el sombrero navegaba fanfarrón y triste y mirando el agua había tenido deseos de fumar un cigarrillo porque tenía frío y estaba cansado, pues había corrido tanto y más desilusionado estaba ahora porque ese automóvil que venía por la carretera lleno de carcajadas, de ropa negra y fina, de pecheras blancas, de guantes albos y flores hediondas a whisky y amanecida, ni siquiera lo venía persiguiendo. Claro que me perseguía, decía mirando con recelo y odio el agua andaba ya hacia el camino, claro que me perseguía, repetía mirando al hombre caído junto al automóvil, clavada la cara en la tierra, metiéndose por ella, bebiéndola, y la mujer sentada en el suelo, junto a la pisadera, llorando como loca, pero sin ganas, sin lágrimas, ya, sin acordarse, sin verdadero horror y pena y tan cerca del muerto que le habría podido tocar los zapatos. Sintiendo él un poco de lástima y desaliento y de tiempo perdido y de trabajo perdido, no me venían siguiendo a mí, pero era lo mismo, me venían a buscar, hasta apagaron las luces para que les pudiera disparar mejor, abrió la puerta delantera, la que estaba al otro lado del muerto y de la mujer que sollozaba con frialdad y extrañeza, y se sentó en los cojines y estaba transpirando. Debió quedarse dormido, debió dormir un par de horas y despertó tiritando, el automóvil tenía ahora las luces encendidas, alcanzaban a iluminar la bella cabeza del muerto, su cuello blanco, la corbata desanudada que corría ingenuamente por la tierra. El viento alto y fresco que alborotaba entre los árboles y hacía vibrar los vidrios le hizo comprender que tenía que alejarse de ahí. Se bajó del automóvil y entonces la vio dormida en el asiento trasero, apoyada la cabecita en la lona, con el pelo revuelto y las faldas desordenadas mostrando siempre las piernas. Se sentó a su lado y esperó que despertara y alcanzó a sentir el olor del whisky que manaba de su pecho, de sus narices, de su dulce ronquido atormentado. ¿Por qué no quería, entonces. Dios mío?, se preguntaba con desaliento y amargura, imaginando que estaría bebida, cuando bebes te atreves a todo, te entregas al vino, él te salva o te pierde, y no querías, dijo en voz baja, cogiendo un manojo de sus cabellos y sobándolo con asco y pesadumbre. Viendo que tenía lágrimas secas en las mejillas sucias, tuvo lástima y no quería acordarse de nada, estiró sus manos y le bajó las polleras. Abrió las dos puertas para que el viento del amanecer la refrescara y despertara y empezó a acariciarle con dulzura el cabello, enredándolo en el revólver que todavía tenía en las manos. Tuvimos suerte, pensaba, mirándola lleno de ternura y deseo, tuviste suerte, chiquilla, repetía, calculando la edad que podría tener. Cuando despertó y vio afuera el cuerpo tendido bajo la luz del automóvil, que caía recta sobre él, como funda, se llevó las manos a la cara y lloró amargamente, él la atrajo hacia sí y le golpeaba con cariño la cabecita con el revólver. Chiquilla, chiquilla, le dijo, tenemos que irnos, y la empujaba con suavidad para bajarla. Ella se deshacía llorando y se apegaba a él con miedo y trataba de no mirarlo y no le preguntaba por el otro. Se fue por el agua, pensaba, para decirle eso si le preguntaba, se fue por el agua y ahí no suena. No le miré verdaderamente la cara y ni siquiera sé como se llamaba, y de repente se le ocurrió que ella seguramente sabría y deseó que nunca le dijera su nombre. Ojala no me lo diga ni en diez años, decía, para sí, tironeándole la manga para que se bajara, es bonito, saber, Eloy, que mataste a uno y no sabías cómo se llamaba. No le vi la cara tampoco, repetía con seguridad para su tranquilizar su idea, mientras el agua, alla abajo, se le mostraba y se la escondía, alzaba los ojos y el pelo para que los recordara, y, después, de un manotazo hundía todo y sólo dejaba una desmayada manga de camisa flotar con sosiego. Ella había detenido ahora su llanto e incluso se habla desprendido de él trajinaba junto al automóvil rezongando una queja, se agachó y recogió una cartera y él sentía sonar las llaves y las monedas, golpeó con el pie unas botellas que tintinearon cruelmente, después la vio agacharse junto al hombre tendido en tierra, como si fuera a despertarlo o a llevarlo al lecho. Hubo cierta amorosa costumbre; cierto moroso vicio en esas manos que se tendieron hacia la camisa con perfecta confianza, con clara concienciay él miraba con desencanto la bella rodilla hincada en tierra, núbil, y fresca, nada de viciosa, así era, así era en las alfombras, en los salones, entre las copas y la música murmuraba trágico y disgustado. Ella metió la mano en el bolsillo del vestón, sacó un sobre abultado, un par de anteojos oscuros y estivales, un retratito, unas llaves, quiso deslizar la mano por debajo para buscar en el bolsillo interior, alcanzó a alargarla, pero no se atrevio, se puso de pie y dando la vuelta al cadáver se encuclillo al otro lado, estiró la mano y, mirándolo directamente, se puso de pie con deseos de decirle algo, de pedirle algo, pero él no queria que le pidiera nada y ya había echado a andar y ella tuvo que correr para alcanzarlo. La cogió del brazo y la arrastró, caminando apurado, salieron del camino y atravesando potreros, se alejaron. Ante, de torcer, volvió la vista y vio que las luces del automóvil habian quedado encendidas y caían rectas sobre la cabeza del hombre y sobre sus manos que se entreabrían en la tierra, abrazandola, agarrándose a ella para trepar firme hacia la vida o no resbalar del todo. Mirando el cielo calculaba que antes de una hora comenzaria a aclarar. Nos queda poca noche, le dijo, caminando más ligero y comprendiendo que ella quería quejarse, pero no deseando oír ni quejidos ni palabras de conversación o explicación. Podíamos esperar el primer autobús, dijo por fin ella en un suspiro y eso estaba mejor y la quedó mirando, adivinando que era muy joven y que seguramente le correspondería crecer un par de años a su lado. Tomaremos el autobús, dijo él. ¿para dónde? A Rancagua, contestó ella y se puso a llorar. Recordaba que en el autobús, acurrucados en la parte trasera, se habían quedado dormidos y sólo despertaron cuando fueron echados violentamente uno junto al otro y desde lo alto caía aleteando una gallina que le cacareaba en los ojos y una vieja gritaba y el sol venía a través del vidrio y hacía mucho rato que les estaba tostando la mejilla. Ella dormía agazapada en su pecho como un paquetito la despertó remeciéndola de la barbilla y se bajaron con mucho cansancio mucha hambre y mucha sed y había moscas que entraban por la ventana y revoleteaban alrededor d ellos en el restaurant y mientras comían y se miraban y se sentían avergonzados y distantes alcanzaban a divisar los coches detenidos en la avenida y los viajeros que pasaban cargados de maletas y de chalones coloreados y de ese ruido vegetal viajado y rumoroso comestible y soñoliento y dulce y embriagado que baja contigo cuando desciendes del tren y las vendedoras te llenan los oídos con la hojarasca blanca y crema de los alfajores y de los quesillos de cabra y los canastitos con paltas y brevas y huevos duros y sandwiches campestres y copiosos y hay vendedoras tan bonitas tan morenitas tan sonrientes entre sus gorras blancas y su risa robusta y almidonada y los chiquillos que corren chillando por la gran oquedad de la estación llena de viento frío y de anuncios del altoparlante que vocifera horas y estaciones y trenes suspendidos como dando noticias malas llenas de presagio y muerte y en la estación sonaban todas las cosas, y cuando, después de almorzar, la había cogido del brazo para acercarse a ella, y comprendía que ella también temblaba de miedo, porque sólo ahora venía despertando, se sentía triste y apesadumbrado y temeroso y sentía resonar toda la noche en la estación el viento el automóvil la luz manando como agua hacia la cabeza del muerto y las risas los gritos de ella la sangre se alzaba la sangre brillando en lo oscuro, resonando en la gorras rojas de los portaequipajes y un cochero negro y desconfiado que los miraba desde lo alto del pescante los persiguió con la mirada durante mucho rato, tiranteándolos con ella, adivinando, oliéndolo, huelen la sangre estos provincianos ingenuos, decía para sí con disgusto y deseaba olvidar la cara de aquel cochero, vendré en la noche a buscarlo a ver si me mira así en la noche este huevón se quejaba, organizando su rabia, le pediré que me lleve al cementerio número dos para visitar a un asesinado, cuando ella esté dormida vendré a buscar a este viejo, me subiré al pescante y lo cogeré de la solapa, quiero preguntarle qué es lo que me mira, que me explique lo que ve cuando me esta mirando. Y alzando la cabeza del plato alcanzaba a verlo en el medio de la plaza, junto al bebedero de los caballos, atisbando minuciosamente más lejos, irguiendo con curiosidad la cara para Tralar de descubrirlos entre la multitud que atravesaba la calle y llenabas la plaza.
Ahora que estaba frente a la noche, tratando de mirar a través de los árboles para adivinar dónde estaban los caballos, dónde estarán escondidos los agentes, se preguntaba, pensando al mismo tiempo con angustia en ella. Le dije que me esperara frente a la botica, murmuró con desaliento. Le parecía que aún a esa hora ella lo estaría esperando, muerta de miedo y nervios y adivinando qué cosas le habrían podido pasar. Me vinieron siguiendo, rosa, me estuvieron siguiendo todo el día, y a lo mejor, cuando vuelvas a la casa, te la encuentras I lena de agentes, pensaba, caminando con sosiego y cuidado alrededor del rancho y apretando con ansias la carabina. No debí separarme de ella, agregó, estaríamos juntos, juntos en cualquier parte y hasta pelearía mejor mirándola a ella. Creyó sentir un ruido, un susurro de pasos entre los matorrales, por donde la mujer había desaparecido un par de horas antes. Estará durmiendo con el viejo, decía con furia y desilusión de que no se hubiera quedado ahí. Habría sido mucha suerte que se hubiera atrevido a quedarse a mi lado, me habría dado fuerza y mejor puntería, no me rajarían nunca las balas. A ver si el sábado la vengo a visitar, le traeré un vestido nuevo, se dijo sujetándose el sombrero que quería volarle el viento. Soberbia mujer, buena hembra, no tuvimos tiempo, pensaba, caminando con sigilo hacia los matorrales donde estaba seguro de que había alguien agazapado, mirándolo. Tendrán a todos los caballos escondidos por aquí, balbuceaba con cierta conformidad, pero comprendía al mismo tiempo que los caballos no habrían podido estarse tan tranquilos si así lo hubieran hecho. Se habrán ido caminando con ellos, siguiendo al viejo y a la mujer, imaginó de repente con alegría y tuvo rabia de alegrarse tanto y desconfianza de sí mismo y se dio cuenta de que la mano que apretaba el gatillo le estaba temblando. Tenía una risa seca en los labios y pensaba, sin desearlo, que a lo mejor era verdad que los agentes se habían ¡do y sólo habrían querido asustarlo esta vez, dejarlo tan asustado de modo que no fuera capaz de atravesar todo el potrero hasta los árboles. Te alegraste, Eloy, decía con amargura y desaliento y furia, tanteando las balas en las faltriqueras. Estas deseando que se hayan ido, toda la noche no has pensado en otra cosa, que sería bueno que se fueran y te dejaran tranquilo. No se irán, vinieron a buscarte, están escondidos en la tierra, esperando que aclare para mandarte todas las balas y dejarte tendido aquí. No habrían venido tantos si quisieran matarme, decía luego, deseando tranquilizarse, no habrían traído tantos caballos, son cobardes, traen caballos para que los mate y relinchen como locos cuando están heridos en el vientre, quieren atemorizarme con el horrible grito de los caballos heridos, pero no mataré a ningún caballo, cuidaré mis balas sólo para ellos, para sus sucios vientres, no voy a hacer lo que ellos quieren sino lo que debo. No quiero morir ni matar, decía finalmente, acordándose de la mujer que se había alejado corriendo entre los árboles cuando le dispararon las primeras balas. No debí dejarlos ir. dijo, pero comprendía que eso no tenía ya arreglo, el viejo les habrá ido a decir que tengo miedo, que tal vez parezco enfermo y que estoy bebido, que llegué pidiendo vino y disparándole a las piernas. No te dispararé a las piernas, viejo, cuando regrese el sábado, decía con odio, tocando con las alas de la manta los matorrales y quedándose quieto para escuchar. Sólo el susurro del agua corría entre las matas y sonaba en las piedras, un susurro en el que también dormían los grillos, iluminando el silencio y haciendo oír el golpear sordo de la sangre en su corazón. Tengo que cuidarme, murmuraba, y dio unos pasos en la oscuridad, pues estaba seguro de que alguien respiraba cerca. Si hay muchos no debiera haber tanto silencio y otra ve/ comprendía que era posible que los hombres se hubieran ido llevándose a la mujer y al viejo. Un viejo trágico que llora porque te lo acercas es siempre de desconfiar, decía, extrañado de no oír ruido alguno. Estaba, sin embargo, seguro de que los caballos no se encontraban cerca, si lo estuvieran, relincharía alguno oliendo las violetas, recordándole a las yeguas, la noche del otro día, todas las noches cuando salen a cazar borrachos los agentes en los caminos. Se llevaron los caballos y se quedaron ellos solos porque están muy confiados. Yo también lo estoy y a lo mejor alcanzo a regresar a buscarla a la esquina de la botica, dijo finalmente, se dio vuelta y disparó un rosario de balas contra los matorrales, porque había sentido una breve tos ahogada en el ruido del agua y el susurrar del viento.
Como no le disparaban tuvo miedo y retrocedió vuelto hacía los matorrales, cargando con premura y furia y súbita amargura la carabina, el ruidito sonaba lúgubre en sus orejas, como dentro de una caja, y se iba resonando en el agua, sonaba aún en las copas de los árboles que se hundían en la oscuridad. Retrocedió y amartilló otra vez la carabina y estaba seguro de que había desperdiciado todas las balas, si no alguno habría chillado. Hasta yo he gritado a veces cuando me cogían desprevenido o cuando el dolor es más grande que el dolor que uno espera. Veía a la Rosa esperándolo en la esquina de la botica, mirándola retrocedió hacia la casa y sintió el silbar de las balas que venían desde dentro.
Se agachó y puso la carabina a sus pies, la tocaba con los zapatos y vio el humo que salía por la ventana, un humo delgado y azul que veía muy bien en la luminosidad de la noche. Están dentro, se metieron dentro de la casa, dijo, y se quedó quieto y alzando poco a poco la carabina envió hasta seis balas hacia la ventana abierta. Tengo que sacarlos de ahí o echarlos a todos dentro, rezongó, y entonces una bala le mordió la oreja, y comprendió que estaba herido, una herida pequeñita, una leve mordedura, como cuando lo mordía la Rosa y se reía tanto y él no comprendía por qué se reía, por qué te ríes, le preguntaba con rabia y desconfianza y la perseguía por la pieza y tenía él ia oreja llena de sangre y la rosa saltaba de la camay se reía asomada a la ventana que daba a la calle Independencia, frente a la plaza. Ahí está el correo, m’hijito, le decía, ahí te iba a echar las cartas cuando andabas por los cerros, un día me perdí con la neblina. El veía la neblina entrando por la boca de la rosa que corría riendo por la calle, arrebujada en el pañuelo y tosiendo de tanto que se reía, sonaban voces y había mucho humo en la calle, habría incendio hacia los cerros. ¿Por qué se reirá?, se preguntaba con tristeza y la Rosa, de pie frente a ala ventana, con las manos en las caderas se quedaba pensativa y ya no reía, se sonreía con donosura, nada más, ni siquiera lo miraba, venía hablando por dentro. Estaba tan sola entonces, le contaba, y pensaba que estarías muerto, tirado bocabajo en el cerro, bajo el sol, cuídate. Eloy, duerme siempre vestido, no dejes la carabina más lejos que tus manos, úsala de almohada, duerme con el la y con mi recuerdo , y cuando veía que él tenía un poquito de sangre en la oreja se abrazaba a él y lo besaba y lo mordía despacito, con blandura, para enjugarle la sangre y se quedaba largo rato amarrada a su cuello. Rememorando, un sollozo, un maldito sollozo le culebreaba en la garganta. Recordaba su casa, el rincón de su mesita de trabajo, el trecho de comedor que alcanzaba a divisar en la penumbra, sentía el gusto dulce del pan, el gusto acre de las lágrimas, un enorme deseo de estar tranquilo, tendido en la oscuridad, esperando el sueño; sabía que tenía mucho sueño y que no podía dormir, pensarlo sólo le daba cansancio y algo le decía que faltaba mucho, muchas noches, muchos días, demasiados, Eloy, para que disfrutara de esta tranquilidad y de ese sosiego; le venía el recuerdo de ensaladas frescas en el campo, cuando todos estaban comiendo bajo las parras y se elevaban las tufaradas gordas, aliñadas, cálidas y un poco insolentes, demasiado robustas, de los grandes azafates repletos de carnes esponjadas y relucientes y él sintió que adentro de la casa cerrada, completamente cerrada, en la que se descargaba con furia un golpe seco, sonaban gritos, gritos desgarrados y disparos, disparos de revólveres y chocos, y ni siquiera por entre las junturas de la madera que se resecaba al sol salía un rastro de humo, del humo, del humo azul y trágico y evidente que había esperado; sentía vaciar despaciosamente el vino de los jarros, se reían, se reían olvidados, olvidándose las malas bestias, llegaba galopando un jinete, en medio de una polvareda ardiente se desmontaban unas botas nuevas, una cara nueva, una manta insolente, relinchaba el caballo, tornando la cabeza rojiza y blanca hacia las mesas y, de repente, casi sin dolor y sin trance, un llanto desbordado y poderoso que ahogaba el ruido de las bocas que masticaban y se reían, el ruido de los perros que ladraban al sol al otro lado de las cercas inundaba el cielo y ensombrecía el vino. No había podido comer entonces, el llanto lo perseguía, corría por el suelo entre los restos de comida y las cáscaras de fruta, se desbordaba casi con fiereza por el patio, arrastrando todo, queriendo arrastrarlos a todos, y él, muerto de horror y asco y teniendo sed y hambre; otra sed y otra hambre, se había ido caminando sin querer acercarse a la casa, mirando sólo a los jinetes, a los jinetes verdes que ya venían trotando en dirección al pueblo. Estaba tan sola entonces, repetía, tan sola como la noche aquella cuando venía en el automóvil con aquellos borrachos. Cállate, le decía él, lleno de reproche y amargura, porque no deseaba recordar aquello. Y, sin embargo, estamos ahora en Rancagua y aquella vez tomamos de noche el autobús y también llegamos aquí durmiendo y la abrazaba por la cintura y deseaba tanto tenerla en los brazos. Esperándolo de pie, en la esquina de la botica, ya no habría tenido deseos de reír como había reído tanto en la calle cuando salieron de la pastelería y sentía el copo del helado enfriarle el estómago y experimentaba un enorme alivio, un cambio de vida, de aire, de suerte y posibilidades, se hacía la ilusión de que ya no tendría que huir nunca más y se lo había dicho a ella y ella se reía y decía que los helados estaban tan ricos, tan exquisitos, Eloy, por qué no compramos helados esta noche y los tomamos en la oscuridad acostados en la cama desnudos en medio del calor adivinando la plaza iluminada y escuchando el ruido de los viajeros que salen
de la estación y vienen cansados y animados gastándose en las últimas conversaciones, mirando la comida tibia la cama tibia la oscuridad apaciguada fresca y sin ruido que loes está aguardando en el hotel en la casa del compadre en la pensión de la Luchita en la casa de cena Los Dos Claveles. El se había quedado callado y el Toño caminaba cansado y asustado ahí abajo, arrastrando la caja de los zapatitos, bonitos zapatos, Toño, un día te voy a hacer un buen par de botas altas, rojas o blancas, o negras y doradas para que andes a caballo y galopes por los cerros persiguiendo bandidos, le había prometido, pero pensaba en la rosa, en lo que le había dicho. Esta noche, esta noche estaré muy lejos no puedo quedarme Rosa por dios tú sabes que tengo que salir hacia el campo perderme en los potreros caminar como Jesús por el agua donde se borren mis huellas, pero a las nueve, a las nueve en punto, espérame en la esquina de la botica, al medio de la luz, donde te vea desde lejos, de algún modo llegaré hasta ti, y la había visto alejarse llena de sol la pollerita y ni siquiera se habían besado al separarse, no la besé. Todavía, muerto de angustia, atravesado de presentimientos, podía mirarle las piernas brillando al sol, mientras se arreglaba el pelo, se acomodaba los pechos dentro de la blusa y se empolvaba la cara y quería sonreír. Veía que se tornaba en la calle para gritarle, le gritaba asustada viendo al cabo Miranda tras el mostrador de una carnicería, arremangadas las mangas y el delantal sucio, franqueándolo con una cara bonachona y comercial, y ya él había comprendido, tenía miedo, quería abrazarla y besarla para despedirse, quería llamarla y ella huía para siempre y él la veía correr por la calle Bandera y pasar corriendo por entre la gente apresurada y por entre las mesitas llenas de empanadas y de sandwiches y de botellitas con ají y salsa y mostaza inglesa y bandejas llenas de copas vacías y montones de servilletas albas y plan-chadas y desfilaban por la vereda sin tocar las mesas las tacitas de café de ese café lúgubre que te sirven cuando llegas a la casa y los abrazas llorando y están todos vestidos de negro y desde el pasadizo ya alcanzas a ver los candelabros y los cortinajes y para que estés bien seguro sientes el olor cálido de la cera y de las flores y para que no puedas dormir esta noche ni mañana ni dentro de dos semanas cuando te acuerdes sobre el llanto sobre el horrible llanto deshonesto y desbocado a través de las enaguas que desfallecen sobre las piernas viudas te viene ese olor a alcanfor a digitalina y coralina que se te mete en las narices y te empapa la ropa y te vas, te vas empujando la puerta empujando las ventanas y las paredes y el olor y el llanto y los quejidos te persiguen y ves bailar ante tus ojos un par de hermosos candelabros y el humo del cigarro del difunto que arde todavía en el mármol del velador lleno de frascos. Y no la besé, decía muerto de miedo, viendo su vestido olear al sol, hundiéndose en la calle, y el Toño callado y enfurruñado que lo miraba con el rostro enrojecido y sudado y deseoso de que le dijera algo cariñoso, que le pasara plata para dulce, cualquier cosita, pero él había atravesado corriendo la calle y después, pensándolo mejor, había caminado al paso y había entrado a un negocio a beberse una cerveza, donde la radio vociferaba ahí mismo, entre las botellas, rabiosa y amarrada, como si fuera a saltarle al pecho. Se bebió dos cervezas seguidas y no tenía ahora deseos de irse, andaré por aquí toda la tarde, pensaba, revolotearé por los negocios, compraré un buen cinturón, tal vez un sombrero alón, un par de botas altas, no quiero alejarme mucho, a lo mejor tengo suerte y llego antes de las nueve a la esquina de la botica. Se estaba sirviendo la tercera cerveza cuando alguien se sentó a su lado, un hombre flaco, demasiado flaco, para que hubiera parecido enfermo y unos ojos hundidos con tanta fiebre, ardientes y vivos y puntudos como un cuchillo. A éste lo enflaquecieron para mí, pensó mirándolo con desconfianza y lástima al mismo tiempo, porque no estaba seguro. No se sacó el sombrero y miraba el vaso lleno de cerveza con verdadera ansia. Tendrá sed, se dijo, tendrá sed. vendrá de lejos y le empujó el vaso con una sonrisa compasiva. El hombre agarró su mano al vaso y lo quedó mirando, lo miraba minuciosamente, con envidia, con la descarada envidia de los pobres, sacando la cuenta de lo que llevaba puesto y de lo que le habrían costado los zapatos bayos tan rubios y dónde los habría hallado y el vestón lleno de rayitas, en la tienda del turco Lama, en el bazar Los Reyes Magos o en La bola de Oro. Y el corte de pelo, Eloy, ¿dónde te cortaste el pelo? No dejes que te afeiten los desconocidos, no los dejes. Eloy. Tenía la boca lánguida y triste metida en el vaso y echaba una lengua de trapo en él, sorbiendo la cerveza y sacando los ojos húmedos, húmedos de cerveza, para mirarlo y reconocerlo y reconstruirlo cuando fuera necesario y no olvidarlo nunca. Tenía él mucha rabia, pero no quería hablar. No hables, por Dios, no hables, se decía, muerto de desconfianza y con un gesto duro pidió otra cerveza y se metió el gollete entre los dientes, bebiendo con verdadera furia y sed, sacó un billete y lo disparó asustado en el mostrador y el hombre consumido y tísico y borrado e inolvidable, le había dicho en un susurro y un silbido y una tos repulsiva que le hervía en el pecho: gracias, Eloy. Y él había echado a correr y corriendo atravesó otra vez la plaza las líneas del tren la plazoleta donde vendían la bencina y siguió corriendo por el camino que llevaba a Santiago y comprendía que el hombre lo había quedado llamando para que todos supieran cuál era su nombre y cómo andaba vestido y lo bien que puede correr un hombre que está verdaderamente asustado. Entonces saben, decía, mientras corría y luego iba al paso, mirando las puertas de los negocios, los vidrios de las ventanas que reverberaban al sol y quería pensar en algo que no se refería a su miedo, pero no se acordaba, se pasaba con fatiga la mano por la cara, que tenía transpirada, si me afeitara, decía, me aliviaría me refrescaría sí sería bueno que me diera una buena afeitada pero no sabía por qué sería tan bueno eso tan necesario tan urgente entonces saben que ando por aquí dijo empujando con desgana con extraordinaria fatiga y lucidez al mismo tiempo, la mampara de la peluquería y al entrar comprendió que estaba fresco ahí y que eso verdaderamente lo aliviaría y miraba con fijeza, casi con humildad y ruego, al mismo tiempo que con recelo, al peluquero, un hombre joven y descolorido, con los labios rojos e insolentes y chuletas que le bajaban hasta media cara. Lo había mirado con insistencia, casi con rencor, no precisamente con rencor, sino con urgencia y arrogancia profesional y cuando él todavía no terminaba de pasar a través de la mampara, había sacudido con desprecio y odio y le mostraba el cuero del asiento con la palma extendida, se lo mostraba no con atención ni con elegante humildad, ni con esa sonrisa técnica, industrial y pastosa que florece en las bocas de los comerciantes, en ciertos dientes que te ofrecen dejarte cinco pesos más baratos los zapatos amarillos que te gustaban tanto o los tres metros de tocuyo, o eran seis metros, pensaba, los que encargó la Rosa para sábanas o el corte de gabardina que quiere que le compre para la Pascua o el paraguas que le vamos a reglar al cura o el autito con cuerda para el Toño. Sentado ya y tranquilizado, acomodando sus posaderas para que calzaran bien en el asiento y no se enojara el peluquero si se movía él después, y estaba seguro de que tendría que moverse, lo miraba con curiosidad y temor y no sé qué me puede vender éste, decía para sí, me venderá un poco de lavaza, unas cuantas pinceladas con el hisopo, unos tajos con la navaja y se dio cuenta de que ni siquiera el hombre lo había mirado con esa mirada total y absorbente con que te miran los ricos, que te incorporan a su curiosidad y su desprecio, a su tranquilidad sobre todo, te miran y comprenden y están seguros de que mientras haya tipos como tú, tan pobres y tan tranquilos, tan pacientes y satisfechos, jamas va a venir la revolución, la sangre corriendo por las calles y no por las venas. y con esa seguridad total te miran los zapatos y saben que tienes los tacos gastados y torcidos, te miran los calcetines ordinarios y horribles, ciento diez pesos la docena, y, a lo mejor, si compra dos docenas o trece pares, te salen a cuarenta y cinco, y te miran el pantalón, el pobre pantalón arrugado y humilde y gastado y viejo que el sábado tendrá su parche, su gran parche robusto y escandaloso donde tú sabes, tienes que comprarte otro pantalón. Eloy, qué va a decir la Rosa, y te miran la camisa y tu camisa es espantosa y roja y verde, como un papel de diarios, una camisa buena para estar trabajando en una bodega de frutos del país en Cauquenes o enfermo del pulmón en l*cña Hlanca. cuando la tos y el sudor te la pintan y te la empapan y la camisa es ya un poco tu piel, la piel de tu espalda, de tus pulmones y las miras con confianza, con cariño y con recuerdo. La compré hace nueve meses, pensó, era el invierno y ya estaba oscuro cuando atravesé la calle Blanco y el expreso pasó de bruces hacia Santiago y pensaba que también él quería irse y suspirando se abrió el cuello y se sacó la corbata de tono verde, que, en realidad, había sido verdaderamente verde hacía dos años, cuando recién se había enfermado el Toño, pero estaba mejorando y ya no se moría y la Rosa lo fue a encontrar a la esquina de la botica y la esquina estaba llena de sol y él le pudo ver las piernas y las encontró más bonitas y más llenas, le madurarán en la noche, se le deben llenar con un buen sueño, estarán repletas con mis besos, pensaba, y el viento lo comprendía y alzaba con atención la falda y alcanzaba a ver la enagua almidonada que sonaba con suave dulzura y hasta con un poco de escándalo y oferta y ella comprendía lo que él estaba mirando y pensando y deseando y se puso encamada de una vez para siempre, para esconderse tras su rubor y sentir lo mismo que é1 y desear lo mismo que Eloy deseaba y ya no importaría nada, pues ya se había ruborizado hasta el cuello y el escote y todo era. pues, correcto, pues el Toño ya no se moría y tal vez lo pueda levantar el domingo y estaban felices y sin preocupaciones y era hermosa la vida y se quedó pegada a él, pegadas las piernas al vientre de él y se quedaron mirando como sorprendidos y luego lo besó sin decir nada, como si tuviera premura en entregar las cosas que traía, antes de que se desarmara el paquete y cayeran al suelo los duraznos las brevas las chirimoyas que están todas reventadas porque la vieja en el autobús estaba casi sentada en su falda y tenía los ojos llorosos un par de ojos horribles y húmedos y tan pintada debe tener cincuenta años y tan pintada y con esos pechos enormes, unos dos pares de arrogantes pechos en cada sostén, una media docena, m’hijito, le decía después, mordiéndole los labios, estirando las piernas para que se las tocara y las mirara y de las deseara. Y él le besaba la garganta el cuello la nuca y tenía una nerviosa sed y le rodeó la cintura y ella se quejó bajito y se apegó a su rostro y le dijo cómo me clavas Filo) cómo me rompes el cutis la cara los ojos me dejas imposible los labios y se puso de pie enojada y de inmediato abrió la cartera y sacó la corbata, una hermosa corbata carnosa y verde, un verde nuevo y sinuoso, brillando al sol como una lagartija o el sapito Colocoy, una corbata gorda y airosa bastante coqueta como tus piernas como tu cintura como tu pelo amor Rosa florcita mía vamonos luego por amor por caridad y se fueron caminando bajo los árboles y él poniéndose la corbata, dejándola suelta en el cuello, sin apretar el nudo por no ensuciarla, por no reventarla, vida mía, y ahora la había tenido en las manos, desteñida, ajada, miserable y triste. Suspiró bajito y asustado y tendió atrás la cabeza y vio que el peluquero le estaba mirando el pescuezo con insolencia técnica, criticona y de definitiva, porque había adquirido su cabeza por una media hora para hacer con ella lo que viniera en gana, son antropófagos, pensaba, son fríamente asesinos y ahora sonaba el anafe y estaba corriendo el agua del lavatorio y tenía él mucho sueño y el peluquero le miraba con insistencia el pescuezo, me lo querrá comprar, me lo querrá comprar para ponerlo en la vitrina junto a la peluca rubia y cálida y los frascos desteñidos de gemina, típico pescuezo de obrero, de obrero calificado y aburrido, de trabajador del campo que sólo los sábados camina hacia el asfalto para meterse en la peluquería, cuánto me daría por mi cabeza, son como los pacos, como los detectives, pensaba, sólo buscan el lugar exacto donde meter la bala o la navaja y se sonrió con duro temor y sintió el helado contacto de la lavaza en el rostro y un debilitado y añejo y ordinario perfume de agua de colonia que se escurría por sus labios y se evaporaba en su garganta donde se acumulaban el cansancio y el temor que había sentido hacía diez minutos, cuando venía corriendo, y ahora estaba más lejos y menos asustado, asustado en absoluto, y ahora estaba más lejos y menos asustado, asustado en absoluto, porque el jabón perfumado y acre lo estaba separando de todo, lo dejaba protegido y lejano, solo consigo lo mismo y sentía más despejada la cabeza, separada del cuerpo, de las manos, de los pies y la garganta por oleadas de jabón que le llenaban hasta el pecho y le palpitaban con suavidad en las orejas y tenía aún los ojos cerrados y se sonreía con tranquilidad. Podía quedarme dormido, pensaba, y descansar un par de horas dentro de lavaza, la navaja me rebanaría el pescuezo y no me daría cuenta, me iría caminando adormilado a través del jabón, como bajo los árboles y allá, al otro lado de la navaja que brillaba al sol sentía pasar en un celaje el cuchillo y vibrar la voz tensa y estridente, se está quieto, por favor, quieto, quietito, decían y le cogían la nuca y se la daban vuelta como un tornillo y le acomodaban la cabeza en el cuero del respaldo. Es el peluquero y me dice que me sosiegue, podría ser un agente y también me diría que me sosegara, murmuraba para sí, con temor, me diría que alzara los brazos con las manos abiertas y que me estuviera quieto, estará sin moverse, podía estar una semana, hasta el otro sábado, sin moverse, era bonita esa corbata y bonitas las piernas de la Rosa y las medias le subían hasta el vientre, nunca tuvo una medias más lindas y ni siquiera se las sacó esa noche y él las sentía frotar bajo las sábanas y se reía en la oscuridad mirándola con la boca abierta y después, al otro día, se puso furiosa y le dijo que era un infeliz y que la corbata ahora le parecía muy fea. No era muy bonita realmente, pensaba, pero tampoco era fea, le costaría unos treinta pesos, entró a comprarla para mí, se quedó pensando. Pensaba en lo mismo ahora, tapado por la lavaza, que era como las nubes, perfumadas, grandiosas, llenas de viento y de resonancia. Sí, decía, sintiendo los dedos del peluquero que le echaban jabón sobre el bigote, no era muy fea, y sintió que al otro lado del jabón el peluquero estaba furioso, cómo no puede estarse sosegado, ¿está borracho o qué? Y comprendió que lo había cortado, pues la cara le ardía y ahora la sangre le goteaba en la boca y una mujer, tras las cortinas, estaba haciendo girar el dial del aparato de radio y también estaba gritando o llorando o escandalizando hacíamucho rato, mientras él pensaba en la Rosa y miraba las piernas paradas en medio del sol que lo estaban esperando. Estaba seguro de que la mujer, junto a los retazos de música y de avisos comerciales que se vertían de la radio, había estado clamando o rezongando, gritaba o se quejaba contra alguien, contra el peluquero o el dueño del negocio o contra él mismo o contra el muchacho que lustraba zapatos en la misma puerta, junto a la vitrina y ahora se había quedado callada y detrás de la lavaza, sintiendo dura y tirante la cara herida, escuchaba que preguntaba casi con miedo, con cierta amable dulzura y un

