domingo, 17 de febrero de 2008

Cañuela y Petaca, El Perro del Regimiento, Candelilla,a,

Cañuela y Petaca
Baldomero Lillo

Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.
Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.
Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.
Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas -tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho- ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios, desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos oscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.
Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades e inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?
Por fin, una tarde, mientras Cañuela vigilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vio de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva y silenciosa figura de Petaca, quien, al enterarse de que los viejos no regresaban aún del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas, que tenía oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.
A una legua escasa del rancho había una cantera que surtía de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraía del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico había puesto en juego la travesura y sutileza de su ingenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que, el viejo, tenía junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirigía los trabajos. Todas sus astucias y estratagemas habían fracasado lamentablemente ante los vigilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Había observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un buceo abierto con ese propósito en el flanco de la montaña y no salían de allí sino cuando se había producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fue a ponerse en acecho cerca de la carpa. Muy pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero, anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida, y vio cómo su padre y los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, y abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo enseguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión, cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, y cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.
Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues, los abuelos, se ausentarían como de costumbre para llevar sus aves y hortalizas al mercado. Entretanto, había que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos, y desechados. Ninguno les parecía suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase ahí, pero, su primo, lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, había hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando días después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se había desecho con la humedad. Por consiguiente, había que buscar un sitio bien seco. Y, mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela, a quien, según su primo, nunca se le ocurría nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardía en mitad de la habitación:
-¡Enterrémosla en la ceniza!
Petaca lo contempló admirado, y por una rara excepción; pues lo que proponía el rubillo le parecía siempre detestable, iba a aceptar aquella vez cuando a la vista del fuego lo detuvo: ¿y si se prende? -pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y cenizas del hogar y cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un pañuelo de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída y volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.
En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, y Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones y los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.
Durante los días que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él y a sus abuelos sin cenar. Y este siniestro pensamiento cobraba más fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos y soplar con brío atizando el fuego bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada y fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas y se deslizaba hacia la puerta mirando hacia atrás de reojo y mascullando con aire inquieto:
-¡Ahora sí que revienta, caramba!
Pero no reventaba, y el chico fue tranquilizándose hasta desechar todo temor.
Y cuando llegó el domingo y los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos en el sendero de la montaña, los rapaces radiantes de júbilo empezaron los preparativos para la expedición. Petaca había cumplido su palabra escamoteando a su padre una caja de fulminantes, y, en cuanto a los perdigones, se les había sustituido con gran ventaja y economía por pequeños guijarros recogidos en el lecho del arroyo.
Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca y calientita, y examinado prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable y vetusto como su dueño, no restaba más que emprender la marcha hacia las lomas y los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela, que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debían seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada y seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas y de zorzales; pero, su testarudo primo deseaba ir más bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas y las perdices, caza según él muy superior a la otra y, como de costumbre, su decisión fue la que prevaleció.
Petaca vestía una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le había recortado las mangas y el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenía chaqueta y cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de daño, con enormes bolsillos que eran su orgullo y le servían, a la vez, de arca, de arsenal y de despensa.
Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.
Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, quería se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! llamando la atención de su compañero y, cuando éste se detenía interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod y proseguía su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al apoyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.
Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecía una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra y empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza. El ave observaba sus movimientos con tranquilidad y no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entonces, las alas y fue a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento, empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos y de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante y empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecía de burla y desafío, un centenar de pasos más allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este gimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos y con las ropas hecho una criba; mas no se desanimaban y proseguían la caza con salvaje ardor. Por último, el ave, cansada de tan insistente persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.
Cañuela y Petaca que con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, y luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fue la fugitiva, que posada en un pequeño arbusto, estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla y caer ambos de bruces sobre la yerba fue todo uno, Petaca, con los ojos encandilados, fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó la escopeta a la cara. Pero, en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo Cañuela, que lo había seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda y penetrante:
-¡Espera, que no está cargada, hombre!
La loica agitó las alas y se perdió como una flecha en el horizonte.
Petaca se alzó de un brinco, y precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes y mojicones. ¡Qué bestia y qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien había hecho la puntería!
Y cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:
-¡Porque te dije que no estaba cargada...!
A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarras, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:
-¿Por qué no esperaste que saliese el tiro?
Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, y enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, había que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada más que un ganso.
La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba y casi se arrepentía de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecía ya tan claro y evidente, por muy bien que se hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habría sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenía allá en el rancho, oculto debajo de la cama por haber matado la maldita loica que tanto los había hecho padecer. ¡Si al salir hubiesen cargado el arma! Pero aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y, poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave y delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas y confusas, pues no habían tenido aún oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.
Y, mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surgió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?
Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.
El espíritu de intransigente contradicción de Petaca contra todo lo que provenía de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡Y con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser más borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero había forzosamente que echar encima los guijarros. ¿Y por dónde salía entonces el tiro? Nada, al revés había que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones más contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, enseguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco y con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó sin dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo y echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenía la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacía y rectificaba una y mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que había apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que asaltó también al cazador recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero, el pensamiento de que su primo podía burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar los ojos y oprimir el disparador. Grande fue su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo y seco, pero que nada tenía de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. Y su primera mirada fue para el ave, y no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.
Cañuela, que viera al chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; y fue tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vio volar las plumas por el aire y caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que había visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora y su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio y destrucción que nada podía calmar. Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imaginaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenía aquella ilusión, y aunque ambos notaran al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.
Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza a pesar de que Petaca juraba y perjuraba haberla visto caer requete muerta y desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva y se desvían del blanco, de que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometiose, entonces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con tono de alarma:
-¡Se acabó la escopeta!
Petaca miró el fusil que tenía entre las manos y luego a su primo, lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entonces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para palpar la abertura con los dedos y se convenció de que no había medio de meter ahí un grano más de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste había aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hacia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, y reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada y dejar a Cañuela la gloria de salir a su sabor del atolladero. Demasiado conocía el genio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imaginación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, muy inquieto, le había observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, y le habló con animación de algo que debía ser muy insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistía a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse y ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas y ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron había bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cogió el fusil y lo acostó sobre la hoguera, retirándose, enseguida, los dos, para contemplar a la distancia los progresos del fuego. Trascurrieron algunos minutos y ya Petaca iba a acercarse nuevamente, para añadir más combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fue dispersada a los cuatro vientos, y siniestros silbidos surcaron el aire. Cuando pasada la impresión del tremendo susto ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérgica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. Cañuela, que lo había seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma, a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenía una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que había visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, y silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que así como el abuelo había encontrado la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna.

EL PERRO DEL REGIMIENTO
Daniel Riquelme

Entre tos actores de la batalla de Tacna y las victimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo, perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tai vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría al suyo entre sus hijos
Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo para que de este modo fuera algo de todos y de cada uno.
Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel; causa era de grandes alborotos y por ellos tratóse en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero Coquimbo no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de su abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo el peligro había pasado.
Se cuenta que Coquimbo tocó personalmente parte de la gloria que en el día memorable del Alto de la Alianza, conquisto su regimiento a las órdenes del Comandante Pinto Agüero, a quién pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga. Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual del Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...
Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, mayormente desde que nada hay que esconder.
Al entrar en batalla, la madrugada del 26 de mayo de 1880, el Regimiento Coquimbo, no sabía a que atenerse respecto de su segundo jefe, el comandante Pinto, quien, días antes solamente de la marcha sobre Tacna, había recibido un ascenso de mayor y su nombramiento de segundo comandante. Por noble compañerismo deseaban todos lo oficiales del cuerpo que semejante honor recayera en algún capitán de la propia casa, y con tales deseos esperaban, francamente, a otro. Pero el ministro de la guerra en campaña a la sazón don Rafael Sotomayor, lo habla dispuesto así.
Por tales razones, que a nadie ofendían, el comandante Pinto Agüero fue, pues, recibido con reserva y frialdad en el regimiento. Sencillamente, era un desconocido para todos ellos; acaso sería también un cobarde. ¿Quién sabía lo contrario? ¿Donde se había probado?
Así las cosas y los ánimos, despuntó con el sol la hora de la batalla que iba a trocar bien luego, no solo la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones. Rotos los fuegos, a los diez minutos quedaba fuera de combate, glorioso y mortalmente herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde debía ser el héroe feliz de Huamachuco, don Alejandro Gorostiaga.
En consecuencia, el mando correspondía-¡travesuras del destino!-al segundo jefe; por lo que el regimiento se preguntaba con verdadera ansiedad qué haría Pinto Agüero como primer jefe.
Pero la expectación, por fortuna, duró bien poco.
Luego se vio al joven comandante salir al galope de su caballo de las filas postreras, pasar por el flanco de las unidades que lo miraban ávidamente; llegar al sitio que le señalaba su puesto, la cabeza de regimiento, y seguir más adelante todavía. Todos se miraron entonces, ¿a dónde iba a parar?
Veinte pasos a vanguardia revolvió su corcel y desde tal punto, guante que arrojaba a la desconfianza y al valor de los suyos, ordenó el avance del regimiento, sereno como en una parada de gala, únicamente altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos bravos.