poco de duda que necesitaba ser confirmada: ¿Y lo cortó, entonces, Gonzalito? Podían estarse sosegados estos campesinos, rezongaba con desprecio el peluquero en el rincón del cuarto, donde estaba la asentadera y pasaba con odio y amenaza por el la la navaja y la navaja buscaba herirlo sin reparo, herirlo, de nuevo, estaba furiosa, se quería clavar en su pescuezo, me lo va a comprar por nada, por unas cuantas gotas de sangre, pensaba, y está armado, por eso grita tanto, porque no sabe que yo también lo estoy y soy un campesino, felizmente ahora soy un pobre campesino, por eso grita tanto y aun tiene miedo y la mujer esperaba todavía una respuesta, porque la radio vibraba sin música y sin voces, aguardando ella una palabra definitiva y siniestra para echarla dentro. ¿Cómo lo fue a cortar, Gonzalito?, dijo con una voz alegre e infantil y puso a todo volumen el receptor y el peluquero caminó entre la lavaza y los papeles y el pelo cortado que tapizaba las baldosas y él se sentía frío e indefenso y ahora se me va echar encima, pensaba, viéndolo venir entre la música del piano y la guitarra y la voz del tenor que cantaba el amor mío se muere ayayay y se muere de frío, cómo lo fue a cortar, Gonzalito, cómo fue eso, decía la mujer con picardía y malicia y querría canturrear su pregunta echando a correr el dial entre la música. No se están nunca sosegados, rezongó con tristeza el hombre, generalizando su desconsuelo y sintió que estaba agachado sobre él y que le agarraba con fiereza la cabeza y le acercaba la navaja para quemarlo, me va a degollar ahora, se dijo, lo puede hacer fácilmente, hay tanto jabón tan blanco y perfumado y la radio está puesta tan fuerte, porque en tu pecho de piedra porque en tu pecho de piedra ayayay tú no quieres darle abrigo! Y ahora le estaba echando más lavaza con el hisopo para taparlo todo, le llenó los labios y la nariz de jabón y él se sentía molesto y al mismo tiempo más tranquilo. Mientras más me jabone menos podrá degollarme y sintió otra vez la navaja clavada casi en su pescuezo y pensó si ahora tosiera o me riera o estornudara, sería malo, él diría después en la comisaría que yo lo había hecho adrede, me odia, me odió desde que empujé la mampara y me miró los zapatos, tengo que comprarme otro par, amarillos o colorados, de suelas de goma, se dijo y sentía ahora la navaja correr con suavidad y limpieza, casi con alegría e inocencia por su cara y la mano del peluquero, a través de la lavaza, estaba más liviana, por lo tanto menos enojada y siniestra y aun la otra mano le había soltado la nuca con súbito desinterés o desprecio, y sentía el gusto de la sangre en los labios, bajo el jabón y se sentía seguro, soy yo mismo, es sangre mía como mi dinero, como mi carabina, pensaba, es mi cuerpo, mi alma, mi corazón y la navaja corría veloz por el otro lado de la cara y la espuma se estaba yendo, cayendo de su rostro como pintura seca o como escamas y se sentía desnudo y otra vez tenía miedo y desconfianza y sólo el gusto de la sangre en los labios le daba seguridad, lis mía, como una mano, como una voz, pensaba, y casi se alegraba de que lo hubieran cortado, y la mujer, derrumbaba junto a la radio, había apagado un poco el ruido y el ruido de la música era sólo un rescoldo agradable en las cortinas, ondulando en las cortinas de cretona y ahora había abierto los ojos y vio que había más gente y tuvo mucha alegría, le habría gustado reírse de intento a ver si lo tajeaban ahora, hay dos personas más, decía, ahora podía sacar los revólveres, y miraba al peluquero con malicia y provocación, para que se diera cuenta de que ya no estaba solo y crujió la mampara y entraron dos personas más y venían cogidas del brazo y eso daba más seguridad y fortaleza y ya con eso venían provocando y ahora la mujer había puesto otra vez más fuerte la radio para agrandar la pieza, para llenarla de ruidos y dejarla más amplia y sonora, por lo menos para no estarían sola, tiene miedo también, pensaba, tiene miedo de algo, espera a alguien que ha de venir a matarla o a herirla o a dejarla definitivamente sola y angustiada y ansiosa y el peluquero, que respiraba a su lado, cerró de un golpe la navaja y la lanzó sobre el mármol, entre los papeles, frotándole la piedra lumbre por la cara, por toda la cara que había podido ser de él durante un cuarto de hora para destrozarla y marcarla para siempre y le pasó con suavidad la piedra por el labio, se la ajustó con dulzura en la herida y le acariciaba con fiereza y sintió el dolor profundo y el gusto de la sangre fresca y le preguntaba con voz distante y desinteresada: ¿Colonia o polvos? Colonia y polvos, contestó por burla y para comprobar sus nervios, mirando la manta, el sombrero y la corbata que colgaban tras la mampara, mirando a la mujer gorda junto a la radio, inclinada como sobre una guagua, un amante o un almuerzo y se puso definitivamente de pie y salió a la calle y diez minutos después se metió en un potrero de alfalfa que brillaba al sol y se derrumbó entre los pastos.
Ahora que se había inclinado un poco para evitar las balas que desgajaban las ramas de los árboles y que sentía la sangre lenta gotearle en la oreja, comprendía que mientras estuvo tendido en el pasto, bajo el sol, debió quedarse dormido, porque cuando se puso de pie no hacía ya tanto calor y el sol estaba suave y horizontal e impregnando en el viento que soplaba plácido, podia tenderme ahora aquí mismo y esperar que asomasen sus manos, lendrán que arriesgarse y sacar sus cabezas, sus brazos, si quieren buscarme, se decía para tranquilizarse y estaba seguro de que había tenido razón al salir del rancho, pero que había sido un error permitir que ellos se metieran dentro. Debí incendiarlo, murmuró mientras calculaba cuartas balas había quemado ya. Podría incendiar la casa ahora si me acercara, tengo que economizar los tiros, tengo que aprovechar cada disparo y no perderlo, cada bala debe merecer un quejido, cada disparo mío debe sacarles sangre a esos perros, y adivinaba que sus propias palabras no significaban seguridad sino desconfianza. Miró el cielo y respiró con fatiga. Podría acercarme a la casa y quemarlos un poco, decía, y recogió la carabina del suelo y, alzándose, se mantuvo encuclillado con una rodilla, apoyando en la otra el brazo que apretaba la carabina, descansaba todo el cuerpo así y comprendía que estaba muy cansado, pero deseaba mantener guardando, ignorando, apaciguado, pero siempre alerta, su cansancio, si comprendo que está ahí y no lo olvido será mejor, siento que si me tiendo en tierra me quedaré dormido y todo me parecerá ya lo mismo, sería feo, sería mi perdición, decía, sintiendo que otra vez comenzaba a transpirar y veía a la neblina descolgarse por las ramas de los árboles y ese rumor le hacía mover imperceptiblemente la cabeza para distinguir ruidos traicioneros que no fueran solo el agua goteando en las hojas, sólo el viento mojado, las estrellas ya no estaban en el cielo y las echaba de menos, aun para sentirse rabioso con ellas. Podía haber incendiado la casa, eso no habría sido bueno, pero comprendía también que la casa era la única señal, el único derrotero para encontrar a la mujer el sábado cuando viniera a verla después de almuerzo si logro quitarles un caballo y el día no está frío y tengo suerte. Le compraré un vestido nuevo mañana, después que duerma todo el día y tome un poco de vino para adquirir confianza y se me entibie la sangre, bajaré para el lado de la estación y le buscaré una bata bonita, de esas telas crujidoras que te dan miedo y risa y te hacen pensar en otras cosas y otros ruidos y quisieras abrirlas y romperlas y que no suenen que no suenen ni suspiren ni se quejen y sudas y maldices y tus manos torpes hacen que ella se te arranque, porque en cuanto mueves tus manos para tantear las piernas ya está sonando todo el trapo y no puedes tenerte quieto, porque hasta tu respiración tanteando los pechos los pelos de la nuca te delata y hace que el vestido se desmaye por la espalda cruja se rompa en estallidos y hasta parezca que se ríe en cierto modo de ti precisamente y ella se pone pálida se ponía cada vez más pálida cuando después de haber comido en Rancagua, él le dijo que se acostaran ya y ella se había puesto a llorar, a llorar muerta de miedo, como si él anduviera vestido de negro, muy flamante y lustrado, con esas pecheras duras y blancas y quebradizas como alfajores y los guantes tan ¡nocentes y regado todo él en whisky, hasta la solapa, hasta el pelo, la gomina tendría tal vez whisky también y mientras abajo sonaban los automóviles detenidos en la esquina de la plaza y subía con el viento el ruido y el olor de la multitud, ese olor evaporado de bencina y aceite y sol y tierra, tuvo rabia porque ella estaba tendida, doblada sobre sí misma, echando sus sollo/os en el vientre y le molestaba que sollozara así. ¿Por qué llora, entonces, por qué llora?, pensaba desconcertado y triste y lleno de vergüenza, porque cuando la había sacado del automóvil había comprendido perfectamente que ella también estaba bebida y si aceptas que te llenen la garganta de licor, ya con eso les das permiso para todo, decía tanteando la cama y queriendo sentarse a su lado. Si pudiera sentarme a su latió y que no se me arrancaran los pechos, ahora sí que la tendría, adivinaba, pero por qué llora tanto, pensó en voz alta y ella lloraba siempre, lloraba con mucha pena, y sonaba a dos cuadras el ruido del tren que venía llegando de Chillan. El tren se metía por la ventana abierta, remeciendo la casa y el humo también entraba por ella y ahora tenía el pelo de ella en sus manos, bajo su boca y se reía cariñosa echándoselo sobre la cara, desparramándolo por la almohada, y pensaba que era extraordinario que una niña tan chiquita y esmirriada pudiera tener tanto pelo. Le habrían pegado, la tiraron de las trenzas y I a echaron al suelo, pensaba con lástima y estaba seguro y ya no tenía remordimiento de haber disparado él primero, antes de que el automóvil huyera y había estado bien, además, que él hubiera venido huyendo y que se equivocaría y creyera que lo perseguían. Hasta el miedo sirve a veces, decía, besándola en la boca y ella quitaba sus dientes, sus labios tríos y él deseaba cerrar la ventan porque el ruido y el viento le recordaban siempre otras cosas y no quería recordar nada ahora, sólo su boca.
Se miró las manos y comprendió que necesitaba mucha firmeza si quería llega hasta la casa y quemarla, pero sintió ruido ahora y creyó ver llamas que surgían y bailaban en la ventana, llamas chicas y secas que volaban en el aire y caían al pasto y rodaban como pelotas. Son linternas, pensó rápidamente, sin deseos de tener miedo, pero bastante extrañado, encendieron linternas para venir a buscarme, creen que ya no puedo más y que tal vez no tengo balas y que estaré curado, el viejo les habrá mentido, les habrá ido a llorar que es fácil cogerme, habrá él mismo ido a buscar más linternas, a comprarlas al otro lado del puente, y como las luces de las linternas rodaban hacia él, alzó la carabina y mirando aún el pelo de la Rosa revuelto en la cama o flotando en el frío aire de la estación, tantos años, Rosa, tantos años, te habrás cansado de esperarme en la esquina de la botica, respiró largamente y apretó con fiereza el gatillo. Al inclinarse el hombre que iluminaba el camino, para saludarlo o para correr con más fuerza o para que le disparara mejor a la cabeza, lo pudo ver, era canoso, tendrá cuarenta años, cuarenta y cinco años, rodó hasta sus pies y le vio los ojos despavoridos, sonrientes o escandalizados y desde ellos corría una minúscula rayita de sangre, como hecha con lápiz, o cortaplumas, sin gracia y sin fiereza, estaba moviendo los labios apresuradamente, para no olvidarse de nada, para tener mucho frío y tiritar en consecuencia y tomarle ese gusto amargo y desesperado y terroso de la neblina que se le metía por la boca. Estaba a sus pies, empalagosamente pegado a sus zapatos y tuvo rabia, cogió la linterna que había rodado un trecho y que se había apagado, la encendió y envió la luz hacia los ojos que en realidad se veían un poco abiertos, acuosos y desagradables, llenos de vida, de indiferencia y de aburrimiento, el hombre roncaba un poco y él comprendió que había cogido la linterna porque estaba atemorizado, para buscar el sitio exacto donde colocar otra bala y sentía una sorda y subterránea inquina, unos deseos de sentarse y secar el sudor, de tenderse en la tierra fría y esperar que pasara la noche, que se desangraran éstos. Por éstos, por otros como éste. Rosa, Rosa, tuvo deseos de sollozar y metiéndose la linterna al bolsillo, echó a correr hacia los árboles, mientras las luces de las linternas lo buscaban y silbaban las balas y bajo los árboles corría un viento duro y lúgubre, empapado en neblina, la veía descender apresuradamente brillando en la luminosidad que se tamizaba a través de los ramajes altos. La noche estaba enrojecida y blanca y tensa, tan olorosa a neblina, desagradablemente impregnada. Tenía las manos ateridas y aun mojadas, será sangre, había pensado, mientras tenía la luz de la linterna apegada al rostro del hombre, será sangre mía o de él y comprendía que no sería necesario meterle otra bala y si lo hubiera sido tampoco lo habría hecho, porque todo había ocurrido tan de repente, tan de repente esto y tan sin desearlo, el hombre venía corriendo solamente, como corres tú, cuando quieres tomar el autobús o el último tren que se va para Cartagena y estás lleno de paquetes y aún el Toño está llorando porque le duelen las muelas y quería además que le compraras chocolate o pastillas o un caballito de palo con la cola encarnada y la Rosa te miraba afligida, te acercaba la cara afligida para que miraras lo asustada y preocupada y triste que se sentía y no te enojaras mucho y no gritaras como le gritabas en Rancagua y el grito era tan fuerte, que. allá abajo, donde estaba el restaurant, sentías nítidamente sonar los vasitos de ponche en el mostrador y sonaban también los dados golpeados contra la mesa mojada y el italiano Antonio y el griego Prinea y el turco Lama se reían y hacían sonar los vasos y tornaban a reír y estabas seguro, oyéndolos, de que aun habían abierto la ventana para que sus risas desconfiadas y escandalosas y sus cogotes curiosos y perturbados subieran rectos hasta el cuarto donde tenías a la Rosa llorando asustada en la cama y todo estaba oscuro y silencioso y entonces, sin haber dicho ya nada, abriste la puerta y bajaste por la escalera triste y enfurruñado, sin pensar en nada preciso, sólo en irte lejos una hora, una noche entera, la voy a dejar sola un par de días, y no tenías siquiera deseos de correr. Ël hombre tampoco habría deseado correr mucho, estaría cansado, seguro que ni siquiera habría comido, sólo el gusto del tabaco acre y el recuerdo del vino que bebieron en el casino antes de coger los caballos tendría en la lengua, en la garganta, pensaba caminando con recelo entre los árboles sintiendo a la neblina gotear sobre sus hombros y el ala del sombrero. Miró hacia arriba y la noche estaba cerrada y la neblina cada vez más espesa, como género, como lana o harina, te va a ahogar, Eloy, no me gusta, es horrible, tétrica, espantosa la neblina. Es tan fría, pensó otra vez después de un silencio, y pensó también en la Rosa. Cuando ella vio descender a la neblina, gotear por los techos hacia los árboles, los avisos luminosos, la caseta del carabinero, se habrá quedado angustiada y mirando el cielo rojizo y blanquizco y helado y desagradable, ese cielo que te rechaza como un vómito, entonces se habrá puesto cada vez más triste y se habrá ido para la casa a tapar al Toño. Tiene débiles pulmones el Toño, decía, sentado en el suelo, desde donde sentía manar el lejano y remoto y apaciguado perfume de las violetas que destallecían bajo la neblina, mientras quitaba el seguro a la carabina y el gatillo sonó seco y duro y alerta, como llamándole la atención no te descuides, Eloy, no te olvides que están ahí, detrás de las luces de las linternas te andan buscando. Las pequeñas lucecitas se veían mejor entre la bruma y se veían mejor, también, las sombras de los hombres apaciguadas y trágicas.
Cargó con sosiego y seguridad la carabina, apretaba sus manos en ella, con tranquilidad y costumbre y confianza, como cuando le ponía los calzoncillos al Toño, estas patitas, este potito, esta carita los hice yo, pensaba y lo miraba con fiereza y con ternura. A tantos que he deshecho, agregaba y acariciaba pensativo la cabecita del Toño y el Toño le preguntaba con la carita llena de risa, una risa que él no sabía ciertamente a qué se refería: ¿Estás loco, Eloy, estás loco, está cantando solo, Eloy, estás cantando? Y después: ¿Te quedan balas, Eloy, te quedan balas, Eloy? Y dentro, en la pieza, en la cocina, la Rosa se reía con temor y llamaba con clara voz al Toño, Toño, ¿qué haces Toño, ¿cómo se te ocurre preguntarle cosas al Eloy? Se reía en seguida a solas, con muchas ganas y muchos deseos y él miraba ,os ojitos del Toño, unos ojitos solamente insinuados, todavía no terminados, los mismos ojos de la Rosa dentro de diez años porque :.. los haces, pero no los dejas completos, después la enfermedad. la soledad, los golpes de la vida, los tremendos sustos, los van terminando, puliendo, gastando, como cuando el Toño tenía fiebre tú ponías tu mano en su frente, en su pecho y cogías su manito la estrujabas y pensabas que se iba a morir. Todo eso estuvo formando los ojitos del Toño, pensaba mirándolos brillar en el rincón del cuarto, mirando caminar a la Rosa, caminar su sombra por la pared, su cabeza sollozando por la pared, palpitando con la luz de la vela, oreando hacia fuera, hacia el cielo sucio e indiferente. El peligro en que estuvo la vida del Toño entonces sin poder salir él a buscar el médico, sin que pudiera salir la Rosa
por muchos días, lo había tornado nervioso y brusco y la sentía en la tarde llorar junto a la venían, mientras él, derrumbado en la silla, con el revólver en una mano y la otra en la rodilla, contemplaba la carita enferma hundida en la fiebre y tuvo pavor, verdadero terror, como cuando Miranda, el cabo Miranda, sin siquiera sentarse a su lado, ni menos sacarse la gorra y sacudir con ella el banco y dejarla en el suelo para darte confianza, sin siquiera decirte buenas noches Eloy o buenas noches bandido o colega mío o compadre te agarrotó la mano enguantada en el hombro y te dijo insolente y provocativo: ¡Entonces, vamos andando, Eloy! Entonces, entonces, cabo Miranda. El estaba sentado simple y humilde, sin recordar que era un bandido. Soy un bandido, se reía a veces para sí, tratando de comprender o de abarcar su destino, un bandolero, un salteador, he muerto a muchos y a muchos más mataré todavía, soy malo y sanguinario, cada vez. más cruel y sin entrañas, dicen los diarios, las radios, lo vieron rondar las bodegas de la estación, susurran las gentes despiertas en sus ranchos, cuando sienten galopar a un caballo, ese caballo soy yo, ese miedo soy yo, se reía con modestia, jubiloso y enfiestado, como cuando era un buen zapatero y todavía no vinieron los caballos trotando bajo la lluvia y se metieron al pasadizo y uno de ellos, aquél, precisamente, que después le serviría para huir, se había plantado frente a la ventana y la lámpara le alumbraba el hocico rubio, sensual y aristocrático, casi humano y golpeaba con él los vidrios para llamarlo y como el caballo lo miraba, no a él sino a su ocupación, a su destino, las herramientas humildes del oficio, la mesa, la silla, la lezna, la escofina, él empezó a reír y se ponía de pie, riéndose desconfiado, y sabía que tenía que desconfiar del viento, de la lluvia, del temporal que silbaba a media cuadra y mascullaba por el pasadizo, mascullaba su miedo la vieja y los niños se fueron a la iglesia a desfilar con los cirios y está lloviendo como en el Diluvio y cómo diablos van a salir con Cristo y María santísima bajo la lluvia y tendremos aguacero toda la noche y, entonces, viendo que las botas de los carabineros brillaban empapadas y aún corría un ancho brazo de agua bajo las piernas de uno de ellos, tuvo otro golpe de su gran miedo y deseos de estar al abrigo de todo, durmiendo solo, incluso enfermo con una fea fiebre y no importaba que la iglesia retumbara bajo el temporal porque él estaba tranquilo y había alcanzado a terminar sin apuro los seis pares de botas y los zapatitos blancos que colgaban tras la puerta y que iluminaban imperceptiblemente la penumbra. Estaba sentado humilde, esperando a la Rosa o al Sangüesa o al Toño, que le había ido a buscar un paquete de cigarros al otro lado de la plaza y como tenía un poco de frío y corría viento se había alzado el cuello del vestón y se quebró el ala del sombrero sobre la frente y ya se estaba durmiendo, soñando bonitas cosas, cosas fáciles y alegres, las horas que no alcancé a gastar, las aventuras que no me dejaron vivir los pacos porque llegó la tropa cuando estaba lloviendo y revolvieron toda la casa y entre los disparos sonaba al otro lado de la cal le el canto de la gente reunida en la iglesia y a cada disparo se oía la campanillita, estremecida de terror, y él de puro pánico y de temor que el miedo lo tapara íntegramente, hasta amarrarle las manos, hasta clavarle los muslos en la banqueta, se había puesto de pie metió la mano a través del vidrio y sintió que la carabina estaba fría, más bien un poco mojada con la lluvia y conocía, además, que estaba nueva. La mano enguantada en cuero, demasiado grande, mano de boxeador, tumefacta, hinchada, como empanada, como un riñon enfermo, esos que cuelgan en los mármoles del Matadero, había caído desde el cielo, desde el caballo, no se bajó del caballo mi cabo, pensó, mirándolo con odio en la penumbra, no me dijo buenas noches perro Eloy bandido colega camarada. Sacó una risa informe, como tos, una risa corta y enferma y empezó a levantarse de a poquito, midiendo su estatura y sintiendo que la mano del cabo no lo quería soltar y el cabo se reía feamente, de modo malo y con mucha seguridad. El se agachó, como cuando estaba en el centro de baile y era delgado y frágil y desenredaba un vals lento o un tango ceñido, se agachaba con suavidad, con dulzura y arte y aun se sosegaba un poco la orquesta para que pudieran contemplarlo los músicos y tendiéndose en el suelo se encabritaba con solemnidad y pasaba su cuerpo bajo las piernas que vibraban junto a sus manos. Comprendiéndolo, el cabo le miraba con paciencia, teniendo tiempo para llevárselo, vamonos juntos, Eloy, le dijo, mientras sacaba un cigarro y entonces, precisamente, cuando el cabo había sacado los fósforos y raspaba uno en el cuero de la montura y no lo soltaba a él por nada del mundo de la mano y aun habría querido cogerlo del pescuezo para iluminarlo con el fósforo y echarle el humo entre los bigotes y desmenuzarle la brasa entre los ojos, adentro de las pupilas, el Toño venía ya atravesando la calle y la calle nunca había sido tan ancha e iluminada y lo vio y comprendió que no debía venir y le gritó sacando su cuchillo, esgrimiéndolo sin que el cabo lo viera porque estaba mirando sonriente hacia la plaza y tanteando las riendas del caballo, imaginando alguna picardía, alguna pequeña y atroz picardía, un excusable accidente, una irreparable desgracia, pensando en el Toño, en lo bonito y cuidado y regalón e irremplazable que era. Se te parece el chico, Eloy, le dijo, raspando el fósforo y apretando la mano sobre su hombro y él gritando al Toño, alzando la mano para decirle que se fuera corriendo, había descargado el cuchillo sobre su propio hombro y sobre la mano enguantada y el fósforo había caído encendido sobre su camisa y empezaba a quemarlo cuando el cabo gritó, gritó alguna cosa endemoniada que nada tenía que hacer con eso, un grito es verdad que de dolor, pero de un dolor distinto que no correspondía, un grito de poca confianza, tampoco de demasiada extrañeza, y él sintiendo que el cuchillo le había alcanzado el hombro, la mano del cabo, el hombro mío, se había ¡do caminando apresuradamente, sin desear correr, sin necesitar hacerlo, porque el cabo Miranda ahora sí que se había bajado del caballo, cómo decía que no sabía hacerlo, ahora sí que se había sacado la gorra para saludar a sí mismo, a su cochina sangre, a sus sudores, a sus terrores y entonces, mientras lo sentía parlotear o gritar llamando a alguien, a alguien que estaría muy cerca, pues no gritaba mucho, y viendo que los automóviles pasaban iluminados con la llovizna y las luces atravesaban el agua y dejaban asomar trozos de impermeables y algunas piernas, algunas piernas lejanas y frías y salpicadas y los piececitos descalzos de los vendedores de diarios que gritaban desolados en la esquina, pero todos ignorando el banco, la plazuela donde el cabo Miranda, completamente solo en el mundo, estaba sentado bajo un árbol, agachado un poco hacia su estómago, como si quisiera mirarlo, mirarse hacia dentro, sin poder hacer, como convenía, el paquete de la mano rota y sintiendo él el dolor en el hombro, sintiendo que le ardía y pesaba cada vez más, había empezado a caminar tuerte y en la mitad de la cuadra estaba esperándolo el Toño y el Toño comprendía siempre, comprendía y sabía ser cariñoso para él y sabía hablar de otra cosa no sólo para disimular y que no oyeran las orejas que pasaban caminando por la vereda, sino que también para que no oyera el cuerpo, el pobre cuerpo desvencijado, asustadizo y miserable, el pobre cuerpo lleno de horror y de miedo de sufrir, de que se enferme otra vez el Toño, quería herir al Toño, estaba enfermo, estuvo tan enfermo el pobrecito, balbuceaba y lo miraba hundido en su camita, en medio de las brasas. Ahora es sábado Eloy, ahora es sábado, le decía el Toño, cogiéndose de su pantalón para caminar a su lado. Me duele el hombro, Toño, le dijo él para meterlo un poco en su vida, en su ropa rota y empapada y que el niño comprendiera que, aunque él le participaba de sus cosas, no lo estaba autorizando para meterse en ellas, para preguntarle nunca nada, como lo hacía la Rosa, la pobre Rosa tan bonita y tan intrusa. Me duele mucho el hombro, Toño, le dijo otra vez y ahora comprendía que tenía necesidad, precisamente ahora, de participarle al Toño su preocupación, que comprendiera que estaba herido y que le dolía mucho la herida. Podía estar más grande el Toño, suspiraba con pena, caminando a su lado, y el Toño le decía: Sí papá, sí Eloy, y como le había dicho esos dos veces comprendía también que el niño sabía realmente que él estaba herido, que sufría y que estaba preocupado, asustado no, pero preocupado. Tengo que irme esta misma noche, pensó en voz alta, tomando una decisión, apretando el paso y viendo que el Toño empezaba a correr a su lado y cuando llegaron a la casa hizo vibrar la puerta, empujándola hasta atrás con todo el cuerpo y caminando de lado por el pasadizo oscuro para no tropezar. Había tenido fiebre y sentía al Toño jugar a su lado, en la cama, cantaba cosas sin nombre y muy lejanas y tristes y alegres, lo sentía después correr afuera y tenía miedo, no lo dejes salir al Toño, no lo dejes salir a la calle al Toño, gritó y estaba llorando y la Rosa estaba inclinada sobre él y recogía con sus labios las lágrimas y siempre le tenía agarrado el hombro con sus manos, su manilo enguantada de blanco primero, después de verde, de café, estaba montada a caballo, en un caballo blanco y verde y se reía mucho, como embriagada, estaba muy pálida y muy linda y el viento le despeinaba el pelo, tiene tanto pelo, tiene siempre tanto pelo, pensaba, y ella se estaba riendo, vamonos juntos, Eloy, vamonos juntos, fumando el mismo cigarro, le decía y se reía, se reía mucho y él sentía sonar el viento y gotear la lluvia al otro lado de la pared, como goteaba ahora la neblina por las ramas de los árboles. El ala del sombrero estaba empapada y el viento removía la neblina y hacía recortarse con nitidez las sombras de los hombres que lo buscaban echando las luces de las linternas contra el suelo. Va a durar más la noche ahora, se dijo, sintiendo que con el frío le molestaba la antigua herida del hombro. ¿Qué habrá sido del cabo Miranda?, pensó, qué habrá sido de él, habrá quedado manco, lo habrán dado de baja, también me andará buscando para cobrarme la mano. Debí matarlo, ¿por qué no lo maté cuando comprendí que quería hacerle algo al Toño? Habrá creído que le tenía miedo y que no me atrevía ya a matar a nadie, porque los nervios no le servían ya sino para dejar una herida encima de la mano, una herida que no puede ser mortal, ni peligrosa, para que te disculpen y después no te busquen para matarte y te sirva de excusa y de testigo. Mi cabo, sólo lo herí en la mano, a nadie mata una mano herida, usté comprende, mi cabo, me olvidé de su corazón, ignoré a su corazón, ni siquiera sabía que lo tenía, es mejor no conocer las cosas que te pueden traer más daño, ahí lo hubiera muerto en el acto, mi cabo, pero solo lo golpeé en la mano y hasta me herí el hombro con el mismo golpe, para acompañarlo, para no dejarlo completamente solo y participar también de su misma herida, de su misma sangre, somos hermanos, compadres, colegas, camaradas.