La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento y contagio, lanzóse impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo empeño de llegar a su lado.
El capitán desconocido de la víspera, el cobarde tal vez, no se dejó alcanzar por ninguno, aunque dos veces desmontando, y concluida la batalla, oficiales y subalternos, rodeando su caballo herido, lo aclamaron en un grito de admiración.
Coquimbo, por su parte, que en la vida suelen tocarse los extremos, había atrapado del ancho mameluco de bayeta, y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros, a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de degüello.
Y esta hazaña qué Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó de confirmarlo el niño mimado del regimiento.
Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo y querido de la personalidad de todos; de algo material del regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber, que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.
El, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud, con un amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como cariño de perro.
Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme; según los rotos, hasta sabía distinguir los grados, y por un instinto de egoísmo digno de los humanos no toleraba dentro del cuartel la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio que acaso él mismo calificaba de distinguida.
Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima. Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla.
Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez que el regimiento salía a campaña.
No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de las cuadras; de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz, como un tambor de la banda.
Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta del canal en que se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar que no se quedarla atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.
¡Pobre Coquimbo!
¡Quien puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cerrado fin que a él le aguardaba!
La noche cerró sobre Lurin, rellena de una niebla que daba al cielo y a la tierra el tinte lívido de una alborada de invierno. Casi confundido con la franja argentada de espuma que formaban las olas fosforescentes al romperse sobre la playa, marchaba el Coquimbo cual una sierpe de metálicas escamas.
El eco de las aguas apagaba los rumores de esa marcha de gato que avanza sobre su presa.
Todos sabían que del silencio dependía el éxito afortunado del asalto que llevaban a las trincheras enemigas.
Y nadie hablaba y los soldados se huían para evitar el choque de las armas. Y ni una luz, n¡ un reflejo de luz.
A doscientos pasos no se había visto esa sombra, que llevando en su seno todos los huracanes de la batalla, volaba, sin embargo, siniestra y callada como la misma muerte.
En tales condiciones, cada paso adelante era un tanto más en la cuenta de las probabilidades favorables.
Y así habían caminado ya unas cuantas horas.
Las esperanzas crecían en proporción; pero de pronto, inesperadamente, resonó-en la vasta llanura el ladrido de un perro, nota agudísima que, a semejanza de la voz del clarín, puede, en el silencio de la noche, oírse a grandes distancias, sobre todo en las alturas.
-¡Coquimbo!- exclamaron los soldados. Y suspiraron como sí un hermano de armas hubiera incurrido en pena de la vida.
De allí a poco, se destacó al frente de la columna la silueta de un jinete que llegaba a media rienda.
Reconocido con las precauciones de ordenanza, pasó a hablar con el comandante Soto, el bravo José María Segundo Soto, y tras de lacónica plática, partió con igual prisa, borrándose en la niebla, a corta distancia.
Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la Primera División, coronel Lynch, el cual ordenaba redoblar "silencio y cuidado" por haberse descubierto avanzadas peruanas en la dirección que llevaba el Coquimbo.
A manera de palabra mágica, la nueva consigna corrió de boca en oreja desde la cabeza hasta la última fila, y se continuó la marcha; pero esta vez parecía que los soldados se tragaban el aliento.
Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse sobre el tronco de árbol. Sólo se oía el ir y venir de las olas del mar, aquí suave y manso, como haciéndose cómplice del golpe; allá violento y sonoro, donde las rocas lo dejaban sin playa. Entre tanto, comenzaba a divisarse en el horizonte de vanguardia una mancha renegrida y profunda, que hubiese hecho creer en la boca de una cueva inmensa cavada en el cielo.
Eran el Morro y el Salto del Fraile, lejanos todavía; pero ya visibles.
Hasta ahí la fortuna estaba por los nuestros; nada había que lamentar. El plan de ataque se cumplía al pie de la letra. Los soldados se estrechaban las manos en silencio, saboreando el triunfo; mas el destino había escrito en la portada de las grandes victorias que les tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya sangre, obscura y sin deudos, pero muy amada, debía correr la primera sobre aquel campo, como ofrenda a los números adversos.
Coquimbo ladró de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán de lanzarse hacia las sombras.
En vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios que les sugería su cariñosa angustia.
¡Todo inútil!
Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las tinieblas a las avanzadas que había denunciado el coronel Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo allí por última vez para amigos y contrarios. Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto, separó dos soldados y entre los tres, a tientas, volviendo la cara, ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que cubrieron su agonía.
En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el viento arranca a las arboladuras de los bosques... y siguieron andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el desahogo de una venganza implacable.
Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena que yo cuento como puedo, arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole de piedra y bronce que iban a asaltar; pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras mujeriles de este rasgo característico:
Su piadoso amor a los animales.

CANDELILLA
Federico Gana.

Un mediodía de primavera, mi padre, que se paseaba, como era su costumbre, por el corredor interior de las casas del fundo, me dijo:
-Tienes que ir luego a los potreros de abajo, a los Montes, porque don Calixto me ha mandado decir que mi medianía estaba mala y se le pasaban mis animales. Anda con el Candelilla, para que te señale bien.
Llameen voz alta y tendí mis miradas por el largo corredor, en cuyo extremo se agrupaban los peones que esperaban el pago, y no vi entre ellos el llamado Candelilla. Allí estaban, afirmados en los pilares o paseándose y mirando cavilosos el suelo, algunos trabajadores que conocía desde la niñez.
El viejo Bartolo; el hercúleo Juan Sierra; el Chercán, vejete pequeñito, apergaminado, vestido de andrajos; el borracho y fiel regador del potrero de Santa Teresa, don Sosa; Núñez, el bodeguero; estos eran, puede decirse, los criollos, los aborígenes del fundo; pero Candelilla no estaba.
El apodado Candelilla, a causa talvez de sus ojos claros y rubios cabellos, era una especie de vagabundo, casi siempre invisible para mí, y muy popular en esos contornos. Sabía yo, vagamente, que era algo así como un ayudante intermitente del cuidador de animales, sin sueldo, y con ración solamente cuando trabajaba, que muchas noches llegaba a la cocina de las casas a comer cualquier cosa de los restos; que en los veranos, cuando llegaba la época de los cortes y cosechas de trigo, emigraba al sur, a Traiguén, Victoria, la Frontera, en busca de trabajo, llegando, después, en invierno y entrada de primavera, a refugiarse al calor del fogón hospitalario de las cocinas, como tantos otros.
De pronto, del grupo de peones, una voz ronca, alegre, burlona, de acento despreciativo, dijo:
-Patrón, allá viene el Candelilla... Se escucharon risas contenidas...
Dirigí la vista por todo el amplio patio plantado de enormes eucaliptus y pequeños durazneros florecidos, tapizado de yerba, sobre la que corrían y picoteaban las gallinas, encuadrado por diversas construcciones muy bajas: cocheras, mediaguas para las caballerizas y las carretas, graneros, la gran bodega del fundo con su único portón, y allá, al fin del patio, vi a Candelilla, que salía de la cocina y avanzaba hacia el corredor con la cabeza descubierta
Se detuvo frente a mí con un afectado ademán de respetuosa obediencia. Yo examinaba ahora con interés el aspecto de ese hombre que -antes había mirado con indiferencia. Era un individuo de regular estatura y anchas espaldas, delgado, recio. Vestía una ropa a la que el largo uso había dado un color indefinible; sus pies estaban calzados con ojotas. Y a pesar de la tibieza del día, cubríale el torso una gruesa manta de invierno, rota y deshilachada. Se inclinaba humilde ante mí, pero sus redondos ojos verdes, muy claros, fijábamos con risueña expresión interrogativa en mi semblante. Imposible habría sido definir la edad de aquel sujeto; pues los ásperos y lucientes cabellos, el grueso mostacho, las espesas cejas de un rubio claro, denunciaban la juventud, al par que las ondas mejillas fatigadas, sueltas, picadas de viruelas; la estrecha frente, en que las marcadas arrugas parecían cicatrices, hablaban de largos años de trabajos y padecimientos. Y ahora, su gruesa boca fruncíase en una sonrisa, como la de un niño que acabase de cometer una falta de la que pidiera perdón.
Le expliqué, rápidamente, lo que teníamos que hacer, y mientras me ponía las espuelas le pregunté:
-¿Hay mucho barro todavía, allá abajo?
-Algo queda, señor, porque el invierno ha sido malo.
Subimos a caballo y al montar Candelilla la flojísima yegua, casi inválida, que cabalgaba, del grupo de peones alguien le dijo con voz fuerte:
-¡No se te valla a cargar la bestia!
Candelilla sonrió vagamente a la broma, mostrando su gruesa dentadura amarillenta.
Marchábamos lentamente, aspirando con delicia el puro aire campesino. Mi vista se extendía por el vasto potrero de las casas, donde pacía el temeraje; a lo lejos, al sur, divisaba el caserío del pueblo que se proyectaba, amontonándose a los pies de los enormes murallones de cal y ladrillo de la iglesia inconclusa aún; en el confín de la costa, sucedíanse los cercados de perales floridos de blanco, de sauces cubiertos de hojitas nuevas, los grandes álamos, las tupidas zarzamoras. Aquí y allá, los pequeños ranchos de paja de los inquilinos, destacaban con profunda claridad, sus manchas sombrías sobre el cielo pálido y tranquilo. En lo alto, una red finísima de nubes cubría el azul; el aire era tibio y suave. Los temeros separados de sus madres, jugaban no lejos de mi sobre el césped brillante y manchaban el paisaje de colores vivos; bandadas de jilgueros, de diucas, de loicas, de tordos, gozaban de la tibieza de la yerba, de la tierra y de la luz y se alzaban a cada instante ante mis pasos. Por todas partes los grandes charcos de las lluvias recientes del invierno, brillaban inmóviles como espejos resplandecientes. Y yo sentía que una dulce embriaguez se apoderaba de mí, gozando de ese hermoso día; recordaba cosas lejanas de la niñez.
Y seguimos atravesando potreros y potreros, unos destinados a la engorda, cubiertos de espeso trébol y báltica; otros, recién arados, que esperaban la próxima siembra de chacras. Al fin llegamos a nuestro destino, el potrero de Los Montes o La Crianza, como indistintamente se le denominaba. Y vi a Candelilla esforzándose en vano por bajar las gruesas varas de un tranquero. Me desmonté de mi caballo y entre los dos corrimos, con dificultad, los pesados largueros.
Le dije sonriendo:
-¡Estás muy falso, hombre!
-Es que este brazo lo tengo malo- me contestó, indicándome con su izquierda, la mano derecha, en la que observé, inmediatamente, una grande y profunda cicatriz en la muñeca y algunos dedos encogidos y engarrotados.
-¿Y de que te vino eso?
-Fue de un balazo que me pegaron hace años. Aquí en el hombro tengo otro- continuó-; y por eso no tengo fuerzas.
-¿Dónde te pegaron esos balazos?
Su alegre rostro se iluminó con una sonrisa tímida; su gruesa nariz aguileña, más encendida y avinada que de costumbre con el reciente esfuerzo, parecía alumbrarle la cara.
Contestó entre dientes:
-Ahí le contaré eso más tarde...
Y yo, atravesando el hondo y sombrío estero cubierto de espeso bosque que aún nos separaba de Los Montes, pensaba en que tales desperfectos debían haber sido causados por una riña precedida de una colosal borrachera, como acostumbraba mi acompañante.
El potrero a que entrábamos formaba extraño contraste con los que acabábamos de atravesar. La espesura era allí inculta, selvática, virgen; las pataguas, los arrayanes el maqui, el canelo y el litre crecían silvestres, libres y opulentos en las hondonadas pantanosas; las tórtolas y las torcazas, que aún no emigraban a la montaña, volaban lentamente, descuidadas, de árbol en árbol, sobre nuestras cabezas; de cuando en cuando oíase a la distancia el golpe seco y duro de los picos carpinteros, que labraban sus nidos en las altas y secas ramas de los árboles muertos.
Al desembocar en los claros, veíamos uno o varios terneras de la crianza, que pacían tranquilamente en las altas yerbas y nos miraban inmóviles, confiados, con sus grandes y negros ojos purísimos. Todo era allí sombra, frialdad, silencio interrumpido por un movimiento leve, por el grito o el arrullo de una ave, el rumor de una rama agitada por un animal, y después era más profunda la tranquilidad misteriosa de esa pequeña selva.
Atravesando por estrechos senderos, baches y ciénagas, inclinándonos sobre nuestras monturas para deslizamos a través de la espesa maraña del bosque, llegamos por fin a las medianías.
Candelilla me mostró, cuidadosamente, los deslindes del vecino y los de mi padre, y llegué con mi ocular inspección al convencimiento de que la medianía en mal estado era la del mañoso don Calixto.
Fatigados de marchar por atajos, pantanos y boscosos vericuetos, llegamos por fin, a un pequeño alto donde crecían algunos maitenes jóvenes, cubiertos de espesos quintrales. Alrededor de las rojas flores, color de sangre fresca, de los hermosos parásitos, zumbaban bandadas de picaflores, que volaban siempre inquietos yendo rápidamente de un árbol a otro, lanzando estridentes gritos de alegría, de íntima embriaguez. A los pies de los hermosos árboles silvestres, veíase la tierra suelta, pisoteada y revuelta por los animales que venían a revolcarse bajo sus frescas sombras.
El sol, muy bajo ya sobre las montañas de la costa, lanzaba sus últimos rayos; el cielo, despejado de nubes, era un azul profundo, purísimo; una helada brisa venía del bosque cercano.