Se rió, se rió con ganas, con frío, con desolación, con desconfianza, recogió del suelo las balas, que estaban mojadas y sentándose completamente para estar más cómodo, más entregado al propio destino, más en peligro y, por lo tanto, mejor sentado, de modo que le fuera, en caso necesario, más difícil levantarse, por ejemplo, para que comprendieran los agentes que no tenía miedo, todo estaba en no tener miedo, en dejarlo más allá de su carne, de tu sangre, de tu piel, es una borra inmunda que tienes que transpirar, que eliminar con la orina, pensaba, mientras limpiaba cuidadosamente cada bala con el pañuelo grande que le había comprado la Rosa en La Bola de Oro y se lo había traído lleno de balas de plata, de perdigones para cazar pajaritos y él se había reído sarcástico y desilusionado y después enojado y triste y deseoso de beber vino y arrojarse al río y estarse ahogando y pedir auxilio y las piernas de la Rosa brillaban blancas, muy blancas en la orillay un viento duro y tibio le golpeaba la cara y él gritaba aterrorizado y ella hacía señas con las manos, llamando a alguien que estaba lejos, no a ti, Eloy, tú yate ahogaste, vas navegando dormido hacia el mar, y respirando fuerte las iba colocando con cuidado en el bolsillo, como si fueran frágiles y comprendía que le quedaban muchas todavía, tal vez demasiadas. Cuando sea de día me van a sobrar demasiadas balas, se dijo, y al mismo tiempo echó la mano al cinturón para tocarse los revólveres que colgaban pesadamente en él, se puso de pie y vio casi a su lado, iluminado débilmente por la neblina, el canasto, caído de lado tal como lo dejó la mujer y suspiró mirándolo. No se lo llevó, verdad que no se lo llevó, se dijo y tuvo una inmensa alegría y comenzó a reír de gozo, sin comprender en un principio por qué aquello que ya sabía, y que sólo había olvidado, lo alegraba tan grandemente. Cogiendo la carabina se acercó y se encuclilló a su lado y sacó una mano para cogerlo, no lo cogió, levantó sólo la tapa, el pañuelo que lo tapaba, ahí estaba la botella, la cogió con firmeza, con verdadera hambre, pero no alcanzó a sacarla todavía cuando una bala reventó en el gollete y extrañado vio correr la leche y se preguntó de inmediato que por qué no salía la sangre, debió salir la sangre y sólo es leche, la leche que dejó la vieja, pensó y al decir la vieja pensó también que decía eso sabiendo que era mentira, porque estaba enojado con ella, desilusionado de que se hubiera ido, como si hubiera un engaño para él en eso, como si ella, de todas maneras, cuando apenas se conocían, cuando todo su conocimiento se reducía a unos cuantos minutos de pavor y amenazas que él había dado a ella y al viejo para que dejaran el rancho, tuviera cierta obligación en recordarlo y aun en esperarlo. Los eché del rancho, los eché y se fueron, pensó con ansias y atisbando con el oído alerta, porque estaba seguro de que le enviarían más balas. No debió irse, decía para sí y las palabras le remecían levemente en el pecho, cantaba con dulzura junto a su camisa, la llamaban de algún modo. No, no debió irse, decía, pugnando por levantarse, porque era la verdad que no podía hacerlo. Miraba la leche con estupor, es leche, pensó, sintiendo un dolor y un estremecimiento de atención y sospecha le remecía la espalda, la cadera, la pierna. No fue una sola bala, balbuceó con extrañeza, sintiendo, al mismo tiempo, que a través de la neblina que goteaba en su sombrero, se encendían llamaradas y un humo acre y húmedo se esparcía y volaba con pesadez y muchas balas, unas cuantas docenas, hicieron bailar al canasto y lo dejaron de lado, como me hubieran dejado a mí, estaban destinadas a mí, se había quedado pensando, mientras se arrastraba rápidamente y se escondía tras un árbol, sentía arrastrar sus piernas y, después de todo, eso no lo hacía con mucha dificultad, incluso lo había hecho con bastante rapidez, pues tenía todavía la botella en la mano y las gotas de leche resbalaban por ella y las miraba admirado y deseoso de beber un trago, sobre todo ahora que los agentes, aunque los sentía remover el pasto y los matorrales, todavía estaban lejos. No se atreven, dijo, no se atreven, y esto es bueno y comprenderán que aún tengo muchas balas. Estaba sentado sobre una pierna encogida y la otra, estirada de lado en el suelo, no le dolía, la sentía adormecida y ajena, distante, dormida y fatigada para mucho tiempo, y luego tendré el zapato lleno de sangre, pensó con pesadumbre y rabia y se llevó la botella a los labios y bebió con ansias, pues estaba débil y tenía, tal vez un poco de sueño. Será bueno dormir unas diez horas cuando se vayan ellos, suspiró. No. no los podré matar a lodos, tengo que meterles miedo y lejos, muy lejos, más lejos que lo que hubiera esperado, sonaban otras balas, tamizadas por la neblina que rodaba con dulzura a su lado y subía por la botella hasta sus labios. Bebió un largo trago y se sentía tranquilo y seguro de sí mismo, alertando las orejas y preguntándose contra quién más dispararían. Será contra el viejo y la mujer, pensó con simpatía y apretó con cariño casi la botella en sus manos. Era el único vínculo que tenía con ella ahora, pobre mujer, se lamentó, y no quería sino estar solo para estar seguro, fue el viejo, el histérico del viejo el que me obligó a echarlos, tal vez habría podido dejarles un rinconcito para ellos, no, no debió irse, murmuró con cariño, la compañía les habría servido a ellos y a mí también. Me gustaba, dijo, me gustaba, habría vuelto el sábado a verla, le habría traído algunas cositas y de repente deseaba saber dónde estaría, a dónde se habrán ido, se preguntaba con insistencia, mirando la botella y sintiendo a los hombres caminar sobre el pasto. Tropa de imbéciles, bramó con desprecio, si estoy aquí y casi no puedo moverme y no son capaces de encontrarme, hasta el chiquillo y el viejo y la mujer me encontrarían. Cuando se vayan ellos, me quedaré esperándolos aquí mismo hasta que sea de día. le daré una sorpresa al viejo, lo obligaré a agacharse para que me mire la oreja llena de sangre, para que conozca la sangre de cerca, tal vez le dispare a los pies para mostrarle que él también tiene una cuarta de sangre y eso es bueno y vive como si no lo tuviera. Bebió otro poco de leche, lo estaba uniendo a la mujer. ¿Dónde estará?, se dijo, bastante preocupado, mañana irá al hospital, tiene que ir a ver a la Juana, la Juana está hace dos meses en el hospital San José, le había dicho ella cuando él echó a empujones al viejo y el viejo rodó llorando y la mujer, con un tajo de odio en la frente, se quedó ahí mismo para molestarlo, para violentarle, la rabia que también le hiciera daño si se atrevía y era tan maldito como para eso. Dios sabe que no podía hacerle daño entonces, por lo menos el daño que yo hubiera deseado hacerle, con los gritos destemplados del viejo y con el chiquillo dormido plácido e ignorante en sus brazos. Dios sabe que habrías tenido que estar libre, libre en los brazos, sin otros ruidos entre nosotros que el de tu miedo, que el de mi sangre ardiente y recelosa, dijo mirándola desaparecer en la oscuridad. Sonrió con simpatía y la veía en la memoria caminando a su lado despaciosamente, cadenciosamente, con deseos de que le hablara para contestarle alguna barbaridad, esas palabras de odio que te apartan de la mujer y te amarran a ella de otro modo, porque entonces estás viendo otra arista de ella, otro perfil en su cara, otro rostro, el perfume de otros cabellos, un lejano e impreciso deseo, las personas inconclusas que tenemos dentro. Parecía otra hembra cuando caminaba y la miraba de espaldas y me gustaban sus caderas, casi grité para llamarla, pensó. Y por qué no la llamé, porqué no la llame, estaríamos en el rancho y tal vez habría sido mejor, le hubiera conversado al viejo, primero lo habría asustado y le habría puesto un revólver, los dos revólveres en las manos, uno en cada una, y le habría enseñado a disparar, lo habría obligado a que disparara, lo habría llenado de salud y miedo, de coraje y horror y valentía con el humo y el olor de la pólvora y el ruido engrandecido de los disparos, habríamos despertado al chiquillo y la mujer habría tenido que cantarle una canción de cuna, tenía una voz grave y profunda, ahora lo recordaba, y había hecho que ella le hablara, aun para que le dijera palabras de odio y desprecio, sólo para oír el tono tembloroso de su voz. Mujer con hermosa voz, una voz llena de cosas, de gente, de deseos no cumplidos, de horas de la vida no vividas,
mujeres con voces resonantes, con distintos timbres en la voz, cuando están asustadas o enojadas o felices y se ríen y echan a correr la risa que brilla entre las piernas, entre las ondas asoleadas del río y huelen a viento, olía un poco a violetas la voz de la mujer, recordó con ternura y deseaba verla ahora, ahora mismo, esta misma noche, cuando se vayan los agentes, les robaré un caballo, los deben tener por aquí cerca para llevarme amarrado cuando me dejen tendido. No me van a dejar tendido, murmuró con furia, adivinando que los hombres estaban cerca y que vagamente pasaban luces de linternas entre los árboles. Afirmado contra el tronco, como incrustado en él, estaba seguro de sí mismo y tranquilizado, estiró la pierna herida y el dolor era largo y profundo, adormecido y desagradable, pero comprendía que podía caminar perfectamente y aun con más bríos y fuerzas que unas horas antes, cuando salió de la casa y la mujer acababa de irse y él sentía todavía su presencia en sus propias manos, en su boca, en sus ojos, porque le parecía que la había tocado, abrazado y besado demasiado, pero no bastante y estaba seguro de que iba a volver el sábado a verla y que la encontraría bella y compuesta y esperándolo, sonriéndole con seriedad. Ahora no estaba seguro de que volvería, porque no le había gustado que se fuera, se fue incluso sin despedirse, sin decirle nada, buenas noches mierda, que te coman los agentes, salteador, que te acribillen a balazos y te dejen frío, eso le habría hecho reír a carcajadas y le habría hecho comprender que él significaba algo para ella, por lo menos para su odio, tan cercano el amor al odio, pensaba, son vecinos, viven juntos y se salpican, usan las mismas palabras y los mismos gestos, un mismo silencio los une y en las noches muy oscuras, sin estrellas, en las largas noches de invierno en la provincia, se están sentados en la cama, solos, completamente solos y sabiendo que están allí, uno al lado del otro, alimentándose de una misma gente, devoradores de carne humana, de bocas, de ojos que le comen y que comes y que no te olvidan, hila me olvidó, me borró, murmuró, levantándose de a poquito, agarrando la carabina y afirmándose como en un bastón, el cañón golpeó contra la botella y sintió entonces la inmensa soledad que le rodeaba, el grandioso silencio que palpitaba ahí mismo y lo llamaba para absorberlo, la carabina estaba llena de barro y había también mucho barro en los zapatos y el pantalón y las manos las sentía ardientes y la neblina goleaba sin premura, con olvido, desfallecida, sobre sus espaldas.
Cuando estuvo de pie se quedó respirando profundamente junto al árbol, respiraba con verdadera hambre, con verdadera sed, como llamando a sus recuerdos, a sus antiguos recuerdos olvidados para que participaran de su seguridad y de su desconfianza y no lo dejaran solo. Sabía que la pierna era una mala señal, no precisamente eso, superar esa pierna, tenerla herida era casi un error, un leve fracaso, ya no cuento con ella, pero tengo que ser capaz de demostrarles a los agentes que siempre soy Eloy sin mi pierna, que está enferma, que está cansada y como presa. No a ellos, a la noche, más bien, a la neblina, a las estrellas frías que brillaban cuando se fueron la mujer y el viejo, a ellos sí, al pobre viejo llorón, a la mujer sobre todo, sobre lodo para la Rosa, para el Toño, dijo después, bajando la voz. Para el Toño, para la Rosa, tengo que ser yo mismo, yo mismo y completamente entero, aun sin la pierna herida. Este era su compromiso, su consigna, a ver como peleas, Eloy, con una sola pierna, queremos esta franquicia tuya, no puedes negarnos esta ventaja, tú que eres tan feroz y tan valiente, déjanos en rehén tu pierna, te la guardaremos como tuya, será tu joya, tu amuleto, tu recuerdo, será todo tu retrato, no cuentes con ella, bórrala como a la Rosa, como al Toño, bajó la voz, bórrala como a la mujer, después, el sábado, un sábado cualquiera, dos semanas, tres semanas, le contarás todo lo que pasaba aquí cuando se fue ella y los hombres se llevaron los caballos y encendieron las linternas y bajó la neblina. De repente tuvo un relámpago de lucidez y comprendió que por eso era y de inmediato, la risa, una risa cansada y fea y olvidada y enferma le alumbró la cara. Por eso es, pensó, por eso precisamente es, no podía dejar de ser, estoy herido para eso, para salvarme, para que no me maten, es la señal que siempre he tenido y que jamás me falló. Rió despacio y largamente, se acomodó el cinturón con los revólveres y sentía que la sangre le pesaba en la pierna herida, que sentía un poco hinchada, una hinchazón, todavía suave, todavía con poco volumen, un dolor pequeño, solo para iluminarlo un poco, sólo para no dejarlo desamparado y que él no se olvidara. Estás herido. Eloy, estás herido, no te olvides de la pierna. No lo olvidaré, lo comprendía perfectamente y la miraba como a un pobre ser abandonado y solo, deformado y pequeñito e indefenso que estuviera a su lado, al que tuviera que resguardar y preservar de las balas antes que a él mismo. Su pierna era otra persona y tendría que prescindir de ella si quería defenderla y salvarla y salvarse el mismo como consecuencia. Como el Toño, como al Toño aquella vez cuando el cabo Miranda me plantó la mano en el hombro y vio que venía corriendo por el medio de las luces, listo para atravesar la calle, y una sonrisa maligna, una sonrisa llena de sangre se le iluminó el rostro feo y comprendí lo que él comprendía y entonces fue cuando clavé el cuchillo en su mano y, para estar seguro, en mi hombro, y apagué esa fea y sincera sonrisa, como cuando das vuelta la llave y se apaga la ampolleta. Así fue, así tendría que ser y miró con reminiscencia y pesadumbre su zapato completamente embarrado y en el que creía ver asomar ya un leve tamiz de sangre. Estoy seguro que estoy salvado porque tengo la pierna herida, era la señal que necesitaba y tendré tiempo el sábado de venir a ver a la mujer, le traeré remedios para la Juana, un vestido para ella y un rebozo para la neblina, traeré una mamadera para el chiquillo y otra para el viejo, rió siniestramente y comenzó a caminar quedo.
Cojeaba bastante y eso no le preocupaba porque comprendía que así caminaría convenientemente con más lentitud y con más cuidado, no hay cojo que no sea cuidadoso, pensaba, si quedo cojo, si quedo cojo ahora, a lo mejor seré un estupendo bandido, será mi marca de fábrica, mi gallardete, mi distintivo y esas zarandajas que usan los hombres de las películas. Pasaba con sumo cuidado la mano sobre la carabina, acariciándola, primero, recordándola, despertándola para que estuviera a su lado también y no lo dejara solo y no lo olvidara. Duerme con ella y con mi recuerdo, le decía siempre la Rosa, me lo dijo tantas veces en Rancagua, suspiró, y caminando quedo siguió pasando su mano por el cañón que estaba completamente embarrado, estaba frío y húmedo y la neblina salía de él como el humo de los disparos. He disparado pocas balas, se dijo, he estado flojo esta noche, me quedan muchos tiros, tal vez sería bueno que no me quedaran balas de carabina, si tengo los revólveres, si tengo los dos revólveres intactos todavía, debí dejarlos encima de la cama, habría sido una buena señal, señal de que de todos modos había de volver, los habría dejado hasta el sábado ahí, estoy seguro de que la mujer los hubiera mantenido siempre encima de la cama, tal vez dormiría en la silla, sentada en la silla, mirando la noche por la ventana abierta y mirando después los dos revólveres nítidos sobre la colcha. Serían un mensaje mío, unas palabras mías que comprendería sin comprenderlas, un rumor, sólo un rumor, esas frases que se dicen por el teléfono o cuando te estás bañando y la Rosa te grita desde la cocina y tienes las orejas y los ojos llenos de jabón y sólo el rumor acuoso como lavaza de las voces de muchas voces de la Rosa te llega hasta el baño y parece que ella está llena de gente rodeada de gente que está hablando cosas muy importantes y trascendentales cosas grandiosas harto dinero muchos viajes los grandes barcos solemnes navegando por la cocina piteando y humeando entre la ensalada de tomates y de cebolla y de porotos verdes se ríe la Rosa se ríe como una gran señora bajo su moño y te habla, te habla cariñosamente jamás te habló tanto y con tanta elegancia y no la puedes escuchar porque el jabón te llena la cara y estás ahora mucho más joven como diez años antes y tienes mucha más seguridad en la vida en los bonitos proyectos que pensabas realizar voy a hacerle un par de lindos zapatos al Toño anoche soñé que estaban colgados en la ventana y los descubría cuando le abrochabas la camisita y entonces te reías Rosa no te oigo, no te oigo nada, el agua te caía en la cabeza sobre el pescuezo te golpeaba con furia la espalda y te taladraba los huesos la Rosa se estaba riendo de algo muy gracioso se sentó en el sillón de felpa y cruzó las piernas y empezó a reír metódicamente de algo muy divertido estaba llena de gente la casa, el pasadizo, la escalera crujía y se iba derrumbar con las visitas que subían y bajaban afuera del baño había un montón de curiosos riendo y aguardando de dónde diablos salió tanta gente y qué quieren si ahora no me van a tomar preso decía si ya salió el oficio para el Juzgado y hasta tengo una copia debajo del colchón y de repente tenía miedo de que el oficio estuviera mal fundado o equivocado o fuera puro engaño del tinterillo Cárdenas y de que fueran los pacos los que estaban en la casa y la Rosa se reía para contarles cosas graciosas y disimular que él estaba en la casa y taparlo y esconderlo tras su risa y muerto de miedo y echando una mirada a la ventana toda empapada de jabón y agua agarraba la llave y cortaba el agua y cogiendo la toalla pateaba sobre las baldosas y escuchaba las voces y las risas. La casa estaba silenciosa y en ese silencio chisporroteaban con nitidez los huevos, el humo impregnado a fritanga se filtraba por las junturas de las puerta, cacareaba aterrorizada una gallina, imaginaba que estaría cacareando parada en la orilla de la sartén, alborotando con escándalo y la Rosa le estaba gritando con frenesí, vuelta y despeinada hacia acá, precisamente: hasta cuándo te pregunto si te sirvo ya los huevos. Se sonrió despacito recordando eso y sintiendo al viento remover las ramas de los árboles tuvo recelo y pensó que no era natural que el viento soplara ahora con tanta premura y urgencia y alzó la carabina y la puso bajo el brazo. Estaba junto a los matorrales, si no se hallaban los hombres escondidos tras ellos, aguardándolo, ahí estaría más seguro, sólo el viento sonaba soplando lúgubre y frío enviándole ráfagas de neblina que caían duras desde un cielo rojizo. Sentía frío y la leche le bailoteaba en el estómago y le producía náuseas. Sería feo que me enfermara ahora, pensó, sería divertido y ridículo, se morirían de risa los agentes, reventaría de risa el jefe de investigaciones y qué barbaridades crueles dirían los diarios, cómo me pintarían dentro de una botella de leche, encadenado junto a un biberón, sobre unas rueditas. Sentía que iba a vomitar, me estoy enfriando, dijo, y deseó caminar más rápido, pero no podía hacerlo y, sobre todo, había tanto silencio que si caminaba ligero haría mucho ruido y no podía dejar de hacerlo, pues era incapaz ahora, con la pierna herida arrastrando pesada y adormecida, de ser sigiloso para moverse. Sería bueno que me arrastrara mejor, pero será más fácil que me cojan, si te agachas ya estás un poco acostado y el acostado se entrega, los dormidos son como los muertos, murmuró oliendo el pasto junto a su cara, pues estaba muy cansado y hasta desilusionado, pero se sentía extrañamente despierto y también sabía que en cualquier momento iba a vomitar la leche y que si ocurría luego sería mejor, pues tendría unos cuantos minutos para transpirar con fatiga, para morirse sudando y resucitar en seguida con esa piel nueva, extranjera, y sin uso que te surge después que has agonizado en sudor.
Se arrastró despacito y no le gustaba que hubiera tanto silencio y fruncía el ceño con rencor y amenaza y la piel juntos los labios se le ponía tensa y dura. No me gusta el silencio, balbuceó. El silencio es mala señal, es solapado y traicionero, sería mejor que hubiera un poco de ruido, por lo menos que hubieran mantenido siempre encendidas las linternas, porque la luz es como el ruido. ¿Por qué las habrán apagado?, se preguntaba y sin encontrar una respuesta justa que lo tranquilizara. La noche estaba muy oscura, tal vez más oscura que antes, cuando las luces de las linternas se deslizaban blandamente sobre el pasto para buscarlo. No sé por qué las habrán apagado, se preguntaba con confianza, comprendiendo que si él pudiera averiguar por qué lo habían hecho tendría una venganza más y una carta más de triunfo en sus manos. Deben tener miedo de todas maneras, no sabrán que estoy herido, bueno, eso debe ser, entonces tengo que portarme como si no estuviera herido, dejaré aquí mi pierna y me iré caminando, ella estará herida, pero yo no, dijo con sonrisa seria, si me acuerdo de ella, me va a traicionar sin querer ni desearlo, tengo que olvidarla, ignorarla y se arrastraba y mantenía la carabina bajo la pierna sana y la llevaba cogida de la correa. Todo estará bien si dura un poco más la noche, se decía, mirando hacia el cielo encapotado, queriendo, al mismo tiempo, adivinar dónde estarían los caballos, tiene que tenerlos cerca, no pueden habérselos llevado muy lejos porque los trajeron para eso, para llevarme amarrado y estirado entre un par de monturas y ellos en procesión detrás, haciendo fiesta y disparando los tiros que les sobraron contra el cielo mañanero. Quizá esté lloviendo mañana, decía, sintiendo también que la leche helada le empujaba el estómago y quería subir hacia la garganta y lo angustiaba y le hacía tener miedo de enfermarse realmente cuando surgieron los hombres y él no tuviera ya tiempo para disparar, sino sólo para aliviar su vientre y su garganta y no morir ahogado con la leche, con esa horrible leche fría que dejó la vieja de intento para que yo la bebiera. Se le ocurrió que tal vez habrían dejado el canasto como cebo, después de conversarlo y ponerse de acuerdo con los agentes. Me habrán estado esperando, se dijo, y por eso el viejo lloró de modo tan espantoso y fácil y se afligía con tanta maña, porque tenía preparada y aprendida su tragedia. Por eso la mujer no decía nada, sólo que miraba con odio y con mucho silencio, porque la mujer que se enoja y habla, ésa está perdida, dice todo e incluso lo que no pensaba y deseaba sin saberlo, tal vez me habría pedido que la besara, pensó lejanamente y con lástima hacia si mismo ahora, porque sentía que empezaba a transpirar y le tiritaba la espalda. Para eso fue que dejó el canasto con la leche, para que me enfermara feamente, se dijo y sacó la carabina para agarrarse a alguna seguridad y miraba desconfiado hacia los matorrales y las copas de los árboles hundidas en la neblina, que se movían despaciosamente, con pesadez, dejando, de rato en rato, escurrir una larga y súbita manga de agua. Se arrastró durante mucho rato, respiraba con ansias, con deseos de coger todo el aire y el ruido que se agazapaba en él, ese ruido que se arrastraba imperceptible y seguro hacia él, como se arrastraba él mismo sin saber concretamente hacia donde. Es raro, decía, es raro que no hayan seguido disparando, debieron hacerlo en seguida cuando encontré el canasto y estire la mano y agarré la botella. Sólo dos balas, una la leche, otra para la pierna, pensó con furia, adivinando que en ello había seguramente un poco de burla y bastante desprecio como si él ya no valiera la pena, sólo muy poco, dos pesos, dos balas, como si no fuera tan
feroz y temible como decían en Melipilla y Vichuquén los huasos de los fundos o en Chena los parceleros de Santa Inés o los colonos alemanes de Peñaflor. cuando estuvimos allá con el Sangüesa y veníamos llegando del puerto. Sí, el Sangüesa sería capaz de cualquier cosa, de traicionarlo, de venderlo, de vengarse de él en la Rosa, como el cabo Miranda. De repente se acordó de que se parecían mucho al cabo y el Sangüesa. Un día se lo dijo, mientras mirando al mar esperaban que anocheciera y el humo de las carboneras llegaba hasta ellos mezclado con el chillido de las gaviotas y de los patos marinos y empapado en el olor húmedo del mar. Comenzaba a hacer frío y como estaban sobre las rocas, esperando que las luces comenzaran a prender en los cerros y en el cordón de calles que rodeaban la bahía, los almacenes de la aduana, el resguardo aduanero, el cuartel de artillería de costa, los fuertes, lo quedó mirando, lo golpeó con el codo, pues el Sangüesa estaba pegado a él y parecía ensoñado y él alcanzaba a tocar los pies, las rodillas, y sentía una cierta indefinible desconfianza, con enorme fatiga. Si se parece al cabo Miranda usté, Sangüesa. El Sangüesa se quitó el sombrero con un largo suspiro, con un suspiro que no parecía expedido por él, pues no era hombre capaz de suspirar, un suspiro fatigado, plenamente merecido, de alguien que está muy cansado, de un cargador de los muelles, de un mecánico de la maestranza. Lo quedó mirando a él y mirando el sombrero, lo puso sobre las rocas mojadas y lo escrutó honda, indefinidamente, sin decirle nada, se tendió sobre las rocas, arqueando un poco la cintura y colocando su cabeza entre las manos tendidas y cruzadas, la tornó al cielo. Es bonito el cielo, dijo, es libre, está siempre abierto, Eloy. Eloy miró el cielo y ciertamente lo encontraba repulsivo, desagradable, tibio y asqueroso como la mano del cabo Miranda, como esos ojos vegetales, neutros, líquidos del Sangüesa. No dijo nada, se sentía desolado, aburrido, deseoso de que la noche comenzara luego y que se nublara, que comenzara a llover, tal vez, hacia los cerros, hacia el cementerio de Playa Ancha, hacia Quintero y Los Vilos y el camino de Santiago. Podríamos estar ahora trepados en una carreta de bueyes que va crujiendo por la cuesta, en lo alto del puerto, dijo y semblanteó al Sangüesa sin mirarlo. Unas gaviotas cayeron junto a ellos graznando con miedo, mirando el agua negra, verdosa, que se removía siniestra, lejos, el cielo estaba todavía claro, celeste y tenue y ahí mismo parpadeaba con extraña fijeza la primera estrella. ¿No lo ha visto más?, le preguntó de repente el Sangüesa. ¿A quién?, dijo él casi con miedo y sabía perfectamente por quién le preguntaba, pero podría ser por otro, por alguien cualquiera, por algún amigo vivo o muerto, por un ausente, por el padrino de la Rosa, por el cura que rezaba la novena aquella tarde de invierno cuando llegaron los caballos atravesando la penumbra lluviosa y aquel caballo rucio y blanco, lustroso y bello, se detuvo frente a la ventana y lo miraba con melancolía, ciertamente con conocida confianza y empujó la ventana con el belfo para abrirla y relincharle con suavidad. Sentía las narices del caballo soplarle la oreja, buscando el pasto, el sol, y oliendo ellos mismos a pasto y a yuyo y a cielo abierto y a las ventanas iluminadas que se divisan desde el camino. ¿No lo ha visto, entonces?, le preguntó el Sangüesa, sentándose en las rocas y comprendía lo grande que era el sangüesa, recio y duro, enorme, tapaba casi todo el cielo, la porción clara del cielo, el puñado de estrellas que se desparramaban en el horizonte a ras del agua. Roto malo, rezongó él y eso era una respuesta. El Sangüesa se levantó y se fue saltando entre las rocas. Si, se parecía al cabo, serán parientes, primos o hermanos del mismo viejo, pensó con sonrisa dura. El Sangüesa saltaba con pesadez, como un enfermo que no quiere todavía llegar hasta su cama, hasta el sillón de ruedas, que no está, des luego, tan enfermo como dice, sino, más bien, temeroso de estarlo, de estarlo realmente y no poder ya saltar de roca en roca y caminar sobre la arena y arrastrarse hacia la casa, hacia las luces. Lejos ya, en la penumbra, el Sangüesa se volvió para mirarlo y desapreció en la arena, hacia la playa y él se quedó frente al mar, esperando que surgieran las luces violetas y alegres, limpias y aristocráticas de los cerros de Viña del Mar y las más cercanas, las del puerto, frente a la plaza Echaurren, hacia el cerro Cajilla, el cerro Artillería, el cerro Toro, el cerro Cordillera, el cerro Alegre, el agua iba subiendo hacia él y se dio cuenta de ello sólo cuando la vio fría y triste oleando sobre sus zapatos. Se levantó y se sentó un poco más arriba, mirando a los trabajadores que salían sombríos y callados de la maestranza y sobre ellos ululaba lúgubre la sirena del taller, amenazadora y rencorosa, pitaron los trenes en la estación, se escuchaban campanas hacía la plaza Victoria y voces, voces dichosas y despiertas, en el cielo claro a trechos, entre las nubes muy negras, pasaban campanadas leves, melodiosas, y entre ellas tardas gaviotas que tornaban de los cerros, en el mar se hundían con pesadez los barcos y olía el aire a mercadería, a azúcar, a té, a frutas, ese perfume podrido y cálido, amarillento, de los plátanos sumidos en la bodega, del café guardado en latas, en potes, en azucareros, en enormes azucareros floreados, pensaba, y se sonreía con melancolía. Sí, el Sangüesa se parecía al cabo Miranda, era quizá tan cobarde y traicionero como él, capaz de hacerle cualquier cosa al Toño, sin atreverse con él, no, no iría al almacén, que él subiera solo, no deseaba estar a su lado, caminar a su lado, agacharse junto a su respiración para entrar o para huir después. Ese sí es feroz, es cobarde, es malo desde los huesos, pensaba con miedo y asco, sintiendo, al mismo tiempo, que la leche le angustiaba el vientre y no lo dejaba respirar ni estar tranquilo, lo llamaba con urgencia para distraerle los nervios y la voluntad y que él se preocupara de eso solamente y no de vomitar, mientras los hombres se arrastraban con sigilo hacia él, hacia su pierna enferma que ahora estaba hinchada y bastante pesada y si encendían las linternas, todas las linternas y las echaban por lo bajo, de manera que dieran mucha sombra, golpeadas contra los troncos de los árboles, entonces sí que lo descubrirían, porque su pierna debía verse enorme y tumefacta y monstruosa si él caminara envuelto en un cerco de llamas. Podían haber encendido una buena fogata para encerrarme, dijo con un escalofrío, adivinaba que era una maligna idea, fácil de ocurrírsele a cualquiera, al Sangüesa, por ejemplo. Lo veía acarreando leña en la oscuridad, sonriéndoles desde la penumbra a los agentes y amontonando la leña a sus pies, como amontonando el odio para quemarlo con él. Estaba casi seguro de que el Sangüesa habría quizá provocado esa persecución. No es persecución, es cacería, Eloy, se dijo, te están rodeando sin que puedas verlo ni sentirlo, el Sangüesa lo sabe, él está con ellos, se parece a todos ellos y no sólo al cabo, agregó con energía, no sintiendo miedo. Recordaba cómo, en otro tiempo, el Sangüesa miraba a la Rosa, no es verdad que con deseos, porque no era franco, como no lo eran sus ojos amarillentos o verdosos; descoloridos y sucios, como los huiros, como la costra del mar, medio comestible, medio estomacal y doméstica que oleaba a sus pies aquella noche tan lejana. Sí, el Sangüesa lo habría seguido toda la tarde y ahora estaría junto a los hombres, cargando sus carabinas y cargando también la suya, para preguntarle por último: ¿Cómo dice, Eloy, cómo dice que me parezco al cabo Miranda? Miraría en la oscuridad, sin reírse alegre, con la risa despreciativa y tirante en su cara, como otra cicatriz, buscando entre las sombras de los árboles la figura del Eloy, el golpetero de su pierna herida contra el suelo, el rastro de su sangre entre las violetas.
Aquella noche había salido de las rocas cuando ya estaba completamente oscuro y el mar estaba tachonado de estrellas, pero también con nubes duras y hermosas, iluminadas, hacía calor, había humo hacia los cerros, incendio, tal vez, detrás del cementerio, hacia Laguna Verde. Se había ido caminando por la orilla de la playa, mirando los botes de los pescadores tumbados en la arena, las redes echadas a trechos en el agua, deseoso de actuar y de terminar pronto de hacer aquello que debían hacer, cuando sintió el llanto. Un llanto de mujer. Un simple llanto de mujer pobre. Nadie le hacía caso, estaba sentada, llorando, en las redes. Están mojadas las redes cómo no le molestan, pensaba, empezando a subir los escalones húmedos, y por qué llora, qué le habrán hecho, y por qué está sentada, no debiera llorar sentada sino derrumbada en la arena, hundiendo su pelo en ella, no está desesperada seguramente, ésa no se va a tirar al mar desde las rocas y simplemente querrá vender su pena, una pena pobre armada de cualquier manera, sin adornos, sin gracia, sin malicia, y había bajado a la playa con deseos de contarle eso a la Rosa. Está llorando, fíjate que está ahí, en las redes, entre los cordeles, apoyada en un ancla amarillenta y rojiza, gastando inútilmente su llanto en la suave brisa, porque los pescadores no la miran y pasan a pie pelado por encima de ella e incluso la habrán salpicado con un poco de licor o de agua de mar y le habrán mirado con atención los muslos, por simple inadvertencia, sin pizca de lujuria. Y se tendió junto a ella sin poder decírselo, porque estaba dormida, desparramado su pelo, pegada su cara en la suavidad de la arena, y el mar venía lamiendo el litoral, subiendo imperceptible por la arena, apoyándose con tiento, como los ciegos, ya lo olía con fuerzas y comprendía que si también se dormía, estaría en una hora encima de ellos y se derrumbaría con todo su formidable ruido y su gente extraordinaria, el mar es un edificio fantástico construido por Dios junto a las ciudades y un día se va a poner de pie de repente y a aplastar con sus escombros mojados, con sus marinos náufragos y sus enamorados suicidas a todas esas bandas de músicos y bailarines. Sentía a su lado las piernas de ella y estaban tibias y las tocaba y decía no debe ser muy tarde, están todas las luces encendidas en los cerros, serán las nueve, las nueve y media de la noche y recién estarán comenzando a servir la comida en el restaurant, y abrazado a ella aun podía divisar las luces de los cerros por entre su pelo, esas luces que rodeaban la costa y se perdían hacia Concón y Quintero, y pensaba, sería bueno que camináramos un poco y fuéramos a comer después a ese salón de ricos. Sentía hambre y aburrimiento y le tapó las piernas con las suyas, deben ser las diez, seguramente, dijo, besándole los pechos y ella abrió los ojos y se rió despacio porque el mar sonaba mucho, ahí mismo y se había tornado negro esperando para embestirles y aun les salpicaba la cara, y no habrían necesitado decir más para estar felices, sólo escuchar el mar que los juntaba, recogerlo en el rostro, en tus pechos, Rosa, en tus piernas queridas, dijo, y la besó en plena boca. Ella no se reía. Alzaba su cara de la arena y lo miraba. Rosa, dijo finalmente, tengo que subir hacia los cerros. Eso había sido el día antes, una noche como ahora, pero calurosa, ahora no, está noche hacía frío, él tenía frío y sin embargo, estaba ahí, pegado al soplo del mar. Atravesó la estación y caminó por las calles solas, sentía en sus orejas el tintinear de los coches de punto que pasaban por la calle Prat, veía los tranvías amarillos que doblaban en la esquina del correo y se perdían hacia la aduana, desterrados y apacibles, llenos de gente que iba leyendo los diarios de la noche o mirando vagamente las ventanas iluminadas, mirándose con extraña curiosidad criminal los rostros, las bocas, los pechos, la piedra del anillo en el dedo, pensando en el trabajo y en la puerta de calle, en la mampara, en el timbre, en las largas colas de gente que esperaba frente a los ascensores, apretujándose contra las rejillas y mirando con hostilidad, con horrible sufrimiento y cansancio los rieles que brillaban en la noche hacia lo alto del cerro. El olor del mar lo perseguía, lo rodeaba y le empapaba la frente, era casi un alivio para que él también pudiera subir hacia el cerro, mientras el ascensor pasaba a su lado, feamente iluminado, como sucio, y alguien lo miraba con fijeza, con sospecha, el cabo Miranda, tal vez, el Sangüesa, seguramente, habrá querido llegar antes, antes que yo y el manólo, decía, y deseaba tornar a la playa y sentarse sobre las rocas y no pensar en nadie ni en nada. Cuando llegó a la plazoleta se sentó bajo un farol y la luz le caía recta hacia el pecho, hacia las manos callosas y ennegrecidas, las manos que estaban hacía cinco años en el taller, a esa misma hora, a lo sumo las ocho y media o a las nueve de la noche, cuando iba atravesando frente a la Intendencia salía pitiando un expreso, pensó, eran las ocho de la noche, debí irme en él o en la carreta de bueyes, desde entonces que no cojo una lezna, ni una aguja, quizá me haría bien cortarme un par de zapatos o unas botitas de color para el Toño, con guincha de piel y con toperoles, decía para sí y sentía el ruido que hacían todavía, después de cinco años, cuando él los iba golpeando contra la suela y sonaban era verdad que de un modo especial, como si no lo hicieran sus manos, como si tampoco lo escucharan sus orejas, por lo menos como si él estuviera al lado afuera, en la puerta de la calle, mirando llegar la noche, o en la ventana, afirmado en los vidrios, como del caballo se afirmó aquella noche y él pensó que era la viuda del maestro Leiva que venía por las medias suelas. No va a venir la vieja con ese temporal, murmuró limpiándose las manos rápidamente en el delantal y entonces vio al caballo, una hermosa cabeza iluminada de caballo joven, podría ser mío, iríamos a repartir los zapatos al pueblo muy temprano, todavía con la noche encima, llevaría al Toño, pensó y sintió los disparos y rápidamente había apagado la lámpara y desde la oscuridad veía brillar las botas. Estuvo feo, fue una injusticia, exclamó, sin saber ciertamente que cosa era la injusta, si los toperoles que sonaban huecos y hermosos contra la suela y la iban iluminando como las estrellas el cielo o las luces la bahía hacía un rato, o la cabeza del caballo o el cabo Miranda o que el Sangüesa se pareciera tanto al cabo, es igualito al cabo, nunca miré la mano derecha del Sangüesa, pensó con un estremecimiento, pero se rió en voz alta con frialdad, burlándose de su pensamiento y se puso de pie para irse, pues una pareja de enamorados se hubiera sentado frente a él y susurraban y se reían, iluminados y ardientes; ausente de todo, tapados por el pelo de ella que revolvía con dulzura, casi con malignidad, el viento que bajaba del cerro. Si, habría incendio hacia los cerros, sentía el humo y, lejos, todavía abajo, en la ciudad, tintineaban las campanas de los carros de incendio y por todo lo alto, destrenzada y suelta, clamaba la sirena, con escándalo y desesperación, azuzando las grandes llamaradas que surgían robustas desde abajo, los gritos de los vecinos amagados o buscando las mangueras arrumbadas en los cuarteles lejanos, echó a caminar y nunca la calle había estado tan sola, sentía gritar a los chiquillos que jugaban en la oscuridad, pero no los veía, sería al otro lado de la quebrada, un viejo fumaba sentado en una puerta, hundido en la penumbra, y cuando él pasó a su lado lo quedó mirando con una larga, pegajosa mirada soñolienta y teniendo el mismo sueño, un poco de sueño, y pasaban voces a su lado, gente corriendo, no lo miraban ya no habrían podido mirarlo, por que hacia el mar, justo frente a los barcos, se veía el resplandor del incendio, una grandiosa luz crema y enrojecida, airada y trágica, casi triunfadora. Lejos, sonaba solemne y vaticinadora, siniestra y eterna, la sirena llamando a los bomberos, sonando como en el fin del mundo, llamando aun a los muertos, a los que murieron en el incendio de la calle Carrera, a los que fueron aplastados en el derrumbe de la avenida Brasil, partiendo el aire grueso y tibio que soplaba en la bahía. Envuelto por esa luz difusa y sangrienta siguió subiendo y llegó al almacén y sintió risas claras, despiertas, dichosas y despreocupadas adentro y también la voz de una mujer maliciosa y atemorizada. Sonaban lejos, un poco distantes, como si estuvieran en el subterráneo o en el segundo piso, con la ventana cerrada y la puerta con cerrojo. Agachándose, se metió al almacén y se apoyó en el mostrador para mirar o para esperar. Estaba en penumbra, pero iluminado por una ventanita de vidrios sucios abierta en lo alto, la luz estaba encendida, no la luz del almacén, sino la de la pieza del lado. Se asomó y pudo ver las perillas del catre, unos cajones de azúcar, unos chuicos de vino o de parafina, el olor del té llenaba la casa y sentía otra vez las risas, alejadas, como si fuera en automóvil o en el expreso a Santiago. Serán las nueve ahora, suspiró, iría por Quillota, en el almacén no había nadie, alzó la tabla del mostrador y se metió al dormitorio y apagó la luz, quedó muy oscuro, sintió miedo y la encendió nuevamente y cogió el revólver, pero no lo sacó todavía. Se acercó al peinador, cogió el revólver, pero no lo sacó todavía. Se acercó al peinador, cogió el jarro, un hermoso jarro de porcelana celeste y rosa, lleno de hermosas hinchazones floreadas y vació un poco de agua. Ya había-agua en el lavatorio, un agua jabonosa, con restos de pelo y en el borde un poquito de pintura roja, como colorete. Sería de ella, dijo de súbito, asustado, y cogiendo el lavatorio vació el agua en el recipiente, el agua sonó largamente en sus orejas, en sus sienes. Estaba jabonosa, llena de pelos sangrientos o de colorete, pensó con esperanza, cogiendo el lavatorio y vaciando el agua en el recipiente y derramando un poco en el suelo. Puso el lavatorio en el mármol y se lavó cuidadosamente las manos, mirándose en el espejo y encontrándose cansado, envejecido. Eres malo, Eloy, dijo, eres muy malo, pobre hombre. Cogió la toalla que estaba caída en el suelo y se enjugó las manos con pesadumbre, mirando con recelo hacia el almacén, caminó y sintió sonar sus pasos sobre las tablas, sonaban profundamente, hacia la calle, hacia arriba, hacía un momento antes las risas y las voces, bebían vino, se dijo, deseando él mismo beber un poco y echando una mirada melancólica a los chuicos entró al comedor. Es decir, no entró completamente, porque el hombre no lo dejaba pasar, es decir, las piernas del hombre. ¿Pasarías por encima de las piernas de alguien que se está muriendo, Eloy?, se preguntó y empezó a transpirar. Estaba caído junto a la puerta, como sentado en ella, como si hubiera deseado ponerse de pie para llegar hasta la mesa del comedor, o quizá hasta la silla, o tal vez hasta la caja de fondos, parecía que lo miraba, que le rogaba que le ayudara a quejarse por lo menos, tenía la camisa limpia, una camisa blanca, alba, se la plancharon anoche, se la planchó anoche ella, mientras él fumaba sentado en esa misma silla de Viena, mirando hacia el puerto el barco que venía entrando, el Santa María, de Nueva York, y puertos intermedios, con numerosos turistas que huyen del calor neoyorquino y mucha mercadería consignada a las principales casas importadora del puerto y Santiago. Junto a él estaba el cuchillo, un hermoso cuchillo nuevo, sin nada de uso y la mano agarrotada en el suelo parecía querer cogerlo todavía, no se veía sangre, sino sólo un chorrito que emergía del labio y también de la nariz, como de la muela cariada o efecto del calor que hacía esa noche. El retrocedió hasta el cuarto y las piernas del hombre quedaron iluminadas siempre por la luz difusa que venía de afuera, que entraba por la ventana con la luz del incendio y el lejano tañido de las campanas de los bomberos que se amontonaban frente a la Intendencia. Salió al almacén, mirando con recelo hacia la calle, ni siquiera corrieron la cortina, rezongó y caminó por el pasadizo y se metió al comedor. El comedor tenía todas las luces encendidas, como para una fiesta, la mesa estaba puesta, con el largo mantel rosado, las altas copas rojas, verdes y azules, las botellas de vino y el agua con hielo, la frutera donosa y encopetada, repleta de chirimoyas y uvas y tres cubiertos completos. La mujer no estaba precisamente en el comedor, sino que entre él y la cocina, acurrucada en el suelo, como durmiendo o esperando al amante deseado e ilegal, roncaba extrañamente, con persistencia, roncaba tanto que su boca entreabierta fue lo primera que él vio, su boca entreabierta, dolorida o esperanzada, sus vestidos estaban alzados y mostraban la pantorrilla todavía joven y deseable, tenía bonita cintura, pensó con lástima, tenía, tenía, Eloy. También había un cuchillo junto a ella, más bien bajo ella, sólo la cancha blanca y negra asomaba entre los pliegues del vestido. Con ése fue que persiguió al Sangüesa cuando él se levantó de la mesa y caminó hacia dentro, se dijo, queriendo recordar y se acercó a ella, se acercó para mirarla y mirar el cuchillo. Tenía el pelo castaño y las mejillas ardientes, encendidas y todavía frescas y llenas de vida, tenía los ojos cerrados, pero por entre las pestañas parecía que todavía podía mirar con coquetería y ensimismamiento, mirarlo a él, por lo menos su pantalón, sus zapatos. Jesús, qué desplanchado, Eloy, te manchaste el pantalón, límpiate las suelas antes de entrar, parecía decirle y parecía también que, hundida la barbilla, escondía su risa en el seno, una risa para ellos dos, para que no la oyeran el Sangüesa ni el Manolo. Se agachó y la sintió respirar profundamente, hacia otro lado, hacia otro país, hacia Limache o Quillota o la capital, decía, decía siempre que se quería ir para la capital porque ya estaba aburrida con el Hernández. El Manolo se acercó y le pasó un vaso grande de vino, repleto, él lo cogió, mirándolo, mirando al manolo y se agachó para bajarle el vestido, pero no se atrevió a tocarla a ella ni el vestido tampoco, estaba respirando íntimamente, hacía abajo, cada vez más hacía abajo, lo hacen cada vez más profundo, como cavando, pensaba, y se llevó la copa a los labios y entonces sintió reír al Sangüesa, una risa casi bondadosa, feliz o tranquila, simplemente una risa no asustada, no perseguida, estaba al otro lado de la mesa, entre las copas, entre los espejitos del aparador. No bebió y se miró las manos, mientras sentía el humo del incendio meterse imperceptiblemente por la ventana, dejó el vaso en la mesa, en la orilla, y salió al patio y el cielo luminoso estaba impregnado de un humo acre y fuerte y el Sangüesa se reía corto, haciendo vibrar la oscuridad y dentro de un minuto ya no reiría, ya no desearía reír y caminaría por las tablas hacia el patio, hacia él, y él anduvo en puntillas para no sentir sus propios pasos y se miró las manos en la claridad de la noche y las vio completamente, las tenía con sangre y tenía también sangre en el vestón. Sintió el gusto del vino en los labios y después el gusto de la sangre, las risas de la mujer, sus propias risas, tu risa, Eloy, te reías alegremente, olvidado ya de todo, olvidado antes de que ocurriera, sonaban entre las copas, entre los tenedores y los cuchillos, los cuchillos, habían tres encima del mantel, parecían grandes, más grandes que de costumbre, te pusiste de pie, Eloy, pero no sólo tú estabas de pie, también el Sangüesa, no sólo eso, viste bambolearse su espalda que se remecía leve, como lo haría más tarde al saltar de roca en roca y sentiste los gritos de ella, y los golpes, tus propios golpes, estabas agachado y furioso descargándolos, empujándolos como se empuja la ropa adentro de una maleta y se la sujeta con la rodilla para que no se reviente ni se abra más ni grite más estabas transpirando, golpeando todavía, fatigado y pesaroso, cuando se abrió la puerta y se cerró de inmediato con violencia, se rió largamente el Sangüesa y por la puerta abierta vio deslizarse los zapatos del hombre, unos bellos zapatos blancos, de verano, no para un viejo, no para un viejo, pensó y salió afuera, mirándose las manos que el viento del mar le arrebataba.
Ahora también la neblina se las empujaba con furia con naciente incuria, como si quisiera llamarle la atención hacia alguna cosa. Notaba hacia él como el viento aquella noche en el cerro, cuando salió del almacén, creyendo que el Sangüesa saltaría sobre su espalda. Es capaz de todo. dijo, debe estar ahora con ellos, él me ha vendido, estoy seguro de que él ha sido, él les dirá que estoy herido, muy herido, mucho más de lo que él espera y que me rodeen con un cerco de llamas, repitió, temeroso de que ellos pudieran haber oído lo que él pensaba, pues hacía rato hablaba en voz baja, para sí, conversando para sí, pero tal vez también para su pierna, que yacía a su lado, engordando y perfeccionando su herida, queriendo huir hacia el muslo, hacia el vientre, hacia los brazos, para sanar o para no morir sola, para abrazarse a él y participarle de la herida, soy tu misma sangre. Eloy, mi vida, soy tu misma carne y tienes que morir conmigo, vamonos juntos, le diría, desearía poder decirle. Se arrastró otro poco, alertando las orejas, sólo el gotear del agua se oía a la distancia y también el arrastrar sigiloso de los pies, creyó incluso oír unas risas apagadas, muy alegres y siniestras y sanas y dispuestas a todo. Risas incompletas y malignas de gente malvada y vengativa, de gente criminal viviendo en sus amargos trajes sombríos, porque ésa era la hora de ellos, la hora de los pequeños tristes hombres de la ciudad, cuando abandonan sus sillas y sus pupitres y abren los cajones y sacan los revólveres y pistolas, cuando ya bajaron la cortina metálica del bar y los borrachos que estaban discutiendo y gritando, amarrados por las cartas del naipe y por los rebordes del vaso de vino, ya se fueron hacia los hospitales y los cementerios, esas botellas que miras primero como a enemigas y después como a hermanas o queridas y por último se te olvidan y las amontonas a tus pies, y el mozo de rostro blanco y lampiño, de rostro sin pelo y sin pasiones, aun sin breves y mezquinas pasiones, que te atendía obsequioso y maquinal, mientras servía las empanadas rojas y perfumadas, ya se fue también, se fue espantosamente solo tarareando un horrible tango, hace rato que se fue caminando, atravesando el parque Cousiño, para seguir cantando aburridamente, bajo la oscuridad húmeda de los árboles, mientras pasean los últimos jinetes, los últimos caballos del Club Hípico y llega todavía, en un golpe de viento, el golpear de las patas que se hunden en el horizonte y en una postrer pincelada de crepúsculo asoleado se ven brillar sus grupas blancas y amarillas, negras y lustradas y cuando ya llegaron, la multitud se quedó callada, atravesada por un largo breve estremecimiento; era ya de noche y la luna delgada y tierna asomaba su copa tras los álamos. Se contarían cuentos, chistes, historietas para no quedarse dormidos e imaginar mujeres en la soledad y en el frío, mujeres apresuradamente formadas en las largas noches de invierno porque se está solo y se tiene tanta salud y pensamientos aplastados y alertas y afuera sopla un cierzo helado e implacable y faltan todavía cuatro meses, quince semanas para que se vaya el invierno y un día, un día cualquiera, por los vidrios que empaña el hielo, a través de las primeras hojas pequeñitas, silvestres y asustadas que se agarran a la madera, asoma un rayo de sol, nuevo, un poco verde, un sol seco y desabrido, pero envuelto todo ese rayito anémico en un perfume persistente, en un inolvidable perfume lejano, azul y blanco y tibio y rumoroso, un perfume empapado en el viento, en el agua que cae desde las altas rocas de la cordillera y brilla a lo lejos y muy abajo, agarrada a la orilla del camino, una brasa de fuego ardiente, unas llamas frescas, limpias y alegres y brillantes y vagan sombras tranquilas, abrigadas sombras que se asoman a los vidrios y se ríen seco y destapan las botellas de coñac, de pisco, y miran el calendario clavado en la muralla de pino, cuatro meses, cuatro meses largos todavía, diecisiete semanas, mucho hielo todavía, lloverá tal vez hasta el sábado y el domingo, a lo mejor, tenemos un poco de sol. No habrá sol mañana, pensaba, tendido a medias en el pasto y sintiendo otra vez el persistente perfume de violetas y estirando su mano adivinó que estaba junto a ellas y la mano le quedó mojada con ese perfume y se la olió con repugnancia y rabia como si aquello fuera un mal presentimiento y un engaño, un olor que lo llevaba otra vez a pensar en cosas débiles, cosas que no le permitían encerrarse en toda su fortaleza. ¿Qué se habrán hecho los agentes?, se preguntaba, deseando, al mismo tiempo, que, de todos modos, surgieran ahí mismo, al otro lado de los matorrales, ahí donde él adivinaba ahora que terminaba el sendero y brillaba una laguna y sentía el leve hilo de agua correr desfallecido, envuelto en la neblina que formaba copos encima de ella. Ahí estaba despejado el campo, los árboles estaban ahora más lejos y seguramente el rancho se encontraba al otro lado del largo sendero. Habré caminado unas cuantas cuadras, se dijo, y sintió al mismo tiempo que tenía rotos los pantalones en las rodillas, me he arrastrado tanto, balbuceó despacito, disculpándose y comprendiendo que no valía la pena siquiera pensar en eso, nada significaba haberse arrastrado así sino conservar la vida, ellos han pasado escondidos y serán unos veinte o treinta y trajeron los caballos y seguramente comieron bastante antes de trotar a buscarme, dijo con rabia y sintió mucha hambre, deseos de comer algo caliente, mas bien de beber un poco de vino y sabía que mientras tuviera esa maldita leche fría en el estómago, que lo enfriaba más y lo martirizaba, no podría actuar como él quería y tenía miedo de que ahora, ahora mismo, antes de que pudiera desocupar su vientre, aparecieran los hombres y comenzaran a disparar. No le gustaba este prolongado silencio, estarán conversando sus proyectos, estarán organizando una buena partida, querrán encerrarme por fin y cogerme vivo, pensó con recelo, pero cualquier cosa podría soportar, menos que lo cogieran vivo. Muerto sí. asesinado, acribillado, la sangre tiene cierta dignidad, por eso es terrible, pensaba, cualquiera puede ganar una buena muerte, hay que trabajarla, hacerla, labrarla con balas, por lo menos con un cuchillo, dijo, apretando con ternura su carabina, una muerte así vale la pena, es un trabajo limpio y concreto, es como hacer un par de lindas botas para el Toño con el cuero sangriento de una oveja, cualquiera no es capaz de morir peleando, la mayoría se suben a la cama en cuanto se les enfrían los pies, se tienden de espaldas y esperan a la muerte despeinados para que ella los peine, acostados para ser valientes, es bueno matar, pensó, es bueno morir así, no me cogerán vivo, tengo muchas balas todavía y las voy a gastar en ellos, quiero buscarlos para convidarlos y meterlos en mi juego y consumir mis balas en ellos.
Como creyó oír un leve, un apagado llanto de niño, se sobresaltó y poniéndose de pie se afirmó contra un árbol para oír nítidamente. Serán las cuatro de la mañana, a lo sumo las cinco o seis, pensó, cómo pueden andar con una criatura a esta hora, hace tanto frío tanta neblina, cómo pueden ser tan bestias y sin entrañas, y desconfiado y asustado, porque sabía que ese llanto, era para él, que estaba haciendo llorar a la guagua para él, para que comprendiera todo súbitamente, se apegó al árbol y
comprobando que el seguro de la carabina estaba perfecto y alerta el gatillo y firme y tranquilo y leal y completamente suyo el cuerpo del arma, su madera, su carne que llevó durante tantas noches apretada al cuello del caballo, al cañón que acariciaba ahora en una leve y estremecida despedida, no porque fuera a morir, no porque se fueran a separar para siempre, sino porque cuando ya estuvieran los hombres disparándole y gritándole cosas, ríndete, Eloy, no seas cobarde y muestra la cara, mira cuántos somos, somos tres docenas, catorce docenas, y acabamos de tomar desayuno y los niños que vienen hasta acá se acaban de levantar y aún tenían la radio puesta cuando se quedaron dormidos entre un par de buenos y generosos pechos, mira. Eloy, mira cuántas balas descansadas, frías todavía, te trajimos, entonces, cuando él tuviera definitiva confianza y agarrara el pescuezo de la carabina para despertarla y se enojara también y sintiera que él estaba con ella, despierto y furioso a su lado, peleando su misma rabia, cazando una misma clase de enemigos, entonces estarían juntos y también separados, sabiendo, a través de las breves llamaradas de los disparos, que estaban siempre ahí, apartados en medio de la noche, demoliendo los escombros, ciertas ropas, ciertos ponchos, ciertos sombreros siniestros que los separaban, rompiéndolos y volteándolos al suelo, hundiéndose en todo eso, echando maldiciones, sudando sangre y cansancio, teniendo calor y miedo y frío y sed y hambre y encendiendo otras llamas para pulverizar otro sombrero, otra mano, para apagar otros gritos y estar ahora un poquito más cerca. Efectivamente, un niño lloraba en los alrededores, sentía estremecerse levemente la neblina con sus gritos, como si se levantara y se fuera lejos y quisiera hacer que amaneciera luego y saliera hasta un trozo de sol invernal, un poco de sol para calentar a esa criatura. Qué andan haciendo con ella a estas horas, exclamó en voz alta, sintiendo desconfianza, pues sabía que ese
llanto lo estaba llamando, era como una luz de linterna, como una puerta abierta, ansiosa y engañadora, para que él entrara por ella. Tenía pena y sueño, deseos de caminar y buscarla, sabía que los hombres también lo estaban buscando, buscando al niño que lloraba, ignorándolo a él, pero buscando al niño, acercándose con sigilo al niño para taparle los pies, para acariciarle la cabecita y hacerlo dormir, no serán tan malos, pensó sin convicción y se puso de pie.
Al otro lado de la laguna vio pasar unas sombras, una tras otra, iban agachadas, buscando algo, mirando hacia el suelo, donde brillaría, llamándolos, el llanto del niño, lo sentía resonar en el agua de la laguna, estará en el agua, estará sentado en la orilla, muerto de terror, tendrá miedo del agua, estará sentado en la orilla, muerto de terror, tendrá miedo del agua, murmuró y se acordaba de aquella vez, hacía también tantos años, cuando habían salido con el Sangüesa de las casas y llevaban mucho susto porque las mujeres habían gritado demasiado, con exageración, qué les hicimos, qué les hicimos a ellas, después de todo, decía extrañado el Sangüesa, taconeando apurado y mirándolo con recelo bajo el sombrero que le sombreaba el rostro feo, donde se helaba una sonrisa cínica. Cómo podían llorar tanto y tan fuerte, reclamaba otra vez el Sangüesa y lo miraba fijo y temeroso para que él le diera una respuesta conveniente. Había una hermosa luna, una luna demasiado grande, demasiado redonda, gloriosa y candida, una luna frutal y perfumada, envuelta en celajes de azahar y limoneros, la luna no tiene sangre y es fría, ovillada en sí misma, dormida en su cueva húmeda, dijo el Sangüesa cuando estaban desatando los caballos que tiritaban de cansancio y frío, aunque no hacía frío sino más bien calor, un leve y delgado calor bajo el cielo alto y puro.
El no contestó nada y sólo miraba lejanamente la noche de luna. La luna estaba en todas partes. Había visto que el viejo, de bruces sobre la mesa, el sombrero a su lado y el revólver bajo él y la mano encima, estaba lleno de luna, la luna le salpicaba la cabeza y caía por la espalda sobre el satín encarnado del chaleco y le iluminaba con dulzura, con demasiada dulzura, el pelo canoso y las guías del bigote. Por qué los usaría tan largos y tan engominados, se había preguntado extrañado y con rabia, con rabia precisamente por eso, como si el viejo se cuidara particularmente el bigote y lo engominara y perfumara sólo para molestarlo. Cuando se acercó a él y lo sintió que roncaba en un comienzo de sopor o ensueño comprendió que el viejo tenía ya bastante, porque todo el pecho, la camisa y la corbata deshecha estaban empapadas y sobre todo eso caía también la luz de la luna y tuvo que limpiar el revólver con el pañuelo y la luna caía también sobre él y lo encandilaba. Las llaves estaban en el suelo, estaban mojadas también y se agachó él para recogerlas porque el viejo no las había querido soltar de las manos, y, agachado, vio que el viejo tenía unas lindas botas cate, color sangre, color fuego o cobre, como las que hacía antes yo, pensó, podría habérselas pedido, haberlas visto a tiempo y estaba seguro de que el viejo se las habría dado porque habría comprendido que al hacer ese pedido él no era del todo malo, sino comprendía ciertas cosas que no se dicen, que se respiran, que se explican y comprenden con los ojos, con el temblor de los labios. Estupendas botas, pensó él con remembranza, mirando otra vez la mesita y la silla, la ventana lluviosa y la cabeza del caballo que se diluía en ella, iguales a los cueros que yo cortaba, suspiró cogiendo las llaves y deseando poder haberlas visto antes para decírselo al viejo y poder meter un poco de simpatía en el horror, un poco de vida en la muerte, un par de lindas botas viajeras y estaba seguro de que sus palabras habrían sonado como una galantería y no como una amenaza y también como una sinceridad, incluso como un arrepentimiento y el viejo se lo hubiera agradecido y a lo mejor, entonces, le habría entregado las llaves. Le habría pedido las botas, debí decirle que me las regalara, se reprochaba mirando montar al Sangüesa que tenía la boca abierta en un gesto idiota de golosinería y apetito. Me las habría dado, dijo, me las habría dado y nada habría sucedido y le pasó la zamarra al Sangüesa que la alzó en el aire y dio unas bofetadas en ella y sonaron las monedas y las medallas y los anillos y se sintió él desolado y triste y comprendiendo también que debían irse luego, porque las mujeres gritaban mucho y ahora corrían luces por el interior de la casa y lejos, muy lejos todavía, ladraban unos perros, aunque él tenía la impresión de que ladraron todo el rato que ellos estuvieron en el comedor con el viejo y el huaina y pidieron vino y entonces entraron las mujeres y trajeron unos azafates con asado y unos jarros con vino y unos potes con dulce y los miraron llenas de terror y vergüenza y no sabían qué hacer al principio y tal vez por congraciarse su miedo sino que también su desprecio, le habían pasado a él, a él, precisamente, el pote con dulce, un agradable dulce de alcayotas, perfumado a campo, al agua del estero, al pelo de la Rosa a quien todavía no conocía y que tendría entonces unos quince años y dónde estás dónde estabas entonces vida mía y él cogió la compotera y miró a la mujer y vio que tenía una frondosa cabellera color de fuego, color de las botas del viejo, pensó con siniestra burla y se sintió triste, de súbito, una cara encendida llena de pecas, lindas orejas delgadas y rosadas y una boca grande y carnosa, demasiado carnosa, demasiado grande para sonreír con miedo o quejarse con pasión o coquetería, tal vez tampoco tendría mucho miedo y mírala seco, sin sonreír, mirándola no a ella precisamente, sino que más allá de sus ojos profundos y desteñidos, ojos de cielo en la madrugada, cuando vas galopando solo, Eloy, y todavía sientes los disparos tras de ti y las estrellas se hacen pequeñas y frágiles y son tal vez de vidrio o de escarcha tal vez de carne un escalofrío recorre el cielo y tu espalda te acaricia el pelo y tiene una forma de mano querida de vientre querido de boca grande lastimera y sarcástica, por la que sopla el viento un viento perfumado y ardiente, ardientes labios que se le querían burlar y para que comprendiera que se daba cuenta, había metido la mano en la compotera, toda la mano, y la sacó llena de dulce y se la llevó a la boca con gula y lujuria y desolación, mirándola siempre, mientras tras él, a su lado, el Sangüesa se reía con muchas ganas, con demasiada gracia y él sentía que el dulce estaba quizá demasiado recocido y comió otro poco y se acercó a la mujer y ella no retrocedió ni dos pasos, pero se puso más pálida, muy blanca y más bonita, y sentía que estaba temblando y olía de un modo exótico y mezclado y sintió rabia de que se hubiera querido burlar de él y miró al viejo y el viejo estaba con el reloj en las manos, un reloj de oro, grueso y grande como tortilla y lo miraba hundido en la oscuridad, donde brillaban sus labios húmedos con el vino y él le dijo, sacando el revólver, las llaves, viejo, las llaves, viejo, y lo malo había estado en que le disparó antes de que el viejo dijera que no quería dar las llaves, pero comprendía que nunca se las hubiera dado. Debí sacarle las botas al viejo, había dicho él diez minutos después, mirando a la mujer tendida en la cama, donde caía la luna, iluminándole el pelo, el hermoso pelo revuelto, estirado en la almohada y le caía por el pecho hacia las piernas. Lloró demasiado, pensó con amarguray desilusión ahora, pero la seguía mirando llorar, hundida la cara en el almohadón y él no sabía por qué lloraba ella precisamente y ni siquiera se lanzó por la ventana o cogió el espejo o la lámpara o hizo alguna otra cosa descabellada o trágica para defenderse o para matarlo o matarse ella misma. Son unas bárbaras malagradecidas, dijo el Sangüesa, echando al trote el caballo y agregando: Mire, Eloy, mire, compadre, pues en la casa habían abierto las ventanas y se asomaban ahora las dos mujeres gritando extrañamente, llorando, era la verdad y clamando de un modo áspero y trágico y solemne y desagradable