Candelilla se acercó a mí; permanecimos silenciosos a la sombra de los árboles. Le dije:
-Cuéntame, al fin, cómo te, pegaron esos balazos.
Su rostro animado, alegre, enigmático; sus ojos ingenuos, casi infantiles, se ensombrecieron; parecía haber envejecido de súbito; se sacó el viejísimo sombrero, rascóse fuertemente la cabeza, suspiró, e inclinando el rostro, exclamó, como hablándose a si mismo:
-¡Yo he sido muy padecido, patrón! Si le contara...
Yo escuchaba atento..
Alzó la cabezas, miró vagamente a su alrededor, y continuó:
-Yo nací aquí, en este fundo. De aquí son mis padres; mi familia vivía en esta tierra cuando el dueño del fundo era el finado don Antonio Pando.
A la muerte de don Antonio, los hijos y las hijas se empobrecieron, según habla la gente, porque había poco trabajo entonces, apenas para poder comer un pan. Yo estaba aquí cuando llegó el patrón de hoy, que les compró a todos los Pando...Yo era joven, como el patrón, como su padre; era el quesero en este fundo-continuo, alzando orgullosamente la voz al recuerdo de aquellos felices tiempos de juventud, de abundancia-.Me ocupaban en todo; ¡que Camilo, aquí; que Camilo, acá! ¡Con que gusto trabajaba!
Meditó un instante y en seguida continuó con una voz misteriosa, con los ojos brillantes, encendidos, tal vez al recuerdo de una felicidad lejana, perdida para siempre:
-Ud. no debe acordarse de todo esto, porque era muy mediano, apenas se levantaba del suelo. Un día llega la señora de Santiago. ¡Que bulla en la casa con los arreglos, qué trajines! Traía una chiquilla, la Tránsito, muy joven y nada mal parecida. Nos veíamos a cada instante...Pasó el verano, y cuando la señora se volvió para Santiago, Aquí me quedé yo con la Tránsito. Me Casé con ella pues señor. En esto viene la guerra del Perú y principian a enganchar gente en el pueblo. Entonces no entraba nadie a la fuerza. ¡Cómo se llenaba el cuartel! Hacía dos meses no mas que me había casado, cuando un sábado que, le confesaré, andaba con mi copa desde temprano, ¿no me da por ir a meterme a la estación? Pues allí habla una bolina de gente y músicas, porque pasaba un batallón de los que toan a pelear al norte. Los enganchadores muy amables, y copa y copa con todo el mundo. Sale un futre y se monta a un carro y dice que la patria la tienen traicionada, que la van a cautivar, que todos tenemos que correr a defenderla porque somos sus hijos, que nuestra sangre es poca para daría, y aquí me tiene Ud. perdido y embarcado para la guerra por las palabras de ese futre. Mi mujer, a la que noticiaron que me iba, alcanzó a llegar cuando el tren ya estaba andando Y así la vi, señor, por última vez llorando sin consuelo y levantando los brazos como si quisiera sujetarme Vino la noche en el camino; ¡ya no habla remedio! ¡Qué sacaba con arrepentirme! Cuando llegue al norte, me destinaron al 2º de línea y en él hice la campaña con mi finado comandante Ramírez guardó silencio un instante, profundamente absorto en sus recuerdos v en seguida continuó con grave acento
Allá fuimos mandados a pelear en esa traición de Tarapacá. Los que sabían dijeron que. después de San Francisco, a los cholos los íbamos a agarrar como gallinas, que iban de derrota Y vamos marchando, niños, muy con lentos por aquellos desiertos que parecían brasas encendidas; brasas, patrón en la cabeza, en las espaldas y en la boca, reseca como yesca ¡Hubiera visto, señor algunos compañeros que quedaban rezagados buceando el agua en la arena, con las dos manos, como locos!