en medio de la noche envuelta en la luna. Nos están despidiendo, había comentado con una sonrisilla imbécil el Sangüesa, pero en realidad los brazos agitados en las ventanas, las cabezas despeinadas gritando hacia la noche, hacía el gran camino ancho por el que iban sólo ellos, parecía que los estaban despidiendo, muertas ya de pena y lejanía y morriña. Si serán peliculeras, dijo el Sangüesa echando al galope el caballo y él también galopó para alzar polvo del camino y echar un poco de mugre de ruido sucio sobre la plácida noche de luna, que se le pegaba a la camisa y el rostro y al recuerdo.
El Sangüesa será capaz, de todo, pensó apegado al árbol, sintiendo llorar siempre al niño, no lloraba ya, se adormilaba en un prolongado y dulce sollozo, como narcotizado por el dolor y la larga espera. Será la mujer, se dijo sin demasiada convicción, habrá vuelto, creerá que estoy muerto y desea pasar la noche en su propia casa, y eso le produjo bastante desazón. Cree que estoy muerto porque desea verme muerto. No, no podría venir el sábado sin pegarle, se dijo, hay que pegarles a las mujeres para amoldarlas a tu carácter, para meterlas bien en tu vida y que encajen bien con tu carne, como golpeas los zapatos para que se hormen a tu pie, es mala, está llena de soledad y miedo y ahora tiene despierto al niño para atraerme hacia ella y que los agentes me cojan desprevenido. Me habrá visto que tengo la pierna herida, a lo mejor, acurrucada en el pasto, cuando caminaba hacia acá, alcanzó a verme que estoy herido, estaría junto al canasto y no la alcancé a ver, les habrá dicho que me tienen asegurado, murmuró con rabia y deseos de vengarse. Claro que voy a venir el sábado a verla, le traeré un vestido, un vestidito lindo, se lo voy a poner yo mismo, dijo con odio, y hablaba ahora en voz alta, sin cuidarse ya y como no sentía llorar al niño, lo habrá ahogado, lo habrá aplastado contra sus tetas para que me sienta extrañado y perdido y salga a averiguar por qué no llora más,


pensó, y dio unos pasos alrededor del árbol, mirando hacia el suelo, hacia la laguna, hacia los árboles. Lejos, al otro lado de los árboles, se movían siempre las sombras y tuvo el presentimiento de que ya lo habían visto y que lo estaban rodeando y comprendió también que ya no podía arrastrarse, si lo hacía será su perdición y comprendió también que podría caminar, no muy ligero, pero con Cierta seguridad, con bastante agilidad para cargar la carabina y sacar las balas sin nervios. Miró hacia el cielo y fue un buen augurio verlo completamente cerrado y negro y rojizo. Me queda mucha noche, se dijo y comenzó a dar pasitos cortos en dirección a los árboles. Esto es bueno, esto es bueno, murmuraba, acercarse a ellos, tal vez he estado temeroso porque no los veo ni sé por dónde andaban ni lo que estaban haciendo. Cuando los vea y sepa lo que traman y los mire caminar y hablar y moverse y fumar para entibiar la cara y las manos, será malo para ellos y yo estaré seguro. Si pudiera ver algunas caras también sería bueno, sería bastante bueno, es agradable mirar el miedo pintado en sus ojos, en sus bocas, y hacer que comprendan que de todos modos voy a disparar, aunque tengan hijos, aunque tengan mujeres y padres y padrinos y compadres, dispararé mejor si sé todo eso, mientras más cosas despedazo con las balas será peor para ellos porque tendrán más miedo, si pudiera gritarles cosas habría sido estupendo, el Sangüesa me habría hecho falta para esto, se reiría con esa risa mala que despellejaba de horror a las mujeres. Es malo, balbuceó, se portó cruel aquella noche en la casa, bajo la luna, no tuvo para qué sacar el revólver cuando hay otras armas para eso, es un salvaje, es atraidorado el Sangüesa, cómo no iba a llorar y temblar la mujer y él decía que era otra cosa. Lo sentía reírse ahí mismo, con su risa fea, siniestra y perversa, estaba sonando junto al agua, e instintivamente caminó alejándose de la laguna y se acordaba que cuando atravesaban aquella noche hacía los caballos había mirado la laguna y vio extrañado y pensativo que flotaban en ella unas ropitas ahogadas de niño. tal vez una carita dormida a la luz de la luna, hundida en medio del agua. Sangüesa, ¿anduvo usté por los jardines?, le preguntó con voz lúgubre. Son bonitos los jardines, contestó el Sangüesa y no quiso decir más y lo miró con un coito relámpago de odio y amenaza y él miraba todavía la laguna envuelta en la luna y las ropitas del niño flotando en ella. Después no habían conversado nada y cuando estuvieron en medio del campo y serían las seis de la mañana y un sol picante y fuerte asomaba tras los álamos, habían detenido los caballos, se habían bajado de ellos y, sentados en el suelo, mientras el Sangüesa se liaba un cigarro, desenvolviendo su petaca roja y lustrosa y lo miraba extrañamente, para preguntarle qué le pasa, don, qué se le ofrece, don, una mirada un poco humilde, pero también cargada de implacable odio, de un odio descansado y aliviado, él había volcado la zamarra en el pasto para mirar y desparramar el dinero y las joyas y se las repartieron en silencio, como el naipe, y las había echado en el bolsillo trasero del pantalón, sin desear mirarlas, como el naipe, y después las había sacado de ahí y las había depositado en su chaqueta de cuero, en el bolsillo del pañuelo, en el bolsillo del corazón, don, le observó el Sangüesa, mirándolo risueño, media hora más tarde, mientras revolvía el café y el sol pegaba sobre el mantel de hule y adentro, entre las matas, salía el humo del horno, bajo el sol, y se elevaba el olor a tortillas y a leche fresca y alguien pasaba canturreando trotando por el camino. Tenía los ojos cansados con la luz, el sol daba sobre la carpeta y la taza era un ascua de calor y de luz del sol, había viento y afuera los caballos ramoneaban las hojas nuevas y lustrosas. Tenía pesadumbre y sueño y el Sangüesa había empujado la taza desocupado ya con bastante soberbia y había alzado una pierna y colocado la bota sobre la tranquera y sacó otra vez la petaca y lió un cigarrillo, apretando con furia, con premura y sosiego, los pulgares sobre el tabaco, ciñéndolo a él en la mirada, entre los pulgares, metiéndolo y mezclándolo con el tabaco, apretando sus dedos sobre él, que no lo miraba, pero lo adivinaba. Una mirada curiosa, llena de odio y desconfianza, había en los ojos del Sangüesa y cuando encendió el fósforo, la llama iluminó demasiado largo rato y el Sangüesa se quemó los dedos y los movió quedo en el aire, sin decir nada, pero sólo para significarle que esa llama era una advertencia y un aviso, no me confío de usté, don, no me confío y no dormiré a su lado de aquí para adelante, tan silencioso y se queja y grita y sol loza más que las mujeres, y salió tranqueando fuerte y desató su caballo y sin esperarlo se fue al trote, azotando con furia la cabeza del animal. No es a él a quien pega, pensó, levantándose callado y acariciando con ternura, con consuelo y descanso y olvido la cabeza y el pescuezo de su caballo. Cuando montó creyó sentir que el Sangüesa se reía a carcajadas, pero ya no estaba visible, había doblado la esquina y huía al galope bajo el sol.
Ahora, al sentir su risa sonando entre el agua y la neblina, ahora que no sentía llorar al niño, pensaba que el sangüesa sería capaz de entregarlo, tanto como la mujer. Sí, sería capaz, es bueno para tejer historias, miente de miedo, dijo, echando a caminar otra vez y dispuesto a todo. Caminaba apegado a los árboles, iba rápido y nervioso, cojeando entre claro y claro y cuando I legaba a un árbol se apretaba al tronco y respiraba hondo y se sentía seguro, hasta bastante optimista y cierto de que todo había de salir bien, respiraba con ansias, sentía el perfume del bosque dormido y el suave olear de la neblina impregnada también en olores vegetales que le acariciaban el bigote y le mordían las orejas. La herida de la oreja la sentía lejana y dura, amortiguada y distante, la pierna le arrastraba pesada, le molestaba, era más bien un estorbo que una herida, si no hubiera sido por ella habría podido arrastrarse con sigilo sin que pudieran oír, porque ahora, aunque caminaba con sumo cuidado, siempre hacia bastante ruido, de repente creía que arrastraba montones de hojas bajo los pies, sobre todo con la pierna herida y se detenía atemorizado para mirar el suelo y estaba seguro de que si los hombres se encontraban cerca lo estaban oyendo perfectamente y también lo estarían mirando. Corría ahora bastante viento que revolvía y le echaba hacia el rostro la neblina y lo hacía otear con desconfianza el cielo, adivinando que pronto, tal vez, comenzaría a aclarar. No queda mucha noche, no queda mucha noche y tengo que apurarme, dijo y cayó de rodillas, agarrándose fuerte a la carabina. Allá lejos, no tan lejos, al otro lado de los árboles donde se alzaban las matas y desde donde seguramente emanaba esa brisa cargada de perfumes de violetas que venía hacia él, se habían encendido otra vez las linternas, pero no se movían ahora, estaban quietas a medio metro del suelo, formando una larga fila, no deseaba contarlas, no lo creía necesario ni urgente, le parecía que era buen augurio ignorar cuántos hombres había ahí. ¿O no serían linternas? Son velas, trajeron velas, velones enormes, de la iglesia o del almacén, balbuceaba quedo y sorprendido, contando lentamente sus palabras, sintiendo que sonaban como monedas, comprendiendo lo terribles y definitivas que eran. En el almacén había cajones, muchos cajones con velas de esperma y cera, para los conventillos y los matrimonios, para la miseria y la salud, y fósforos, cajas de fósforos, latas de cerillas rojas y verdes, o terriblemente azules, para que me quemen ahora, pensaba y creía sentir el humo y el chisporroteo de esas llamas en la sacristía o en la cocina; pero era sólo la neblina y el pequeño estallido de las gotas heladas que escurrían en la oscuridad, como iluminándola, brillaban entre las ramas y se deslizaban espantosamente silenciosas por los gajos y las hojas hacia su manta y su sombrero, entreabriéndose en busca del calor no gastado que yacía acurrucado, acorralado y ahorrado en su carne. Empezó a tiritar y a tener verdadero miedo de enfermarse y sentía la saliva fría en su garganta y quería otra vez tener calor. Si tuviera un poco de espantosa y fatal fiebre me salvaría, pensaba con lucidez, y sabía que hablaba en voz alta y eso no era bueno. La fiebre es la vida, toda la gente y sus carruajes, el rencor, el coraje, la memoria eternamente abierta, ese malestar, ese dolor partido me puede mantener despierto y no me duermo, no me puedo dormir, porque si ahora me quiebro y debilito, eso sería el comienzo de toda la infeliz y fácil muerte, ni destierro, ni cadena, ni silencio, ni sosiego, quiero vida y amor, unas gotas de sudor, unas gotas de vida que siempre han andado conmigo, que siempre, finalmente, me sobraban intactas, sólo unas pocas horas, dos o tres horas de oscuridad como ésta, esta oscuridad enrojecida que les recuerda a ellos la increíble suerte mía que tanto terror les ha dado todos estos años, este último tiempo, estas semanas y días en que han enchado por los caminos los furgones y las camionetas en que cargan todo su miedo, y los reflectores para armarse un bonito camino y salir en mi busca e iluminar primeramente su terror, sus ojos abiertos, su sudor frío, buscando la huella de mis zapatos, la herradura de mi caballo, el humo de cigarro y de mi carabina, ni siquiera perros tengo ya, los maté o me los mataron, no me acuerdo apenas de sus nombres y no me importa, aunque tal vez lloré entonces y tuve miedo; me deshice de todo, de todo amigo y todo cómplice y toda debilidad, estoy solo y mientras más solo más seguro de mí mismo, nadie aquí, sólo yo, las balas, mis manos que serán lo último mío que me maten. Las sentía ardientes, apretadas contra los fierros y comprendía que esos trozos suavizados de fierro, de madera sobada y gastada, suavemente brillante, ese silencio que emanaba de su ropa, esa respiración cansada que salía de su carne, de toda su carne, era todo lo que quedaba de su mundo, el mundo era sólo eso para él y tal vez lo sea. se decía: el cielo humedecido lo rodeaba y preservaba, estaba cerca, muy bajo, podía tocarlo con sus manos, tajearlo con su cuchillo, todo eso le daba seguridad. Debo haber sido enorme y peligros galopando por estos campos, se dijo, queriendo recordar, pero no recordaba, y sus labios temblaron, separados de su cuerpo, como labios, dientes, lengua de olro. Soy enorme de todos modos, se dijo y se sentía pequeño y débil, pero no asustado, ni herido, ni en fatal peligro, sólo cansado, desilusionado, sentía una extraña e íntima soledad, la soledad del abandonado, pero no del perseguido, se repetía, para estar seguro de que eso era y para oír su voz, que era recia y no temblaba y mostraba toda su fuerza. Si no hubiera sido por los buhos que estaban allá, al otro lado de los árboles, como al otro lado del país, al extremo de la tierra, al final del invierno, mudos petrificados, pacientes y vivos, vivos a pesar de que parecían muertos, inanimados e inermes, pescadores prendidos a su anzuelo para extraerlo a él del fondo de la neblina y del frío de ese invierno interminable, de su intimidad y su abandono, se hubiera sentido descansado y deseoso de dormir, seguro de si mismo, de su ropa que sentía seca e íntima junto a mi pecho, su vientre y sus muslos; tendrían que llegar hasta ahí, hasta su carne y sus huesos y también más allá, más adentro, mas profundo, si querían cogerlo, o, por lo menos, matarlo, sabia que no lo harían, que no lograrían hacerlo, que no tendrían tiempo habilidad, ni paciencia, ni fuerza para conseguirlo; junto con la noche tendrían que fugarse, evaporarse fría y humildemente con la neblina, aunque no quisieran y aguzaba los oídos para sentir el esperado ruido de los motores que, perforando las tinieblas, dejarían escapar sus nervios y su verdadero miedo. Empezó a sonreír como ensoñado, pero al mismo tiempo un poco enfermo, enfermo de una enfermedad antigua que ahora surgía para traicionarlo también: una sonrisa contaminada de disgusto y de insatisfacción; y también de crueldad, sabía que le iluminaba la cara y el bigote, sabía que lo acompañaba y le daba confianza en sí mismo; que lo hacía más duro, inalcanzable y peligroso; la sentía seca, seca en su rostro, endurecida, como un trozo de tela emplástica un poco sucia, casi amenazadora; siempre tuvo esa sonrisa fuerte lista para sacarla a la superficie de sus labios, asomada a sus ojos, sabía que había fuerza y muerte en ella y que esa fuerza le servía a él para preservarse, que iba directa y malignamente a sus manos y sus balas, como una luz sólida, seca, que lo obligaba a estar despierto y desconfiado. Nada podrán hacer, nada podrán hacerme esta noche, es el invierno, decía, y el invierno es como Dios, total e implacable, y miraba hacia arriba el cielo rojizo, las ramas húmedas, la neblina que rodaba hacia él y envolvía sus botas; todo eso era el invierno. En el verano tal vez tuviera mala suerte; alguna noche de cálida luna, algún amanecer de mucho calor, de muchos deseos, cuando te duermes nervioso, belicoso, un poco apartado de unas piernas porque el sol fluye de ellas, el calor, la fiebre, la inseguridad o más bien la debilidad; desconfía, Eloy, desconfía de unas hermosas piernas, de unas irresistibles caderas, un par de provocadores, obscenos y duros pechos, que te atraen, te atraen golosamente hacia ellos, para que trepes por su breve e infinita ladera y te agotes y te pierdas y te hundas. Recordaba el ruido de las cañas cuando las iba apartando con sus manos, como iba apartando con sus mismas manos primero sus brazos, sus sollozos, su pelo, por Dios que tenía harto pelo la Inés, decía recordando y recordaba el calor de la noche y los zancudos y el pasto seco, que crujía partido bajo sus botas y, sobre todo,
la luz
de la lámpara que venía bamboleándose hacía ellos desde las vigas altas, donde colgaban tiras de frutas secas, cordeles, cueros de ovejas, unas correas nuevas, una lámpara que echaba una trenza de humo que se revolcaba y rodaba en lo alto y parecía mirarlos con desprecio, ignorarlos y enredarlos y sentenciarlos, y las sábanas, las sábanas blancas y blandas, también olían a algo bueno, esponjoso y prometido, algo deseado y buscado durante muchos años, durante toda la vida. Toda la vida te quiero apartar y romper y atraer hacia mí, decía, los hombres rompen mujeres para hacer hijos con ellas. Lo decía bajito, para sí mismo primero, casi con susto o con miedo de contagiarse de dulzura y debilidad, y ella le advertía, besándolo que estaba gritando y que no lo hiciera porque podían oírlos los perros. No gritaba, era ella quien gritaba, hasta se quejaba, un quejido que sacaba desde muy debajo de las sábanas, desde dentro de sus medias y sus calzones y sus frascos de crema y sus cajas con trapos y canastos con hilos de colores y agujas y alfileres enormes y guindas y hojas de género para adornar sombreros, y ella estaba aguardando, esperando un poco de ruido o de silencio, debía él pasarle un poco de silencio con la boca, un manojo de sosegado amor sellado y mudo, y deseo y sueño con las manos. La sintió frágil y enferma y terriblemente viva y ardiente bajo él y él sentía la sed en la garganta y miraba la lámpara que ni siquiera se mecía en medio de la noche cálida, que estaba recta, inmóvil y amenazadora. Habia tenido sed y hambre cuando trotó en la tarde hacia ella y ella estaba cerca de la puerta y la carreta, una carreta gastada y vicia, vieja vagabunda de anchas ancas, desguañangada y triste, poro esperando a alguien, a un forastero, al amor o al deseo o a la aventura que llegan a veces sucios y horribles y transpirados y contaminados de otras cosas, de otras bocas, de otras manos y atravesados de horribles pensamientos y deseos y ella estaba iluminada, empaquetada por el sol y el sol doraba las frutas en el techo, las empujaba hacia el otoño, hacia los frascos, los tarros y los vidrios y los vagones sombríos de la sombría estación, que estaba a dos cuadras, y él tenía la garganta seca, enorme, chicoteada con la tierra y la emoción y, por eso, cuando recogió las riendas del caballo, sólo vio el delantal ofertando sus pechos, tan blanco y planchado e indiferente y frío, que en seguida sintió el deseo de revolcarse en él para arrugarlo y deshacer ese equilibrio y esa tranquilidad y romper y mancillar esa blancura que lo amenazaba y hostilizaba, y vio su cutis, impecable y violento, que bajaba por su garganta con fría provocación y amenaza, lleno de deseos y de veladas promesas y maldiciones y pases de brujas y naipes y alfileres y muñecos, un cutis insolente y fogoso que separaba tajante el cuerpo de ella de los deseos de él; como el delantal, planchado y albo como él, que lo franqueaba con desprecio y lo desafiaba e insultaba sin palabras, sobre todo sin palabras, y también esa boca y esos dientes duros, parejos y malignos que salían apretados, apenas insinuados, y venían hacía él, hacía su carne, la carne de su boca, de sus ojos, y sonreían, sin embargo sonreían, espantosamente solos, analizando y descomponiendo al caballo y a él mismo. Cogió él las riendas hasta llegar al hocico y las apretaba remeciendo esas ramas, cogió la cabeza del caballo, estilizada y fría, y la atrajo hacia su cuerpo y palmeteaba despaciosamente, con tranquila rabia, el pescuezo, adelgazándolo, y se quedaba un poco cohibido, pero disimulaba y esperaba, y ella lo miraba sin decirle nada, sin darle demasiada importancia y, sobre todo, sin mostrar preocupación y miedo, y todo eso era una suerte y, en cierto sentido, una delicadeza y él agradecía y se sacó el sombrero y sintió el aire limpio que le ceñía el pelo transpirado y el sombrero estaba también transpirado y tenía vergüenza y sabía que ella estaba mirando lo espantosa e irremisiblemente sucio que venía ese extraño jinete por el camino solitario, haciendo el forjado exótico y debilitado para asaltarla y hacer cosas criminales o minuciosas con ella o pedirle rastros señas cicatrices direcciones nombres de personas fechas e itinerarios de trenes o de autobuses y tenía sed y hambre y deseos de sentarse en una verdadera profunda silla en la que te hundes durante meses de aguacero y viento; descansar, dormirse, desmayarse y enfermarse en ella, allá al fondo, donde brilla el alcohol como una brasa, y miraba el sol revolcarse apaciguadamente en el fondo de esos ojos verdes y profundos, un sorbo de agua bajo el pelo, a la orilla de esas cejas apenas insinuadas, formadas lo bastante para que terminara él de hacer ese trabajo, si lo daba tiempo y el sol se hundía luego, y una hora después era do noche y todavía estaba sumido su calor en los potreros, y lo traían una buena palangana de agua, fresca y limpia, para echar su costra, su miseria, su suciedad en ella, sus feos recuerdos en ese cuenco de agua. He pulido cueros y metales y muslos de mujeres bonitas y feas, pero siempre espantosamente difíciles, sonadoras y apetitosas, se dijo, empujando una bala, dos, tres balas, hasta que el catre se aplastó suavemente, un poco tímido, un poco deseoso de que no lo sintieran. Los ojos enormes, abiertos bajo él, lo cogían en su foco tibio y húmedo, ansioso y expectantes. ¿Cuántos años, cuántos meses, Eloy?, dijo, mientras se desabotonaba ella misma los botones y él se avergonzaba otra vez de lo sucio y asqueroso que venía y quería decirlo para disculparse. Demasiado sucio, demasiado urgido, demasiado asustado o nerviosos y pareciendo tan valiente y bárbaro y firme y hambriento y sediento de ellas y de la vida. Carne y vino son las mujeres, ellas son la vida en cierto modo, cuando las matas o las dejas, matas la vida, la calle la ventana, se muere la vida con ellas, ellas la contienen y la desmenuzan y reparten y arreglan y peinan y despeinan, la hacen terrible y digna, aunque sean feas, no hay cuerpo de hembra feo, ni caderas horribles ni muslos que no echen un endemoniado calor y se llenen de ojos y de manos, murmuraba y se sentía desfallecer con los recuerdos y con el frío y la neblina y deseaba que no lo abandonaran. Todo eso estaba lejos y tal vez ya no volvería. Pues ahí estaban los hombres. Los veía moverse, es decir, se agitaban alas de manta, los enormes cuellos de los ponchos, brillaba también la brasa de un cigarrillo y pensó que le habría hecho bastante bien poder fumar también un poco, pues sentía mucho frío y el estómago débil y estrujado, tanto que no deseaba pensar en él. Mirando las luces inmóviles de las linternas caminó hacia ellas, agazapándose en los troncos de los árboles. No es cosa de mostrarles el pecho para que me lo llenen de balas, decía desabridamente y no deseaba pensar que en otro tiempo salía al campo libre esquivando con desprecio y fanfarronería los troncos de los árboles y las paredes de las casas, sin miedo, sin absolutamente nada de miedo y con mucha arrogancia y seguridad de que nada mayor ni grave ni irremediable podría sucederle. Las luces estaban inmóviles, pero caminaban todas juntas, es decir venían rectas, toda la línea luminosa que formaban venía hacía él y él las miraba afiebrado y maravillado, como si lo hubieran visto y lo tuvieran amarrado y sólo faltara recogerlo. Me han visto, seguramente que me han visto, me han adivinado, me habrán sentido hablar solo, tal vez habré gritado, se decía pensando en el Sangüesa, en el niño que lloraba y le daba furia y recelo pensar que podría empezar a llorar de nuevo y le parecía que eso podría significar algo malo para él.
Estuvo mirando un rato las luces que avanzaban imperceptibles y sentía ya el leve rumor de las conversaciones, de las risas, de las toses ahogada. Alguien muy enfermo tosía cerca, con mucha angustia muriéndose ya, creía verle los ojos inyectados de sangre, agrandados por el terror de la agonía y la muerte, agachado hacia el suelo, tapado por el poncho de castilla y envuelta y volcada la cara que tosía con terror y desesperación en un pañuelo blanco. Sólo esa angustiosa tos rompía el silencio del campo, apagando todo, el rumor del viento en los árboles y el brillo de las luces de las linternas. Pobre, pobre, pobre, pensó, con tanto frío, con tanta neblina, está muy enfermo, se levantó anoche en medio del invierno, estiró la mano flaca en la oscuridad para agarrar el reloj despertador y transpirando todo entero, saltó de la cama tiritando de pavor y frío y abrió el postigo, la celosía, alzó la cortina de cretona vieja y, ahogando un feo sollozo, se fue a lavar al baño, el agua estaba fría y dura, le palpitaban las sienes y creía que se iba a desmayar y a caer al suelo y quería llamar a la Rosario, Rosario, el termómetro, el doctor, llama al doctor Sepúlveda, dame las gotas, tenía mucha fiebre y una fatiga, una suave fatiga que lo rodeaba amorosa y que le apretaba con amoroso odio el pescuezo y le remecía las piernas. Se lavó tiritando y después fue a encender el anafe, los fósforos nunca los encontraba y aun la ventana de la cocina estaba abierta y por ella se metía un brazo de viento sucio y frío, oliendo a neblina, la casa estaba en lo alto y la neblina surgía desde abajo, con furia y con mucha lucia, soplos fríos y plomizos que subían a buscarlo y le remecían la cara y le azotaban el pelo y el pobre pecho enflaquecido. Los fósforos no estaban, fue al dormitorio y llorando de apuro y de miedo, de enfermedad y angustia y humillación, estuvo gateando bajo la cama para encontrar la caja de los fósforos. Rosario, decía despacito, no para llamarla y despertarla, sino para acompañarse él mismo, para no estar tan solo, para tener una breve lux que le permitiera encontrar los fósforos bajo la cama, donde se perdían sus manos tanteando la bacinica, las pantuflas de la mujer, la mamadera del Enriquito y el diario de la tarde, donde, en la primera página, salía retratado Eloy, Eloy el sanguinario el feroz asesino que ha sido visto esta madrugada por los cerros de Chena que cometió un salteo en Melipilla, el último sábado y estuvo en Rancagua donde saqueó un hotel y un restaurant y el Ministerio del Interior la Prefectura de Carabineros los bomberos el Rotary Club, la Cruz Roja, las radioemisoras están alertas y preparados para salir en su busca, en su busca precisamente hoy que hace tanto frío y tanta tos, y maldiciendo, porque ahora había dado vuelta la bacinica, sudando de angustia y transpiración, porque había encontrado, por fin, los fósforos, pero ahora estaban mojados y acaba de saltársele un botón trasero del pantalón y la Rosario se movía en la cama, llamando a alguien que no era él, clamando con una voz ajustada y doliente, y tosiendo también en el sueño, llamando muerta de terror y ahogada se sentaba en la cama y tenía los pechos palpitantes fuera de la camisa y él estaba tan enfermo y estaba transpirando y la miraba desde lo hondo de la transpiración, se los miraba con un antiguo deseo adormilado, plegado y guardado para siempre y con una breve simpatía, una rápida simpatía, porque ya no aguantaba más y tuvo que sentarse en el sillón, donde estaban tendidos el vestido, la enagua, los calzones, y sudando y teniendo angustia y sonando en sus oídos la campanilla del despertador y la sirena de la asistencia pública, que subía lentamente hacia él, trepando por sus piernas, se había quedado dormido y llorando casi, sollozando de desilusión y miedo había despertado como a las nueve de la mañana y ahora sí estaba encendido el anafe, hermoso y rojo y reluciente, y la Rosario lo miraba con rencor y preguntando la hora, sabiendo que era la hora en punto, que estaba clavando el reloj siempre en la misma hora las nueve, las nueve, las nueve de la mañana ya se habrán ido ya se habrán ido, tosiendo, ocultándose y amparándose en su tos se había encaminado arrastrándose casi al comedor y tragado apresuradamente el café desabrido y tibio entre borbotones de tos que le empapaba de olor de café y de tostadas con mantequilla el pañuelo. Sintiendo mucha lástima por él y quedándose pensativo, estaba junto al árbol, mirándolo toser, tosía con angustia, muy enfermo, completamente enfermo, estaba doblado sobre las rodillas y en ellas, atravesada en ellas, tenía la carabina, toda su preocupación era toser con gran angustia, toser lo más fuerte que podía para quedarse solo, para quedarse libre y solo, sin la tos que te llena completamente, que te remueve hasta las uñas de los pies y te estruja el pelo, que te desordena la ropa y quiere quedarse sólo ella ahí en tus pantalones en tus calcetines en tus zapatos y te empuja te golpea te urge para que salgas y te llena de sudor y miedo y te empuja cada vez más para que la dejes sola y te hundas en el pañuelo, en el inmenso pañuelo que te acoge como el mar al ahogado, como el cielo lleno de nubes, como el camino lleno de tierra y le vayas hundiendo, alejando, muriendo, pero siempre vivo, cada vez, más vivo y desesperado. Teniendo mucha piedad por ese hombre, por el único hombre al que estaba dispuesto a no hacerle daño, te dejaré limpio, te salvaré como a lu pañuelo para que puedas toser a tus anchas, pensaba, mirando con sorpresa, sin nada de furia, tampoco con lástima o desilusión, sólo con sorpresa, la carabina atravesada en las rodillas del enfermo, y el enfermo tosía hacia él y lo miraba, le explicaba. Eslos son los elementos de mi oficio, Eloy, soy casado y tengo cuatro hijos y dieciocho años de servicios en la policía y cuatro en el ejercito, otros usan archivadores metálicos, máquinas de escribir y listas de enfermos de jubilados de fallecidos y horarios, horarios y horarios nosotros usamos balas grillos, terrores gritos, quejido, lagrimas, suspiros, traiciones, delaciones, mi escritorio está lleno de sangre, esta tierra, este campo, este pasto, son mi escritorio, estoy trabajando, soy como tú, Eloy, igual que tú, nos parecemos, tú todavía no toses, no necesitarás toser, amigo mío, hermano mío, compañero, estás en nuestra lista, aquí la tengo, tenemos muchos papeles, listas de vivos, de muertos, listas de vivos que hay que matar, listas de muertos, nosotros los matamos, éstas son nuestras labores diarias, el orden normal de mi trabajo, aquí están mis vacaciones, mi desahucio, mi jubilación tal vez, pero no es seguro, déjame toser, Eloy, Mirándolo toser con mucha lástima, se dio cuenta de que estaban todos ellos ya demasiado cerca, pues ahora sí que podía ver ciertos pedazos de rostros, las bocas sumidas y duras, las orejas enrojecidas y alborotadas, monstruosas, los grandes cuellos alzados, solemnes y tranquilos, tras las cabezas cubiertas con sombreros de paño, veía también las manos agarradas a las carabinas, teniéndolas un poquito de lado, como los remeros, los remos para navegar hacia él, para meterse en él y hacerlo pedazos, entero soy peligroso, tienen que romperme como a los bueyes en el matadero, para eso vinieron, sólo para eso y trajeron al enfermo, tal vez, para no verlo sufrir, para que no los siga molestando con su tos, despedazándoles los nervios y no dejándolos dormir, la Rosario le habrá pedido al jefe que lo traiga esta vez porque la tiene desilusionada y aburrida y tiene ella ya otros proyectos en sus piernas y no los puede compaginar porque la tos no la deja dormir y aun en la noche tose él con tanta fuerza que echa al suelo la ropa de la cama y entonces ¿por qué don Raimundo, don Eugenio, don Ismael no lo manda a cazar también al Eloy? A lo mejor lo desarma y aterroriza con la tos y de todos modos el Eloy lo puede matar y le haría a él el pobre una caridad y a mí un señalado servicio y lo miraría donosamente a los ojos, autorizándolo, incluso, para que le mirara con minuciosidad los pechos y para que, cuando ella se fuera, envuelta la cara en una sonrisa de agradecimiento, levemente sensual y prometedora, don Raimundo, don Eugenio, don Ismael le chicoteara la cintura con una mirada de fuego y le acariciara las piernas con una mirada vagarosa y hambrienta por donde trepaban los ojos como cucarachas ávidas y húmedas. No, a él no, a todos, a cualquiera, menos a él, déjalo que tosa tranquilamente, tal ve/ la tos le ayude a ponerse cómodo, se dijo, sintiendo que la angustia retornaba a su estómago y que otra vez tornaba a quedarse frío y soñoliento y que si no se movía, si no caminaba, se iba a enfermar definitivamente. Si me descompongo y empie/o a vomitar, el único que tendría derecho para ponerme la mano encima sería el enfermo, se dijo con sonrisa de simpatía y lástima, sin querer seguir caminando a través de los árboles, sin desear hacerlo, porque ya no tenía miedo, hacía mucho rato que ya no tenía miedo y no pensaba en nada ni en nadie, sino sólo en el hombre que tosía tanto y le tenía compasión y deseaba no hacerle daño.
Atraído por las luces de las linternas que iluminaban los rostros de los hombres y las cañas de las botas embarradas agazapadas en el suelo, salió un poco a la luz, a la debilitada luz que echaba la neblina empujada por el viento y caminó con tiento pegado a los matorrales. El enfermo ya no tosía, incluso se había puesto de pie y vio que se limpiaba la boca con tranquilidad y sosiego, con mi gesto de salud, acabaría de terminar el primer acto de esa tos, se decía, ya no está enfermo, ahora está completamente sano, ya dejó de manar la tos, ya cortó el agua, cerro la llave, ya apagó la luz y está solo y libre y robusto frente a mi, como los otros, es igual a ellos, juro que ahora no podría distinguirlo y que tengo perfecto derecho para matarlo como a los otros creo que le dispararé antes que a ninguno. Pensaba que hasta cierto punto era una inconsciente insolencia haber dejado de toser, porque la tos era la salvación de ese hombre, el emblema, el distintivo en la solapa, en la garganta, en el pulmón que le permitiria a él saber que se trataba de un enfermo, hacer distinciones bondadosas y humanitarias, porque Eloy, no, nunca fuistes tan feroz como te pintaban los diarios y como clamaba de ti la radio, pero ahora el hombre, el pobre hombre, en un gesto de desmedido orgullo, de amor propio no contaminado, había decidido no toser nunca más, quería ser también de la partida, un perro de presa más, ahora la carabina, que antes era una burla, un sarcasmo y un sacrilegio en las rodillas de ese moribundo, ahora ya era un arma y no un termómetro, un arma y no un ramo pintarrajeado de flores para la capilla ardiente, a lo mejor se muere aquí mismo, murmuraba él antes y después dirán que también lo maté yo, que yo le tosí esa muerte; porque el hombre estaba consumido y quemado y calenturiento, estaba seguro de que tendría mucha fiebre y que habría una aureola de resolana alrededor de él y que los otros, envueltos y refugiados en la neblina, lo mirarían dentro de su fiebre como en el zaguán de su casa, junto a un buen fuego. Ahora estaba sano, completamente sano, y eso era casi una irrisión, una trampa para él, a lo mejor ese hombre ni siquiera estaba enfermo, o si lo estaba no era agente ni carabinero ni detective, sino un pobre y auténtico.enfermo de hospital, un padre de familiacon un manojo de hijos cloróticos y huesudos, el marido de una mujer airada y trágica, que no tenía sino ese trabajo que desempeñar, salir con esa partida de perros emponchados, olvidar y maquillar un poco su fiebre, pero cuidar su tos, robustecerla y amaestrarla y estilizarla para que sirviera de señuelo, de carnada, de propaganda y aviso y que él, el eterno perseguido, sacara la cabeza desde detrás de los árboles, desde dentro de la sombra. Primero hicieron llorar al chiquillo, ahora traen al tísico, balbuceó con furia y poniéndose un poco de rodillas, comenzó a disparar hacia las luces. Disparó, en realidad, en dirección del hombre de la tos, que lo miraba, tal vez, con sorpresa y desengaño, pues no lo creería tan despiadado, le disparó hacia los pies, era verdad, lo había visto agacharse un poco, como antes para botar sus toses y pensó que quizá no lo había herido y como los otros, los otros, pero no el enfermo, le contestaban, quería decirle, con ese gesto, que en realidad así era y se metió casi entre los matorrales y. agazapado bajo ellos, metiéndosele las ramas por la cara, atisbo con desconfianza y furia. El hombre había comenzado otra vez a toser, tosía despacito, sin escándalo, con modestia y humildad, sin hacer demasiado hincapié en su tos, hasta con dulzura y educación, tosía con una suave voz ordenada, sin nervios, sólo para significarle, para enviarle con ella un breve mensaje, un conciso telegrama de urgencia, me heriste, Eloy, me heriste bien, a lo mejor demasiado bien, disparas maestro, muchacho, tal vez ya no muera de la los, (al vez ya ella no me sea necesaria, por eso toso, para decírtelo, para que lo sepas y comprendas, estoy tosiendo para ti, aiiiif.o, hermano, y ahora los matorrales eran sacudidos por las balas y las luces estaban más cerca y él retrocedía apegado a las hojas, experimentando una extraña alegría, una loca tranquilidad, una certeza feroz y sintiendo el suave perfume de las ramas mojadas, que le rayaban la cara y se le metían en los ojos. Soplaba el viento y atrás, donde estaban los hombres, se alzaban voces furiosas, voces de frío y odio y organización sentía sonar los fierros de las carabinas y olía el humo de una fogata, se sentó en el suelo, junto a la sombra, respirando corto y profundo y viendo que transpiraba y no deseando enfermarse, se arrastró agazapado, acercándose hacia el el ruido y las luces. Ya no escuchaba toser al hombre, no estará muerto todavía, pensaba con odio y rabia, deseando que tosiera para saber que estaba vivo, deseando sentirlo toser para poder dispararle entonces con mayor seguridad, su tos lo guiaría, podré mirarlo perfectamente y a lo mejor le entierro un par de balas en el pulmón, se decía y estaba todo transpirado. No se podía ponerse de pie, porque a través del follaje, sonaban las balas que slibaban suavemente, remeciéndolo con dulzura y atravezaban hasta el otro lado. Tenía mucho calor y una molestia en el estómago, no debí beber esa leche, me engañaron con ella, la vieja, el viejo, el chiquillo, lo hicieron llorar para engañarme, decía enumerando sus faltas y mirando su pierna hinchada y dormida. Han estado toda la noche engañándome, se habrán reído en la oscuridad de mí. mascullaba, viéndome tan crédulo y primerizo, y furiosos se puso de pie y caminó apretado a los matorrales, por donde se tamizaban suavemente las luces de las linternas. Una docena de balas silbó por encima, entre las hojas, y sintió el dolor en la cabeza y una trenza de sangre se le descolgaba por el pelo y tuvo un poco de confianza al sentir su tibieza y se agachó tranquilo, completamente alerta y despierto. El sombrero había quedado sentado encima de los matorrales y otro golpe de balas se lo llevó por los aires, para que sepa yo, para que no se me olvide que así me van a hacer bailar, se dijo y se echó al suelo y tendido en tierra envió una ventolera de balas hacia el otro lado, donde se deslizaban las luces y crujían las botas y sonaban las alas de las mantas. Hundido en la tierra, donde había muchas hojas mojadas, era difícil que las balas pudieran alcanzarlo y por eso pasaban entre las hojas, descuerando los tallos y partiendo los perfumes apretados y empaquetados entre los matorrales. Con una risa en la cara miraba y aguardaba, respirando hondo, mientras el hilo desangre le rodeaba la mejilla y bajaba hasta la boca,y sentía que lo acompañaba y lo acariciaba y lo dejaba más íntimo, con ella sola, en su soledad, no estamos solos ni abandonados, la sangre rumorosa le hablaba quedo, le decía que la Rosa, no te preocupes. Eloy, no te preocupes, está durmiendo con el Toño, verás que nos irá bien, que nos irá estupendo, sólo tenemos que esperar, siempre pensaste que nada te podía suceder, estás sentado en la oscuridad, pleno de confianza y seguridad, está bonita la noche y limpio y alto el cielo, no te preocupes, Eloy, se decía, sacando la lengua y besando y recogiendo su sangre, haciendo sonar el seguro y moviendo el brazo para alzar un poco el bolsillo y sacar más balas y meterlas en el cañón que tenía quebrado entre las manos. Tráiganme más enfermitos. mierda, gritaba empujando con inquina las balas dentro del cañón y sintiendo una enorme seguridad y olvidando su pierna herida y su estómago débil, se sentía capaz de estar toda la noche disparando y no desperdiciando las balas. Estaba seguro de que ahora todo iría mejor y de que el sábado vendría por aquí, en un trotecito plácido del caballo, llegaría al paso, trayendo un silbido soñador entre los labios, acariciando el pescuezo del caballo, sintiendo el paquete del vestido golpear contra sus piernas y oteando el rancho amarrado en una curva del camino, se bajaría con sosiego y sería capaz de sacarse el sombrero antes de golpear la puerta, golpearía para avisar que venia licuando y después agarraría la hoja de la puerta y entraría con todo el cuerpo, con el rostro tranquilo, sin sonreír. Metió la última bala alzando el cañón, buscó entre las luces para mcjorar la puntería y estuvo disparando en silencio. Disparó durante mucho rato con gran alivio, con mucha confianza, tendido en la tierra, con las hojas húmedas y perfumadas, habría podido estar toda la noche disparando hacia las sombras que se movían y recortaban entre las luces, se movían y hablaban con urgencia, apresuradas, como asustándose, como queriendo ignorar el miedo, el frío, la neblina, el cielo rojizo que les permitiría escapar. El viento soplaba en tanto con furia, alzaba las puntas de las manta aplastaba las alas de los sombreros contra los rostros y echaba a volar la tos del pohrecito enfermo. Tosía un poco más lejos, donde se perdían las balas de él, en dirección de los árboles que se movían con dulzura en el cielo rojizo. Estaría sentado en una piedra, tosiendo por mucho tiempo, derrumbado en un montón de carabinas que el viento y la tos remecían, se sonreía con dureza y respiraba fuerte, sintiendo los chasquidos de las balas pasar por encima de él y rodar junto a su vientre, tal vez, tal vez, alguna lo había alcanzado, le había remecido el hombro, como si quisiera echarlo a un lado para seguir volando, se agarró fuerte a él y cuando ya lo tuvo sujeto, lo tironeaba con fiereza, con cariño y con fiereza, urgiéndolo para que se levantara, para que huera, párate, Eloy, párate, por Dios. Teniendo las manos llenas de balas y comprendiendo que en el bolsillo no le quedaban muchas ya y extrañado de que tuviera tanta sangre en la cara, pues le manaba un chorro grueso y tibio, tal vez demasiado tibio y preguntándose cuándo, cuándo me dispararon esas balas a la cara y poniéndose un poquito de lado para que la sangre no le tapase el ojo, se estuvo poniendo en pie con sumo cuidado, como si estuviera rodeado de enfermos, de heridos, de guaguitas, de gatitos, de pollitos recién nacidos a los que con sólo moverse quedo podría aplastar y reventar. Se puso completamente de pie, urgido por el hombro, por el mismo hombro que le había agarrado el cabo Miranda hacía unos dos años. Lo dejé sin mano, le corté la mano y me la eché al bolsillo, se decía con furia, comprendiendo que no era cierto y mirando con fijeza para adivinar algo que lo amenazaba, estaba un poco agachado para disimularse entre las ramas y veía que las luces se apartaban, se quedaba su línea y se formaba hacia dentro, hacia los árboles, hacia donde estaba el enfermo tosiendo junto a la laguna, ahogando sus toses en el agua dormida, haciendo sonar el seguro y teniendo unas pocas balas en la mano para no perder tiempo buscando el bolsillo que se le perdía, se le iba hacia la espalda, hacia la nuca, tras el viento, tras el perfume de las flores y la humedad impregnada de recuerdos. Caminó agachándose hacia ellos, hacia los hombres, hacia las luces. Estaba seguro de lo que hacía, no tenía miedo, ni siquiera frío, miraba el cielo rojizo y descolorido para comprender que le quedaba un buen trozo de noche por delante, gastaré mis balas antes de que amanezca, los obligaré a irse, los empujaré hasta la laguna, se dijo, agachándose y disparando rendido en tierra, haciéndose el muerto y sobre él descendían las luces de las linternas y rebotaban las balas. Alzó el rostro lleno de sangre, y, apretando una maldición entre los dientes, disparó otra vez, teniendo la carabina contra su pecho y alzando un poco el cañón. El hombre de la tos, entre el humo o la neblina o la penumbra algodonosa que echaban las luces de las linternas tosía quedo, con tranquilidad, apartado de lodo eso, a él no le concernía sino su tos, debía cuidarla y vivir para ella, como los otros vivían para sus linternas, para sus carabinas, como él para sí mismo. A través de los disparos, que sonaban en sus orejas, en sus mandíbulas, que le remecían la pierna herida, lo sentía toser con dulzura, con claridad y felicidad casi y le tenía una inmensa simpatía, esa tos le decía algo, era tal una señal, un camino, le señalaba el derrotero que deberían seguir sus balas. Como no se dan cuenta, se preguntó mirando una hilera de ataúdes a través del camino, en el piso, hundido en el agua, poniéndose de rodillas y acurrucado tras una mata dura y seca y terrible, que ni siquiera estada mojada con la neblina, que no soportaba ni conservaba un solo atisbo de perfume y sintiéndose seguro así, se puso de rodillas y siguió disparando y tenía lágrimas de rabia en los ojos la sangre le caía de la cabeza y tal vez de más alto, de los árboles del mismo cielo enfriado y enrojecido, una sangre espesa y ardiente, desagradable y presurosa que lo trataba con dulzura, que le ceñia el ojo, la cara, que lo ceñía a él, a su pierna renorme y mostruosa, como un emplasto, como un beso pastoso e insoportable y entonces vio caminar hacia él al hombre pequeñito, lo veía muy bien, risueño el rostro redondo y moreno, como un cacharro de greda de greda, como un lustroso jarrito deTalagante o Melipilla dorado al fuego, al rumor del fuego entre las brasas del invierno pequeño y encantador y alzando sus manos cortas y abriendo sus ojillos verdes oscuros y amables y alegres y optimistas y risueños, caminó en la sombra apresuradamente hacia él y era seguro que hasta las linternas se habían apartado para permitirle caminar con sosiego y sin nerviosismo, pensó que desearía pedirle algo, contarle un chascarro, conversarle en una tregua, pedirle un cigarrillo, preguntarle si tenía frío, si precisaba un pañuelo para enjugarse la sangre del ojo o una taza de café caliente con pisco o cognac. Lo miró con simpatía, sin miedo, sin odio y sólo comprendiendo que así tenía que ser, sin poder olvidar y sin ser capaz de hacerlo, mirándolo sonreír, listo para reír él mismo, abriendo la boca para decirle unas palabras alegres, alzó un poco la carabina y estuvo disparando un buen rato y miró muchas llamas cortas que se encendían y todavía sentía los disparos y él mismo estaba caído en tierra y miraba siempre al hombrecito risueño, estaba también tendido en tierra, por congraciarse con él, por anudar una amistad, casi habría podido tocarle la cara, los dientes, si se hubiera movido, estaba sonriéndose siempre con la misma sonrisa, con esa sonrisa y esa mirada limpia que no había alcanzado a gastar, tan chiquito, tan enormemente chiquito, pensaba y veía que ahora estaba más blanco, untada con neblina la cara, los dientes que brillaban estaban llenos de neblina, le estaría haciendo una gracia, estará borracho, querrá engañarme, cómo no llora ni se queja, cómo no se pone a toser también, se dijo y tenía rabia y mucho calor. Sentía que estaba hundido en el agua, por lo menos las piernas, la pierna herida estaba completamente hundida en el agua y la sentía liviana y lejana flotando casi, pugnando por alzarlo a él, comprendió que se estaba deshinchando y si eso era cierto, sólo tendría que esperar unos minutos para poder levantarse y entonces sí que podría pelear mejor. Alzó la mano para coger la carabina y le dolió el brazo, lo tenía pegado al cuerpo y comprendía que era sangre, la misma sangre de la cara. Balbuceaba, pugnando por levantarse y sintiendo angustia y comprendiendo que iba a vomitar esa maldita leche, esa desgraciada leche, por qué no reventaron la botella, pensó con furia y miraba con recelo. Las
linternas estaban ahí. inmóviles, y le extrañaba que no se movieran, eso era ya para tener desconfianza y no moverse tampoco, no te muevas. Eloy, no todavía, y comprendía que todo él estaba empapado en sudor. Logró sacar la carabina de debajo de su pierna, era muy larga, mucho más larga ahora, le llegaba hasta el vientre y más lejos, la culata estaba junto a su pierna enferma, hundida en el agua, y sacarla le había dolido, la levantó con esfuerzo y mirando siempre las luces de las linternas inmóviles, que lo estaban aguardando o mirando, por qué me mirarán tanto, por qué no me disparan ahora, se dijo y echando una maldición, logró desenredar la correa y, alzando el cañón, lo acomodó justo en dirección a la cara del hombrecito sonriente, carita de maricón o regalón, le estaba tocando la cara, llorando de rabia y dolor y cansancio y desesperanza y no sabía él de qué más, por qué lloras, Eloy, por qué lloras, algo le decía hacia adentro, movía el seguro, acarició el cañón, no lo mates, por Dios, no lo mates, que es tan bonito, apretó el gatillo. Se llenó de humo, no sintió el disparo, sólo veía el humo rodeando la carita risueña, metiéndose en los tranquilos ojos abiertos, golpeando contra los dientes, alzando la cabeza olía el humo y oía los disparos, estaban disparando hacia él, todas las balas dirigidas hacía él, las habría podido contar, pues venían con mucho orden, tal vez con demasiado orden, pensaba con sarcasmo. Comprendía perfectamente que ya la noche se estaba yendo, pues las linternas estaban ahora apagadas y sólo el humo, el humo acre que se le metía por los bigotes y le agarraba el pescuezo y le cosquilleaba la garganta, recordaba las luces, el fuego, estaban disparando hacia él, pero no lo harían, ya no lo podrían herir nunca más, le extrañaba que las balas pudieran pesar tan poco, en realidad no pesaban nada, caían sobre él, sobre su vientre, sobre su cara, sobre sus manos especialmente, las balas eran como hojas, hojas muertas del otoño, nunca pensé que pudieran pesar tan poco, murmuraba, queriendo oírlas, no pesaban en absoluto, eran como el humo o el olor de la pólvora o los gritos de alerta, perdiéndose unos a otros, como cohetes pasaban por él y descendían y él comprendía que estaban ahí dentro, en sí mismo, rodeadas por su carne y su sangre que las acogían con inusitada fe y seguridad y ternura y sueño, estaban quizá perfumadas, narcotizadas, y él las recibía sin quejarse, tampoco con extrañeza, sin sentirlas descender casi, las veía más bien y ellas penetraban y atravesaban y tornaban y permanecían con él, acompañándolo de algún modo, no se sentía solo, comprendía que eran muchas, demasiadas, yo podría haber tenido tantas balas entonces, cuando estábamos en Peñaflor, o Las Condes, susurraba, cuando estaba la luna encima de la mesa y el Sangüesa se reía con miedo, son bonitas las balas, decía, bonitas y fieles, descendían hacia él suavemente, como flores, llenándolo de hojas y de perfumes, sintió al enfermo toser junto a él, parecía que estaba sentado a su lado, desearía conversarle, contarle la historia de su tos, cada tos tiene su historia, cada cicatriz su aventura, pensaba, sintiendo la sangre manar por su cara y taparle el ojo y comprendiendo que eso le hacía bien y le permitiría descansar, sonaban disparos a su espalda ahora, estaban tal vez disparando sobre su pierna hinchada, es el hombre de la tos, se dijo, sintiéndolo toser y trajinar por ahí, querrá deshincharme la pierna, y lo sentía toser y descargar las balas sobre sus zapatos y su pierna y hundirse en el agua que sonaba despacito, tenía una mano agarrada a la carabina, apretados los dientes contra la correa y la otra hundida en el agua, el agua que manaba de su pierna que surgía de los matorrales y subía hacia él para aliviarlo, para refrescarlo, sintió una angustia en el estómago y quiso alzarse un poquito y, sabiendo que el hombre tosía a su lado, alzó la cabeza y vomitó un poco de leche, se quejó con angustia y vomitó más y comenzó a transpirar y ahora estaba seguro de que se aliviaría y luego se podría levantar. Estaba completamente transpirado, tenía una suave fatiga y un calor muy agradable, estaba seguro de que pronto podría alzarse, el enfermo tosía con dulzura junto a él estaba pegado a su cara, podía verle las botas que la tos remecía y el sonreía con simpatía para que el enfermo comprendiera que él sabía que lo estaba acompañando, movió sus manos sobre la carabina para golpear la bota y que el hombre comprendiera que él sabía, logró mover la mano, empujó el cañón contra la bota y las botas se movieron y arriba tosió él. muy arriba, demasiado arriba, podría bajar y sentarse a mi lado. dijo con reproche y con deseos de que así ocurriera. El olor de las violetas se le amontonó en la cara, subía por su mano que estaba hundida en el agua y que se agarraba a las flores, nunca había sentido tan inerte y suave y persistente el perfume de las violeta. Son buenas, son buenas, se dijo y él se hundía en ellas. Tenía la caía llena de llores y los hombros, la espalda, la mano mirada también estaba llena de flores, qué bueno, decía, qué bueno que esto haya ocurrido ahora, con la leche no habría podido soportar este perfume y sonreía con cansancio porque en realidad estaba muy cansado y sabía que abrigado por las violetas podría echar un corto sueño, en media hora estaré listo decía, sintiendo al enfermo toser con dulzura a través de las violetas, como apartándolas para acercársele más. ya no podía verlo si seguían cayendo tantas flores, estarán creciendo sobre los árboles, trepando con la neblina, y puso la cara de lado en la tierra para sentir la humedad que lo aliviaba y se le comunicaba e impregnaba el olor de la sangre el olor de las violetas. La cara pegada al suelo, la movió un poco, otro poco más para dejarla junto a la tierra. La cara en tierra, de lado en ella, podía incluso mirar mejor. Ahora había más botas junto a él serían varios pares, tantos como tenía aquella noche en el taller junto a la ventana y llegó el caballo empujando el hocico contra el vidrio, eran botas nuevas y firmes y estaban embarradas, había muchas, unos, tres o cuatro pares, las demás se perdían en la sombra. Se fueron, agarraron miedo y se fueron, se dijo, se fueron en silencio para que no los sienta, se sacaron las botas para huir, las dejaron junto a mí para que las vea y no los persiga. Las veía completamente y comprendía todo eso muy bien. Dentro de unos minutos podría contarlas. El perfume de las violetas se le amontonó en las narices y ahí sonaba con dulzura la voz del enfermo, que estaba a su lado. Apartaba las flores para mirarlo y tosía bajito hacia su rostro. Aquí estoy, Eloy, aquí, aquí. Está aquí, pensó suavemente y pegó más la cara a tierra y se perdió.
Ahora se movieron las botas.

EL PADRE de Olegario Lazo Baeza Chileno


Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito:-¡Cabo de guardia!El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:-¿Estará mi hijo?El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo -repuso el suboficial.-Manuel... Manuel Zapata, señor.El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria:-¿Manuel Zapata...? ¿Manuel Zapata...? Y con tono seguro:-No conozco ningún soldado de ese nombre. El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea...El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:-Es el nuevo; el recién salido de la Escuela.-¡Diablos! El que nos palabrea tanto...El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor. Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:-¡Cazuela! ¡Cazuela!El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:-¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:-¡Cinco años sin verlo...!Más alegre, rascándose detrás de la oreja:-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja...!..."Uno de guardia", pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente. IEstaba en el picadero, frente a las tropas en descanso entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:-Lo buscan..., mi teniente.No se porque fenómeno del pensamiento, la encogida figura de su padre relampagueo en su mente...Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:-En este pueblo... no conozco a nadie...El soldado dio detalles no pedidos:-Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:-Está bien... ¡Retírese!La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura "le la posición de firmes, a cuatro pisos de distancia le ^rilo, tile ii ando con los l>ra/os romo un-¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecillo del campo... Dice que es el padre de su mercé...Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia, y repuso:-¡Váyase! Ya voy.Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia fuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos:-Te buscan... Dicen que es tu padre. Zapata, desviando la mirada, no contestó.-Está en el cuerpo de guardia... No quiere moverse. Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá.Al entrar, un soldado gritó:-¡Atenciooón!La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó:-¡Mañungo! ¡Mañunguito...!El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara.El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:-¡Qué ocurrencia la suya...! ¡Venir a verme...! Tengo servicio... No puedo salir.Y se entró bruscamente.El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.-Tome: para ustedes, para ustedes solos.Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito...!


OLEGARIO LAZO BAEZA (1878 - 1964) Es un escritor que conoce bien los entretelones de la vida militar por haber pertenecido al ejército desde 1898 a 1917. El asunto fundamental tratado por Olegario Lazo Baeza fue la vida militar. No tornó de ellas el aspecto heroico y las acciones bélicas, sino que prefirió entregarnos los pormenores cotidianos de la vida de cuartel y los valores humanos y personales, las pequeñas tragedias y vicisitudes que la caracterizan.A través de esta visión antiheroica de la existencia castrense nos presentó la condición humana del militar, los valores y defectos de la nacionalidad y el mundo rígidamente jerarquizado en que se mueven los hombres de armas.En la forma lineal en que se desenvuelve la narración, en la descripción escueta y precisa del medi ambiente, percibimos la fuerte influencia del cuentista francés Guy de Maupassant. Con un estilo muy sencillo logra crear obras valiosas, como: Cuentos militares, Nuevos cuentos militares, Hombres y caballos y El postrer galope.

Veraneando en Zapallar de Eduardo Valenzuela Olivos 1882-1948

ACTO ÚNICO
La escena representa el patio de la casa de don Procopio Rabadilla. En primer término, a ambos lados, puertas que dan acceso a habitaciones interiores. Alegran el patio numerosas matas de zapallo con sus frutos, destacándose visiblemente.
Al levantar el telón, don Procopio está sentado leyendo atentamente el diario, mientras doña Robustina examina unos figurines de modas, junto a una mesita de bambú. Hay varias sillas en amable desorden.

ESCENA PRIMERA
Procopio y Robustina.

Procopio: (leyendo un diario). "Se encuentran veraneando en Zapallar el talentoso abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza. ¡Qué tal el parrafito!
Robustina: Procopio... no me saques de mis casillas. En lugar de agradecerme lo que hago por prestigiar nuestro nombre por asegurar e! porvenir de nuestras hijas... por darte brillo.
Procopio: Sí... ya lo tengo en la tela de mis trajes.
Robustina: Intentas burlarte de mí... Procopio vulgar, hombre inútil.
Procopio: Mujer, no me insultes, si no quieres que...
Robustina: Infame. Abogado sin trabajo.
Procopio: (sin hacerle caso.) Veraneando en Zapallar... Afortunadamente no mentimos, porque este último patio de la casa ostenta unas hermosas matas de esa sabrosa legumbre.
Robustina: Claro. Muy justo. Muy natural. ¿Qué habrían dicho las amistades si hubieran sabido que nos quedábamos en Santiago?
Procopio: Eres insoportable mujer, con tus pretensiones ridículas. Tan bien que estaría yo a estas horas, dándome un paseo por las piscinas.
Robustina: Atisbando a las lolas... a las bañistas. Si te conozco, Procopio. Si sé que eres un eterno enamorado.
Procopio: Exageras, mujer. Lo que hay es que soy aficionado a la geometría, y a estudiar en el terreno las rectas, las curvas, los catetos y las hipotenusas...
Robustina: Pues, si quieres estudiar matemática, no tienes más que encerrarte en tu cuarto.
Procopio: ¡Ay, la suspirada libertad! Y se dice que las mujeres no mandan. Yo no sé qué mas pretenden las señoras con sus teorías feministas
Robustina: Nosotras somos las mártires del deber
Procopio: Y nosotros los mártires para pagar las cuentas de la modista, de! lechero v de todo..
i Ah!, esta vida es horrible, desesperante. (En alta voz y paseándose a grandes pasos). ¡Cómo encontrar consuelo, cómo hallar una esperanza, en dónde buscar amparo a esta crítica situación...!

ESCENA SEGUNDA

Dichos, Amparo, Consuelo y Esperanza.

Amparo (entrando): ¿Nos llamabas papá?
Consuelo (entrando): Aquí estamos
Esperanza (entrando): ¿ Qué deseas?
Procopio (primero extrañado, y recordando después): -Ah, de veras. Me olvidaba, hijas mías, que os llamáis Amparo, Consuelo y Esperanza, aunque precisamente sois lo contrario de esos dulces nombres.
Amparo: ¿De qué conversabais?
Robustina: ¿De qué ha de ser, hijas mías? De nuestra situación, de que tu padre no cesa de protestar por el encierro voluntario a que nos hemos sometido para guardar las apariencias.
Consuelo: Es una situación atroz.
Esperanza: Horrible.
Consuelo (a don Procopio): ¿Cómo no lograste papá, juntar dinero para salir a las playas?
Procopio: Porque los juicios son pocos. Ya la gente no litiga como antes, Ya se está convenciendo de la verdad de que "más vale un mal arreglo que un buen pleito". Y porque finalmente todo os lo habéis gastado vosotras en trajes, zapatos, bailes, etc.
Amparo (escandalizada): ¿Has oído, mamá?
Robustina: No le hagas caso. Por él ojalá salierais vosotras con trajes de percal, o sin trajes. Vuestro padre no sabe de lujo, ni de distinción (despreciativamente). Desciende de la familia de los Rabadilla; mientras que yo soy noble y de antigua estirpe... (con mucha dignidad y orgullo). Soy de los Ja-ra-mi-llos... Entre mis antepasados se encuentran un general y un obispo. Sería pedir peras al olmo pedirle a tu padre distinción, chic, savoir faire, confort. No pertenecerá jamás a la élite...
Procopio: ¿Quieres traerme el diccionario, Amparo, para ir traduciendo lo que me dice tu madre?... Es una suerte que me insulte en francés, porque así no me entero inmediatamente...

ESCENA TERCERA
Dichos y Luchito.

Luchito (entrando): ¿Hay dificultades?
Procopio: Sí, hijo mío tu madre...
Robustina: Tu padre era el que...
Luchito: En fin, la paz se ha restablecido. Me alegro.
Procopio: ¿Estabas estudiando?
Luchito: Sí, papá, inglés. Es difícil, pero ya me va gustando.
Procopio: Muy bien. Es un ramo útil. Sobre todo para entenderse con los gringos. Tú sabes que siempre andar como nubes por todas partes
Robustina: ¿Y cómo andan los repasos de geografía?
Luchito: Te diré. De la geografía no me preocupo
mucho, porque se está modificando constantemente.
Consuelo (siguiendo la conversación que ha mantenido con sus hermanas en un grupo aparte, en primer término): ¿Qué será de Carlos?
Amparo: ¿Y de Ernesto?
Esperanza: Es terrible no tener noticias de nuestros novios.
Consuelo: De seguro que irán a Zapallar por vernos.
Amparo: ¿Y al no encontrarnos se pondrán a cortejar a otras?
Esperanza: Por Dios. No quiero figurármelo. (Siguen conversando entre sí, animadamente).
Procopio (a Luchito): Es una vergüenza. Reprobado en tres exámenes. Y en cada uno con tres negras.
Robustina: Si hubiera sido con una solamente, habrías pasado bien.
Luchito: Lo mismo digo yo. Mi ideal habría sido salir con una sola negra... (Aparte). Con una negra picara: la Teresita que me quiere mucho. En fin, echaremos un vistazo a la ciudad. Treparemos al observatorio (Trepa en la escala que está apoyada en el muro.) Caracoles, ¿ Qué es eso? ¿Una humareda en la casa vecina?
Procopio (temeroso): Deja ver (sube a la escala.) ¡Dios mío, lo que faltaba: un incendio! Habrá que ir poniendo en salvo los muebles.
Consuelo: ¡Ay, Dios mío!
Esperanza: Ampáranos, Virgen de los afligidos.
Luchito: ¡Qué situación más ridícula!
Procopio (a Luchito): Corre, Grita. Llama a los bomberos.
Robustina: No... No.
Todos: ¿Eh?
Procopio: Pero mujer, ¿qué pretendes?
Robustina: Nada, que no podemos salir. (Imperiosamente) ... Que no sale nadie.
Procopio: Pero ¿estás loca, mujer?
Robustina: Nosotros no estamos aquí. Estamos en Zapallar, ¿entiendes? Si la casa se quema, nos quemaremos en ella.
Procopio: No me agrada la perspectiva...
Amparo: Pero, ¿qué hacemos?
Consuelo: Hay que pensar algo.
Esperanza: Yo me siento mal.
Luchito: Yo protesto.
Robustina: ¡Chits! Ni una palabra. El ridículo sería espantoso. A ver Luchito, sube al observatorio y ve si cunde el incendio.
Luchito: No, el humo disminuye. Parece que el fuego ha sido sofocado por los propios moradores.
Consuelo: ¡Gracias, Dios mío!
Procopio: Respiro.
Amparo: San Antonio Bendito ha hecho un milagro.
Esperanza: No. Ha sido San Expedito, santo que hace las cosas ligerito.
Amparo: Yo le hice una manda.
Esperanza: Y yo también.
Amparo: Yo un paquete de velas para su altar.
Esperanza: Y yo otro.
Amparo: Bueno, papito. Danos la plata para comprar las velas.
Procopio: Pero entonces, ¿qué gracia tiene que ustedes hagan la manda?
Amparo: Es que nosotros ponemos la intención, pero tú pones la plata.
Procopio: Lo de siempre: yo soy el eterno pagador. Bueno, niñas. Ya se está oscureciendo y es conveniente que os dediquéis a hacer vuestras labores. (Se van Amparo, Consuelo y Esperanza.) (A Luchito): Tú, estudiante reprobado, a repasar tus libros. A ver cómo sales en marzo. (Se va Luchito) (A su mujer): Tú querida Robustina, a zurcirme los calcetines. En estos tiempos no se pueden comprar nuevos. Y yo, me largo a la calle.
Robustina: ¿Eh?
Procopio: Claro mujer. A comprar provisiones para el día de mañana.
Robustina: De veras, me olvidaba. Bueno. Puedes salir pero vuelves luego.
Procopio: ¡Ah, claro! Anda, tráeme el, sombrero y el sobretodo. (Se va Robustina.)

ESCENA CUARTA

Procopio solo. Luego, Robustina.

Procopio (solo): Al fin. Voy a respirar aire, a estar un rato en libertad, lejos de la férula de esta reina del hogar. Compraré las provisiones de costumbre, las dejaré encargadas donde un amigo de confianza en casa de Jerez, en seguida iré a echar una modesta cana al aire y a beber unas copitas con unos buenos amigos que están veraneando como yo. Este Jerez es muy diablo. Anoche me facilitó para los efectos de esta aventura una barba postiza, con la cual podré andar tranquilo, sin que nadie me reconozca. (La saca del bolsillo y la examina.) Por cierto que no le he dicho ni una palabra a mi mujer de este disfraz. (Hace aspavientos y habla mientras oculta la barba en su bolsillo.)
Robustina (entrando y sorprendiéndolo): ¿Qué es eso?... ¿Que estás hablando solo? ¿Qué significan esos movimientos?
Procopio: Problemas, hija mía. Problemas...
Robustina: ¡Ah!
Procopio: (después de ponerse el sobretodo y el sombrero): Bueno, mujer. Hasta luego.
Robustina: No tardes ¿eh?... Y mucha discreción.
Procopio: Pierde cuidado. Hasta luego, esposa mía.
Robustina: Válgame Dios Lo que cuesta mantener el prestigio de nuestra posición social.

ESCENA QUINTA

Robustina y Amparo.

Amparo: (entrando): ¿Y papá?
Robustina: Salió ya, hija mía.
Amparo: ¡Qué contrariedad! Yo tenía que hacerle unos encargos y...
Robustina: Los dejas para mañana, entonces. No hay más remedio.
Amparo: ¡Qué rabia me da no poder salir a la calle, pasar al correo, ver si hay cartas!
Robustina: ¿Carta de quién?
Amparo: De las amigas, naturalmente. (Aparte.) Y si hay alguna del novio, tanto mejor. ¿Qué será
de Ernesto?
Robustina: ¿Cómo Ernesto? ¿No es tu novio Agamenón7
Amparo: No es; era.
Robustina: ¿Cómo así? Explícate, porque yo francamente no me doy cuenta de estos cambios tan repentinos. Por lo demás eres poco expansiva con tu madre. ¿Quién es ese Ernesto?... ¿Dónde lo conociste?
Amparo: En casa de los Gómez. Tu sabes que todos los martes tienen su¿ reuniones, /"ues... en una de ellas fui presentada a él. Simpatizamos en e! acto.,. Es un mozo muy guapo, viste muy bien, está empleado en un ministerio. En fin, es un excelente partido. Yo no he ; querido decirte nada, porque no tenía seguridad de sus intenciones, ni si todo iba a reducirse a simples conversaciones, pero parece que Ernesto piensa seriamente.
Robustina: Me alegro mucho, hija mía,, Pero Agamenón. ¿Qué irá a decir Agamenón?
Amparo: Nada, ¿Qué puede decir? No me gusta ese hombre. No tiene dónde caerse muerto. Es muy antipático. Y luego el nombre que lleva, tan largo y tan. feo: A-ga-me-nón. Há-game el favor mamá, de no hablarme más de él.
Robustina: Pero de todos modo, habría que darle alguna explicación.
Amparo: Ninguna, mamá. Porque has de saber también que a tu candidato Agamenón se le ha visto cortejando a la Rosa del Campo, a la Violeta del Valle, a la Hensia de los Ríos, a la Margarita Montes, a la...
Robustina (interrumpiéndola): Basta, hija mía. Se ve que ese individuo no es un hombre: es un picaflor. Es un pájaro de cuentas. Has hecho bien en darle calabazas.

ESCENA SEXTA

Dichos, Consuelo y Esperanza.

Consuelo (entrando): No, si quien las ha dado ha sido él.
Robustina: ¿Cómo es eso? ¿Estabas escuchando? Eso es muy feo.
Esperanza (a Consuelo): Faltas a la verdad. He sido yo la que lo ha despedido. No soy como tú, que desesperas porque no encuentras un novio a tu gusto. A mí me sobran.
Consuelo (irónicamente): Las ganas.
Robustina: Pero, qué barbaridad. Parece que los sentimientos fraternales desaparecen al tratarse de estos asuntos.
Esperanza: Es que son muy delicados.
Amparo: Bueno. Basta. Será como ustedes quieran, pero es el hecho que yo seré la primera en contraer nupcias. Porque lo que eres tú (refiriéndose a Consuelo) no te fíes de tu cadetito.
Consuelo: ¿Te da envidia?
Amparo: Lástima. Porque suponiendo que te fuera bien hasta la terminación de sus estudios, -lo que sería un milagro-, cuando ingresara al ejército habría que pedir permiso para que se pudiera casar contigo. Son muchos trámites. Hay que gustarle a los padres, a los hermanos, a los tíos, a todos los parientes, y todavía hay que gustarle al gobierno. Es terrible.
Robustina: Podías aprender de vuestra hermana menor. Tiene más sentido práctico
Esperanza: Sí, mamá. Yo no deseo jóvenes arrogantes, guapos, o con vistosos uniformes. Prefiero un señor de edad.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: ¡Qué atrocidad!
Esperanza: Un señor de edad pero con dinero, que me dé lujo, que me dé gusto en todos mis deseos, que me compre joyas, trajes y auto. No desespero encontrarlo.
Amparo: ¿Pero no te atrae el amor, la juventud, la simpatía que emanan de las miradas cariñosas, la emoción que experimentamos al ver de improviso al ser amado?
Esperanza: Sí. Todo eso es muy lindo, muy encantador, muy poético. Pero no se encuentra fácilmente y, sobre todo, a nuestro alcance. Un novio que sea al mismo tiempo joven rico e inteligente, y en la imposibilidad de encontrar las cosas al gusto de una, opto por lo práctico, por un señor de edad que tenga dinero.
Consuelo: Lo que desea ésta (señalando a Esperanza) es quedar viuda, joven y con plata. Un partido ventajoso, como dicen los hombres.
Robustina: Bueno. Basta de charlas, y a descansar. Está un poco fría la noche, y no conviene estar al sereno. Fácilmente se puede coger un resfrío.
Consuelo: Está bien mamá, Nos vamos (se van todas a sus habitaciones.)

ESCENA SÉPTIMA

Luchito solo. Saliendo en puntillas de su habitación y con el sombrero en la mano, en actitud de salir.

Luchito: Nadie. No hay nadie afortunadamente. Lo que es yo,, me escurro con todo sigilo. Estoy harto de inglés, de matemáticas y de geografía.. (Se va sin hacer ruido.)

ESCENA OCTAVA
Amparo sola, entrando pensativa.

Amparo: ¿Qué será de Ernesto? La última vez que lo vi, fue a la salida de misa... (Se oye ruido en el patio de una de las casas vecinas.) (Alarmada): ¿Quién podrá ser si no hay nadie allí ahora? ¿Habrá entrado algún ladrón?...

ESCENA NOVENA
Amparo y Ernesto.

Ernesto: (asomando arriba del tejado, por la casa vecina): Soy yo, Ernesto.
Amparo: Cielos ¡qué placer! ¿Tú aquí?... Pero ¿a qué se debe esta sorpresa? ¡Qué vergüenza me da al mismo tiempo!
Amor mío, "a Zapallar me dijiste que te ibas", y a Zapallar fui. No estabas. Entonces dije; "Estará en otro Zapallar... y, efectivamente, aquí te veo.
Ernesto: Pero, ¿cómo...como has sabido?
Ernesto: Por una casualidad. Verás. Rondaba frente a tu casa, imaginándome verte en los balcones, fresca como una rosa y encantadora como siempre, cuando con gran asombro mío veo salir sigilosamente a tu hermano Luis; ¡tate! me dije. Aquí hay gato encerrado. Y como tocó la coincidencia que la casa vecina estaba desocupada, aquí me tienes.
Amparo: Bueno, Ernesto; pero no vaya a verte alguien en esa postura, con lo cual nos comprometerías. Voy a abrirte la puerta de calle y conversaremos unos pocos minutos con más tranquilidad.
Ernesto: (asustado). ¡Ay!
Amparo: ¿Qué es eso?
Ernesto: Que me parece que tiembla...
Amparo: De veras. Por Dios, bájate.
Ernesto: Hasta luego. (Ernesto desaparece tras el tejado).

ESCENA DÉCIMA

Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.

Consuelo: (entrando): Mamá ... mamá. Está temblando...
Esperanza: ¡Dios mío, qué susto!
Consuelo: Amparo...
Esperanza: Lucho...
Consuelo: Salgamos a la calle.
Robustina: No. A la calle, no, Por nada del mundo.
Consuelo: Yo me siento mal.
Esperanza: Las piernas no me sostienen.
Amparo: Y parece que sigue todavía.
Consuelo: Con seguridad que va a venir otro remezón Nunca viene uno soío.
Fsperanza: Siempre me acuerdo del terremoto de...
Consuelo (asustadísima): ¿No lo decía? :O¡:ía w:; Y con i.m ruido iníemai.
Amparo: Corramos a 1a, calle.
Consuelo: Salgamos, si. (Llamando.) Lucho,.. Lucho.
Esperanza: Parece que no está. ¿Habrá salido?
Robustina (imperativa): Bajad la voz, y estaos quietas. Aprended de vuestra madre... (Aparte), que tampoco las tiene todas consigo. ¿No veis? Ya pasó (pequeña pausa.) ¡Ea! A recogeros, niñas, que ya es hora de entregarse al reposo. En cuanto a ese insubordinado de Lucho, mañana arreglaremos cuentas.
Consuelo: Cualquiera duerme tranquila.
Esperanza: Esta vida es insufrible.
Robustina: Basta de rezongos.
Consuelo: Cualquiera encuentra marido con esta situación.
Esperanza: Nadie quiere casarse.
Robustina: Paciencia, hijas mías.
Consuelo: Buenas noches, mamacita.
Esperanza: Que reposes bien.
Robustina: Lo mismo digo, hijitas. Hasta mañana. (Se van primero Consuelo, Amparo y Esperanza por distintas puertas; luego, Robustina.)

ESCENA UNDÉCIMA

Amparo, sola.

Amparo: (Saliendo de su cuarto y entrando a escena de puntillas.): El pobre Ernesto debe estar esperándome. Voy a abrirle la puerta y charlaremos un momento. En seguida vuelvo.

ESCENA DUODÉCIMA

Amparo y Ernesto.

Amparo: Chits. Calladito. Que nadie se entere.
Ernesto Nadie, alma de mi alma... (le declara cómicamente su amor).
Amparo: ¿Y cuentas ya con algo para nuestra boda?...
Ernesto: Cuento con la muerte de mi tío y padrino Sebastián, que, como no tiene familia y me profesa un cariño entrañable, me instituirá su único heredero.
Amparo: ¿Y tendremos que esperar que fallezca para ver realizados nuestros ideales?...¡Qué triste y fúnebre es eso!
Ernesto: La vida es así (filosóficamente). "De la muerte nace la vida, en una constante renovación..." que sería largo explicarte... porque los minutos son preciosos. ¿Me quieres mucho, verdad?
Amparo: ¿Y me lo preguntas, ingrato? Te amo locamente. Pienso en ti a todas horas. Sueño contigo casi todas las noches.
Ernesto: ¿Qué sueñas? Dime.
Amparo: Sueño que yo estoy toda vestida de blanco, tú de frac, correctísimo, y frente a nosotros... el sacerdote bendiciéndonos. Cincuenta automóviles lo menos, esperando afuera en la calle la salida de la concurrencia.
Ernesto: Yo sueño lo mismo, pero en una parroquia humilde. (Aparte) Así se gasta menos.
Amparo: ¡Qué ocurrencia! Y ¿el qué dirán?
Robustina (adentro): Auxilio... Amparo ... Consuelo... Esperanza.
Amparo: Virgen santa. ¿Qué ocurrirá?... Escóndete aquí. En seguida saldrás. Yo te avisaré. ¿Qué pasará?... (Ernesto se oculta entre las plantas). ¡Ay, qué susto!

ESCENA DECIMOTERCERA

Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.

Consuelo (entrando): ¿Qué ocurre?
Esperanza (entrando): ¿Qué pasa?
Robustina (entrando rápidamente, con bata y gorro de dormir, presa de un verdadero pánico): Hijas mías... algo terrible. No puedo hablar.
Amparo: Pero ¿qué sucede? Explícate, por favor.
Robustina (con palabras entrecortadas): Sucede que hay ladrones... hay ladrones en la casa.
Consuelo: ¡Dios mío!
Esperanza (asustadísima): Huyamos.
Robustina (prosiguiendo su relato): Un bandido... barbudo y siniestro... quiso introducirse en mi dormitorio.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: Y ¿dónde está?
Robustina (desfallecida): No lo sé, hijas mías. No he tenido fuerzas sino para salir afuera para llamaros.
Esperanza: Llamemos a la policía.
Robustina (sobreponiéndose a su propia turbación): No. Eso no. Sería para que el ridículo cayera sobre nosotras. Ustedes saben que no estamos aquí. ¿Entienden? Estamos en Zapallar, de manera que si nos roban, debemos dejarnos robar.
Amparo: Pero, mamá...
Consuelo: Debemos hacer algo.
Robustina: Si hubiera un hombre a quien acudir...

ESCENA DECIMOCUARTA

Dichos y Ernesto.

Ernesto (presentándose bruscamente, al oír las últimas palabras): A svis órdenes, señora.
Consuelo: ¡Uy!, el ladrón... (corre desesperada.). Esperanza, huyamos.
(Consuelo y Esperanza se van, dando gritos. Doña Robustina cae desmayada en un sillón. Ernesto no halla qué hacer, Amparo está toda confundida).
Ernesto: Pero, Amparo mía ¿qué ocurre?
Amparo (sobresaltada): Ocurre que... hay ladrones en casa, y no hallamos cómo expulsarlos. Estamos solas. Toca la casualidad que Lucho y papá salieron. ¿Qué hacer?
Ernesto: Ante todo, serenidad ... calma, yo lo prenderé.
Amparo: Gracias, Ernesto mío. Gracias.
Robustina: (volviendo en sí). ¿Se fue el ladrón ya?
Ernesto (respetuosamente): Señora
Robustina (cayendo nuevamente en el sillón): Por favor, no me mate usted.
Ernesto: No, señora. Si no pienso en matarla, usted esta equivocada. Yo soy Ernesto, que amo a su hija Amparo, y he venido aquí a salvar a usted y a los suyos de la audacia de los bandoleros.
Robustina: ¿Es verdad, hija miar1
Amparo: Sí, mamacita. Es mi novio.
Robustina: ¡Oh, caballero! ¿Cómo le podremos pagar este favor? Busque usted al ladrón y échelo fuera... sin que se entere la policía, sin que se entere nadie.
Ernesto: Bien, señora. Acato sus órdenes. Voy a proceder a registro de las habitaciones. Mientras tanto, ocúltese usted con Amparo y no salga hasta que yo la llame.
Robustina: Bueno. (Aparte.) Estoy más muerta que viva. (Se van Amparo y Robustina.)

ESCENA DECIMOQUINTA

Ernesto, solo.

Ernesto: Lo malo es que no traigo arma alguna. (Se registra los bolsillos.) ¿Y si el bandido lleva puñal?... (Pausa) ¡Ea!... ánimo... resolución. (Dirigiéndose a una puerta y retrocediendo.) Pero no, no me atrevo... ¡Qué falta me hace mi revólver! Hay que tener presente que está empeñado... mi amor propio, mi honor de caballero. Debo, pues, afrontar la situación. ¿Qué hacer? La verdad es que yo, al salir de casa, no me figuré el lío en que iba a meterse. Pero, por ella,, estoy dispuesto a iodo. Moriré por ella corrió un paladín de los tiempos heroicos. (Transición). El escándale.' que voy a formar si el ladrón pretende atacarme, va a ver para contarlo. La verdad es que tengo miedo de penetrar en las habitaciones. Yo preferiría esperarlo aquí, en el patio. Aquí hay más cancha, más campo para la lucha... y para huir en caso necesario. Pero no. Huir no. ¿Qué diría mi Amparo? Debo mostrarme ante sus ojos como un valiente. Venga, pues, corno revólver improvisado, la llave de mi casa. Con ella apuntaré al bandido, si se atreve a presentarse.

ESCENA DECIMOSEXTA

Ernesto y Amparo.

Amparo:¿Lo encontraste, Ernesto?
Ernesto: No. Todavía no; pero estoy buscándolo. Debe estar escondido ¿sabes? Posiblemente me ha visto y ha dicho para sí; voy a tener que habérmelas con un hombre... "ésta no es conmigo"... Y se ha ocultado.

ESCENA DECIMOSÉPTIMA

Dichos y Robustina.

Robustina (entrando): ¿Encontró usted al bandido ya?
Ernesto: Todavía no, señora, pero estoy buscándolo, debe haberse escondido, posiblemente debajo de las camas, porque no se ha puesto a alcance de mi vista.
Robustina: Búsquelo pronto, señor, para salir de esta situación angustiosa.
Amparo: Sí, Ernesto mío, búscalo, pero no arriesgues tu vida. 'Tú sabes que ella me pertenece.
Ernesto: Voy, amada mía voy (con un gesto heroico.) Empiezo a registrar las habitaciones... (aparte) y empiezo a sentir un temblor de piernas que no puede sostenerme. (Entra por una puerta lateral.)
Amparo: Tranquilízate, mamá, por Dios. Ya ves. Ahora no estamos solas, tenemos quién nos defienda. Y Ernesto es un valiente, no cabe duda.
Robustina: (asustada). Escóndete, hija mía. Escóndete.
Amparo:¿Qué hay?...
Robustina: El bandido... ¿ves?... El bandido... el hombre barbudo (se refiere a Procopio, que entra pensativo a escena, sin verlas),
Amparo: (corriendo a ocultarse con su madre en el costurero): ¡Virgen santa!

ESCENA DECIMOCTAVA

Procopio, solo. Luego, Ernesto.

Procopio (entrando; trae puesta la barba postiza, el cuello del sobretodo levantado, lleno de tierra; en una palabra, está inconocible. Viene bastante bebido.): Yo no sé qué le ha dado a mi mujer por huir de mí. El hecho de que yo haya tomado unas cepitas... no es motivo suficiente para que huya así. La verdad es que bebí mucho. Cosas de Jerez... que me retuvo en su casa más de lo que yo pensaba.
Ernesto: (entrando): ¡Caracoles! Aquí está el ladrón... (Dirigiéndose a Procopio.) ¡Miserable... (Apuntándole con la llave.) Salga usted afuera... o, de lo contrario, hago fuego...
Procopio: Pero, hombre, ¿quién es usted? ¿Por qué está aquí?
Ernesto: Eso es lo que yo le pregunto a usted, so bandolero... Y no se acerque más ... porque disparo...
Procopio: Habráse visto.
Ernesto: Salga de esta casa inmediatamente.
Procopio (aparte): Pero ¿estoy soñando? ¿O me habré equivocado de casa?... Como veo medio turbio. Pero no. Por el Zapallar la reconozco.
Ernesto (aparte): Vacila, tal vez, entre fugarse o atacarme. ¿Irá a sacar sus armas?
Procopio: (bruscamente): Caballero tendrá usted que explicarme cómo se encuentra aquí.
Ernesto: (retrocediendo): No tengo que explicarle nada. Salga usted a la calle

ESCENA DECIMONOVENA

Dichos, Consuelo, Esperanza y un carabinero. Luego, Amparo y Robustina.

Consuelo: (entrando): Por aquí...
Esperanza: (entrando) Pase usted.
Carabinero (entrando): ¿Dónde está el ladrón?
Procopio (señalando a Ernesto): Ahí..
Ernesto (señalando a Procopio): Este es. Carabinero:¿En qué quedamos? ¿A cuál me llevo preso?...
Consuelo (en la duda): Llévese a los dos.
Amparo (entrando): No. Eso no, Carabinero, el ladrón es ese hombre barbudo. ¿Verdad, mamá?
Robustina (que ha entrado con Amparo): Sí, carabinero.
Ese hombre es el que quiso introducirse en mi cuarto.
Procopio: Naturalmente.
Carabinero: ¡Entonces hay circunstancias agravantes: robo nocturno, con premeditación y alevosía.
Procopio: (aparte): ¿Pero es que estoy soñando?... No, la culpa la tiene Jerez que me hizo tomar tanto.
Ernesto: Concluyamos.
Robustina: Sí, sáquelo usted fuera (aparte al carabinero) y déjelo en libertad. No queremos que se
pase parte.
Carabinero (aparte): Este es un lío.
Procopio (a Robustina): Bueno. Dejémonos de bromas y vamos a acostarnos, hijita.
Robustina:¿Otra vez?
Ernesto: Yo lo mato. (Apunta con la llave.)
Amparo (interponiéndose): No. No lo mates. Por favor, Ernesto mío
Procopio: ¡Ah! Con que "Ernesto mío" ¿eh? Muy bien, muy bien.
Robustina (aparte): Esa voz...
Carabinero: Basta de escándalos. Vamonos para la comisaría. (Toma a Procopio de un brazo)
Ernesto: Sí. Eso es.
Procopio: Pero, Robustina, ¿permites que me lleven preso?...
Consuelo (extrañada): Sabe su nombre...
Procopio: No me conoces? Soy tu marido.
Robustina: dudosa: ¿Procopio?,. ¿Pero esa barba?
Procopio: De veras. No me la había quitado. (Se la quita.) Ha sido un olvido. Como tengo la cabeza trastornada.
Robustina: ¿Era postiza?
Procopio (aparte a Robustina): Sí. Me la puse para que no me reconocieran; para guardar el incógnito, por obedecerte-.
Ernesto (aparte): ¿Cómo explicar? (Queda pensativo.)
Procopio (a Robustina): Y luego, hija mía, que la verdad se ha de decir: pasé a tomar unas copi-tas.
Robustina: ¿Y el susto que me has dado?
Procopio: Se pasará. Pasará, como a mí también se me pasará... la borrachera.
Ernesto (aparte a Amparo): ¿Y qué hago yo en esta situación?
Amparo (aparte a Ernesto): Pedirle perdón, naturalmente, y en seguida pedirle mi mano. La ocasión la pintan calva.
Ernesto (aparte para si): No me queda otro recurso. (Arrodillándose.) Perdón, papá.
Procopio: ¿Cómo es eso de "perdón, papá?
Ernesto: Sí, señor. Yo amo a su hija locamente. Yo deseo hacerla mi esposa, ante Dios y ante los hombres, con todos los requisitos legales.
Procopio (indignadísimo): Sinvergüenza. ¿Y me quería asesinar y echarme a la calle? Carabinero, lléveselo preso. (El carabinero intenta llevarse a Ernesto.)
Amparo (interponiéndose): No, eso no. Papacito lindo. Perdónalo. Si no nos perdonas... si no consientes en nuestra unión... moriremos...
Robustina: Perdónalos, Procopio. En lo que solicitan, llevan la penitencia.
Procopio: ¿Pero, usted cuenta con algo?
Ernesto: Sí, señor, cuento con... Bueno, le diré. Yo soy de familia rica y, aparte de esto, estoy ocupado en el ministerio. Luego me van a ascender, tengo personas influyentes que podrán conseguirme un puesto de importancia con una renta apreciable, y nada nos faltará.
Procopio: Vaya vaya... Los perdonaré. ¡Qué hemos de hacerle! (Los abraza)
Carabinero: ¿De manera que no hay ladrones ni hay nada?
Ernesto: Sí, los hay: (por Amparo) esta niña, que me ha robado el corazón.
Procopio: (refiriéndose a Robustina). Y esta mujer que me roba la libertad.
Carabinero: Bueno, dejarse de bromas, que no estoy para pláticas, Yo voy a pasar el parte...
Robustina: No, No. (A Procopio). Pásale algo para que no dé un escándalo. Es preciso que todos ignoren lo que ha ocurrido aquí.
Procopio (al carabinero): Tome, joven... (le pasa dinero) para cigarros, y para un trago si a mano viene.
Carabinero: Se agradece. Buen dar con las cosas que pasan.
Robustina: Bueno. Adiós. Y mucho silencio.

ESCENA VIGÉSIMA

Dichos, menos el carabinero.

Procopio (dirigiéndose a Robustina): Y ahora, hija mía, convendrás conmigo en que así no se puede vivir...
Consuelo: Pasamos en constante zozobra. Esperanza: En perpetua alarma.
Amparo, incendio, temblores, ladrones... Es un martirio estar encerrada. Volvamos a Santiago mamá. Es decir, ya que estamos en él, volvamos "socialmente" por medio de los periódicos. Robustina: Bueno. Ya está. ¡Qué ha de hacérsele! Acepto. (A Consuelo.) Escribe, hija mía. (Consuelo se sienta a la mesa, toma un block se dispone a escribir.) (Dictándole): "Han regresado de Zapallar el eminente abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza."


OBRAS: Una aventura de Manuel Rodríguez, La Epopeya de Iquique,
Doña Paula Jara Quemada.

La Gallina de los Huevos de Luz de Francisco Coloane


-¡La gallina no! -gritó el guardián primero del faro, Oyarzo, interponiéndose entre su compañero y la pequeña gallina de color flor de haba que saltó cacareando desde un rincón.
Maldonado, el otro guardafaro, miró de reojo al guardián primero, con una mirada en la que se mezclaban la desesperación y la cólera.
Hace más de quince días que el mar y la tierra luchan ferozmente en el punto más tempestuoso del Pacífico sur: el Faro Evangelistas, el más elevado y solitario de los islotes que marcan la entrada occidental "del Estrecho de Magallanes, y sobre cuyo pelado lomo se levantan la torre del faro y su fanal, como única luz y esperanza que tienen los marinos para escapar de las tormentas oceánicas.
La lucha de la tierra y el mar es allí casi permanente. La Cordillera de los Andes trató, al parecer, de oponerle algunos murallones, pero en el combate de siglos todo se ha resquebrajado; el agua se ha adentrado por los canales, ha llegado hasta las heridas de los fiordos cordilleranos y sólo han permanecido abofeteando al mar los puños más fieros, cerrados en dura y relumbrante roca como en el Faro Evangelistas.
Es un negro y desafiante islote que se
empina a gran altura. Sus costados son lisos y cortados a pique. La construcción del faro es una página heroica de los bravos marinos de la Subinspección de Faros del Apostadero Naval de Magallanes, y el primero que escaló el promontorio fue un héroe anónimo como la mayoría de los hombres que se enfrentan con esa naturaleza.
Hubo que izar ladrillo tras ladrillo. Hoy mismo, los valientes guardafaros que custodian el fanal más importante del Pacífico sur están totalmente aislados del mundo en medio del océano. Hay un solo y frágil camino para ascender del mar a la cumbre; es una escala de cuerdas llamada en jerga marinera "escala de gato", que permanece colgando al borde del siniestro acantilado.
Los víveres son izados de las chalupas que se atracan al borde por medio de un winche instalado en lo alto e impulsado a fuerza de brazos.
Una escampavía de la Armada Nacional sale periódicamente de Punta Arenas a recorrer los faros del oeste, proveyéndolos de víveres y de acetileno.
La comisión más temida para estos pequeños y vigorosos transportes de alta mar es Evangelistas, pues cuando hay mal tiempo es imposible acercarse al fa ro y arriar las chalupas balleneras en que se transporta la provisión.
Como una advertencia para esos marineros, existe a unas millas al interior el renombrado puerto de "Cuarenta Días", único refugio en el cual han estado durante todo este tiempo barcos capeando el temporal. Algunas veces una escampavía, aprovechando una tregua, ha salido a toda máquina para cumplir su expedición, y ya al avistar el faro se ha desencadenado otra vez el temporal, teniendo que regresar de nuevo al abrigado refugio de "Cuarenta Días".
Esta vez la tempestad dura más de quince días. La tempestad de afuera, de los elementos, en la que el enhiesto peñón se estremece y parece quejarse cuando las montañas de agua se descargan sobre sus lisos costados, porque adentro, bajo la torre del faro, en un corazón humano, en un cerebro acribillado por las marejadas de goterones de lluvia repiqueteando en el techo de cinc, en una sensibilidad castigada por el aullido silbante del viento rasgándose en el torreón, en un hombre débil y hambriento, se está desarrollando otra lenta y terrible tempestad.
Era la segunda vez que Oyarzo salvaba la milagrosa y única gallina de los ímpetus desesperados de su compañero. ¡La gallina había empezado a poner justamente el mismo día en que iba a ser sacrificada!
Los guardafaros habían agotado todos los víveres y reservas. La escampavía se había atrasado ya en un mes y el temporal no amainaba, embotellándola seguramente en el puerto de "Cuarenta Días".
Como por un milagro, la gallina ponía todos los días un huevo que, batido con un poco de agua con sal y la exigua ración de cuarenta porotos asignada a cada uno, servía de precario alimento a los dos guardafaros.
-¡Toma tus cuarenta porotos! -dijo Oyarzo, alargando la ración a su compañero.
Maldonado miró el diminuto montón de fréjoles en el hueco de su mano. "¡Nunca -pensó- su vida había estado reducida a esto! ¡No -ahora recuerda-, sólo una vez ocurrió lo mismo en el faro San Félix, cuando al póquer perdió su soldada de dos años y, convertida también en un montón de porotos, pasó de sus manos a las de sus compañeros!"
Pero eran tan sólo dos años de vida y ahora éstos constituían toda su vida, la salvación de las garras de la sutil pantera del hambre, que en su ronda se acercaba cada día más al faro.
"¡Y este Oyarzo -continuaba en las reflexiones de su cerebro debilitado-, tan duro, tan cruel, pero al mismo tiempo tan fuerte y tan leal!" Se había ingeniado para racionar la pequeña cantidad de porotos muy equitativamente, y, a veces, le pasaba hasta unos cuantos más, sacrificando su parte. Hasta la gallina tenía su ración: se los daba con conchuela molida y un poco recalentados para que no dejara de poner.
Cada día y cada noche que pasaban bajo el estruendo constante del mar embravecido, la muerte estaba más cerca y el hambre hincaba un poco más su lívida garra en esos dos seres.
Oyarzo era un hombre alto, huesudo, de pelo tieso y tez morena. Maldonado era más bajo, delgado y en realidad más débil.
Si no hubiera sido por aquel hombro-nazo, seguramente el otro ya habría perecido con gallina y todo.
Oyarzo era el sabio artífice que prolongaba esas tres existencias en un inteligente y denodado combate contra la muerte, que ya se colaba por el resquicio del hambre. ¡La gallina, el hombre y el hombre! ¡La energía de unos diminutos fréjoles que pasaba de uno a otros! ¡El milagroso huevo que día a día levantaba las postreras fuerzas de esos hombres para encender el fanal, seguridad y esperanza de los marinos que surcaban la desdichada ruta!
Maldonado empezó a obsesionarse con una idea fija: la gallina. Debilitado, el hambre, después de corroerle las entrañas como un fuego horadante y lento, empezaba a corroerle también la conciencia y algunas luces siniestras, que él trataba en vano de apagar, empezaron a levantarse en su mente.
Por fin llegó a esta conclusión: si él pudiera saciar su hambre una sola vez, moriría feliz. No pedía nada más.
Sin embargo, no se atrevía a pensar o llegar hasta donde sus instintos lo empujaban. ¡No, él no era capaz de asesinar a su buen compañero para comerse la gallina!
"¡Pero qué diablos!", decía y se ponía a temblar y se daba vuelta, asustado, como si alguien lo empujara a empellones al borde de un abismo.
El mar seguía con su ronco tronar envolviendo al faro, la lluvia con su repiqueteo incesante contra el cinc y el mugido del viento que hacía temblar la torre, en cuya altura seguía encendiéndose todas las noches el fanal gracias al huevo de una gallina y a la reciedumbre de un hombre.
Las tempestades del mar no son parejas, toman aliento de cuatro en cuatro horas. En una de estas culminaciones, una noche arreció en tal forma que sólo podía compararse con un acabo de mundo. El trueno del mar, el aullido del viento y las marejadas de lluvia que se descargaban sobre el techo, estremecían en tal forma al peñón, que éste pareció desprenderse de su base y echándose a navegar a través de la tempestad.
Adentro, la tormenta también llegó a su crisis.
Maldonado, sigilosamente entre las sombras, se dirigió puñal en mano al camarote de Oyarzo, donde éste guardaba cuidadosamente la gallina milagrosa, por desconfianza hacia su compañero.
Maldonado no había aclarado muy bien sus intenciones. Angustiado por el hambre, avanzaba hacia un todo confuso y negro. No había querido detenerse mucho a determinar contra quién iba puñal en mano. Él iba a apoderarse de la gallina simplemente; una vez muerta ya no habría remedio, y Oyarzo tendría que compartir con él la merienda; pero si se interponía como antes..., ¡ah!, entonces levantaría el puñal, pero para amenazarlo solamente.
¿Y si aquél lo atacaba? ¡Diantre, aquí estaba, pues, ese todo confuso y negro contra el cual él iba a enfrentarse atolondrado y ciego!
Abrió la puerta con cautela. El guar dián primero parecía dormir profundamente. Avanzó tembloroso hacia el rincón donde sabía se encontraba la gallina, pero en el instante de abalanzarse sobre ella fue derribado de un mazazo en la nuca. El pesado cuerpo de Oyarzo cayó sobre el suyo y de un retortijón de la muñeca tuzóle soltar el puñal.
Casi no hubo resistencia. El guardián primero era muy fuerte y, después de dominarlo totalmente, lo ató con una soga con las manos a la espalda.
-¡No pensaba atacarte con el cuchillo; lo llevaba para amenazarte no más en caso de que no hubieras permitido matar la gallina! -dijo con la cabeza agachada y avergonzado el farero.
Al día siguiente, estaba atado a una gruesa banca de roble, con las manos atrás aún.
El guardián primero continuó trabajando y luchando contra las garras del hambre. Hizo el batido del huevo con los porotos y con su propio mano fue a darle de comer su ración al amarrado. Éste, con los ojos bajos, recibió las cucharadas, pero, a pesar del hambre que lo devoraba, sintió esta vez un atoro algo amargo cuando el alimento pasó por su garganta.
-¡Gracias -dijo al final-, perdóname, Oyarzo!
Éste no contestó.
El temporal no amainó en los siguientes días. El alud de agua y viento seguía igual.
-¡Suéltame, voy a ayudarte, te sacrificas mucho! -dijo una mañana Maído-nado, y continuó con desesperación-: ¡Te juro que no volveré a tocar una pluma de la gallina!
El guardián primero miró a su compañero amarrado; éste levantó la vista y los dos hombres se encontraron frente a frente en sus miradas. ¡Estaban exhaustos, débiles, corroídos por el hambre! Fue sólo un instante; los dos hombres parecieron comprenderse en el choque de sus miradas; luego los ojos se nublaron.
-¡Todavía lucharé solo; ya llegará la hora en que tenga que soltarte para el último banquete que nos dará la gallina! -dijo Oyarzo con cierto tono de vaticinio y duda.
Las palabras resonaron como un latigazo en la conciencia del farero. Hubiera preferido una bofetada en pleno rostro a esa frase cargada con el desprecio y la desconfianza de su compañero.
Pero la milagrosa gallina puso otro huevo al siguiente día. Oyarzo preparó, como siempre, la precaria comida. Iban quedando sólo las últimas raciones de fréjoles.
Otra vez se acercó al preso con la exigua parte de porotos, levantó la cuchara a medio llenar, como quien va a dar de comer a un niño, pero al querer dársela, el preso, con la cabeza en alto y la mirada duramente fija en su dadivoso compañero, exclamó rotundamente:
-¡No, no como más; no recibiré una sola migaja de tus manos!
Al guardián primero se le iluminó la cara como si hubiera recibido una buena nueva. Miró a su compañero con cierta atención y, de pronto, sonrió con una extraña sonrisa, una sonrisa en que se mezclaban la bondad y la alegría. Dejó a un lado el plato de comida y desatando las cuerdas dijo:
-¡Tienes razón, perdóname, ya no mereces este castigo; otra vez Evangelistas tiene dos fareros!
-¡Sí, otra vez! -dijo el otro, levantándose ya libre y estrechando la mano de su compañero.
* * *
Cuando se terminó la entrega de los víveres y el comandante de la escampavía fue a ver las novedades del faro, le extrañaron un poco algunas huellas de lucha que observó en la cara de los dos fareros. Miró fijamente a uno y a otro; pero antes de que los interrogara, se adelantó Oyarzo sonriendo y, acariciando con la ruda mano la delicada cabeza de la gallina flor de haba que cobijaba bajo su brazo, dijo:
-¡Queríamos matar a la gallina de los huevos de oro, pero ésta se defendió a picotazos!...
-La gallina de los huevos de luz, querrás decir, porque cada huevo significó una noche de luz para nuestros barcos! -profirió el comandante de la escampavía, sospechando posiblemente lo ocurrido.