Cuando tuvimos al enemigo al frente, ya no nos quedaba agua en tas caramayolas; el sol siempre en la cabezas y la boca amarga como hiel y bala y bala. De repente mandan bajar una quebrada; ahí está el agua, decían; los compañeros corren sin obedecer orden ninguna y se ponen de boca a beber hasta empaparse, cuando a los dos lados de la barranca aparecen los cholos como moscas, que nos estaban cateando ¡Hubiera visto patrón! Todos los sedientos quedaron ahí muertos como patos en bandada. Yo, con mi teniente Arrieta y un subteniente Valenzuela, logramos guarecernos de las balas que caían como granizo, en una casita de tejas que habla arriba. Allí había muchos de los traicionados. Los cholos los teníamos siempre tan cerca que les vetamos las caras y les escuchábamos las voces. Nos tenían rodeados; las balas atravesaban las murallas de adobe y el que se asomaba a la puerta era hombre muerto. Mi capitán Necochea estaba allí herido de muchos tiros y pedía a gritos agua y que lo mataran y nosotros sin poder darte nada saltábamos por encima de él v disparábamos defendiendo la vida amas v mejor De repente por una ventana veo patrón como en una estampa que mi estandarte, el estandarte del 2º, se lo están peleando la guardia del regimiento con una niebla de cholos, no a tiros, sino a culatazos, guantadas y tirones, pedacito a pedacito. ¡Qué le diré patrón! Al ver esto, sentí yo lo mismo que el día que me enganche allá en el pueblo y habló el futre de la estación, y casi sin saber cómo, corrí solo hacia mi estandarte, como si me hubiese vuelto loco. Iba corriendo con el fusil bien apretado cuando escucho una descarga cerrada y siento aquí, en el pecho, como si me hubiesen dado un trancazo tan fuerte que me hizo dar mil vueltas y perder los sentidos. Cuando volví en mi y levanté la cabeza, ya no estaban los que peleaban y del estandarte no había ni señas. Ahí cerca no vi sino un numero de muertos hechos pedazos y chorreando sangre. Con la descarga me hicieron las dos heridas en la muñeca y en el hombro. ¡Así fue como me pegaron estos balazos, patrón!
Después, en la campaña, me vino esa fiebre de tiritones que todavía me da, y me mandaron a Chile.
Cuando llegué aquí me encontré solo, sin casa y sin mujer, porque la pobre Tránsito se había muerto de viruela. Y así estoy solo desde hace más de veinte años, sin nadie en este mundo, viviendo aquí y allá. ¡Qué hacerle! ¡Esa habría sido mi suerte)
-¿Y que sacaste de la guerra?
-Nada más que este brazo malo y las malditas tercianas que no me dejan -contestó sencillamente.
Durante esta relación, el sol se puso; el crepúsculo manchaba ya de sombras el horizonte; las primeras estrellas principiaban a brotar dulcemente en el cielo.
Regresamos en silencio. Y al llegar a las casas le digo:
-Pásame tu mano.
Me la tiende en silencio y yo estrecho con fuerza, en la oscuridad, aquella diestra mutilada de un héroe humilde e ignorado, como tantos otros...


PAULITA
Federico Gana

¿Llueve Paulita? -le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueno. -Lloviendo toda ¡a noche sin descansar, señor- me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café. En seguida, cruza tos brazos sobre el pecho y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial.
Yo, desde mi lecho, diviso confusamente allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que borbotean sin término en las charcas.
-Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen- agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.
Después se vuelve hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como llavera del fundo que es, desde hace largos años.
Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello.
Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color oscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo los ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes. Por fin le digo
-¿Y ha sabido de José?
Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:
-¡De José, de Josecito, mi hijo! sí señor, i como no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero.
Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: "Aquí tiene, madre, para que se compre todas sus faltas" Después, cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me da-. ría para que descansara en mi vejez Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios...
Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
-Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?...
-¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha; mandado algún recuerdo?
Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:
-Sí... siempre me escribe... desde que se fue, ahí tengo las cartas... se las traeré para que las vea... Es tan atento... También me ha mandado algunos engañitos... Dice que no se viene, porque no quiere llegar pobre aquí-. Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:
-Y pensar que va para los tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos!- Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:
-¡Ah! señor ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora-, termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.
Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos, y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos
-Y él allá., al fin del mundo y yo tendré que morirme aquí como un perro: ¡Porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho las manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros
Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, leyendo tranquilamente los diarios que acaba de traer el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de, los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo.
Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles sobre el húmedo azul del cielo, y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho.
Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé qué vaga, indefinible esperanza.
De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de mí, sobre la alfombra. Paulita está frente a mi trae debajo del brazo un pequeño envoltorio, sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante.
Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo: sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa... Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:
-Hoy me ha llegado carta de él. ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea
-¡Ah! José le ha escrito -le digo Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
-Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí!
Es una breve carta que principia con el consabido: "Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud, yo quedo aquí, bueno, a sus órdenes. Esta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje porque hay que atravesar el mar.
"También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerde de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor, trabajar, solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo. -José Morales".
Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.
De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:
-José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.
-Ingrato él -me contesta con una expresión de extravío en la mirada-, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda-;y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género" oscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!
-Muy borato, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.
-Sí, ya va a llegar muy pronto -me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.
Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.
Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:
-Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?
-Lo único que hay de nuevo, señor -me contestó-, es que doña Paulita está en las últimas.

-¡Cómo! -le dije sorprendido- ¿y qué tiene?
-Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa.
Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar...Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta.
Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción*, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaunción y la confesará. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
-Vamos a verla -le digo, hondamente conmovido con la noticia.
(*) consunción. Enflaquecimiento excesivo.

Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.
Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se operaba por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre...
-Paulita -le digo en voz baja- ¿me conoce?
Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas, y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto.
De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil. Destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las obscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse. Su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda¿ lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño: .
-José... Josecito... ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo?... Acércate... pero... ¡Tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame... así... Y tan elegante!... ¡Dios te bendiga!... ¿Pero ya te vas?... ¡No vuelves más!
Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso...
Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
-Pobre José ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!
El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:
-José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre...
-¿Cómo?-le digo, mirándolo sorprendido...
-Sí, señor -agrega-, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero...
-¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?
-Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
-¿Y los regalos?
-Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir... ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer!-. Y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando al parecer, con la barba apoyada entre las manos.

EL PERRO DEL REGIMIENTO
Daniel Riquelme
EL CHIFLÓN DEL DIABLO
Baldomero Lillo

En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de si un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de Invierno. Por el hueco de la puerta se vela el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.
Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos
adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:
-Quédense ustedes.
Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se puntó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso.
Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades habla atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.
La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.
Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a los obreros para que se acercasen, y les dijo:
-Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así?
-Si, señor -respondieron los interpelados.
-Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa veta.
Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio. Por fin el de más edad dijo:
-¿Pero se nos ocupará en otra parte?
El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio contestó:
-Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas. El obrero insistió:
-Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera.
El capataz movía la cabeza negativamente.
-Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
-Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a trabajar al chiflón del Diablo.
El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:
-Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las' medidas que más convengan a sus intereses.
Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.
-Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes -agregó-, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman, dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana seria tarde. Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último tenia la ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel shylock inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.
Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas y de sus troncos.
En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el mustio suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia e iniquidad estaba permitida.
El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades de la mina.
La galería del Chiflón del Diablo tenia una siniestra fama. Abierta para dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía siempre, si, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios y la explotación de la nueva veta continuó. Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el método puesto en práctica por el capataz aquella mañana.
Muchas veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la mina,
Se había pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los revestimientos que había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacia en las partes sólo indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre excesivo. Pero para desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era superior a la de los otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta en el platillo más leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía explotar sin interrupción el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban a través de los siglos la irradiación de aquellos millones de soles que trazaron su ruta celeste, desde el oriente al ocaso, allá en la infancia del planeta.
Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de costumbre. Estaba grave, meditabundo, y contestaba con monosílabos las cariñosas preguntas que le hacia su madre sobre su trabajo del día. En ese hogar humilde había cierta decencia y limpieza por lo común desusadas en aquellos albergues donde en promiscuidad repugnante se confundían hombres, mujeres y niños y una variedad tal de animales que cada uno de aquellos cuartos sugería en el espíritu la bíblica visión del Arca de Noé.
La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos, su rostro muy pálido tenia una expresión resignada y dulce que hacia más suave aún el brillo de sus ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre prontas a resbalar. Llamábase María de los Ángeles.
Hija y madre de mineros, terribles desgracias la habían envejecido prematuramente. Su marido y dos hijos muertos unos tras otros por los hundimientos y las explosiones del grisú, fueron el tributo que los suyos habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le restaba aquel muchacho por quien su corazón, joven aún, pasaba en continuo sobresalto. siempre temerosa de una desgracia, su imaginación no se apartaba un instante de las tinieblas del manto carbonífero que absorbía aquella existencia que era su único bien, el único lazo que la sujetaba a la vida.
¡Cuántas veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin acertar a explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas que condenaban a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el fausto de la inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir sin aquella perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas eran el precio, tantas veces pagado, del pan de cada día!
Pero aquellas cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el enigma, la anciana ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con su melancolía habitual.
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el muchacho sentado junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus pensamientos.
La anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a interrogarlo cuando la puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó por la abertura.
-Buenas noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? -preguntó cariñosamente Maria de los Ángeles.
-Lo mismo -contestó la interrogada, penetrando en la pieza-. El médico dice que el hueso de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la cama sin moverse.
La recién llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por vigilias y privaciones. Tenia en la diestra una escudilla de hoja de lata y, mientras respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba sobre la mesa.
La anciana alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el caliente liquido, continuó preguntando:
-¿Y hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro? La joven murmuró con desaliento:
-Si, estuve allí. Me dijeron que no tenia derecho a nada, que bastante hacían con darnos el cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden para que en despacho me entregaran cuatro velas y una mortaja.
Y dando un suspiro agregó:
-Espero en Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto. Maria de los Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas dádivas en mano de la joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo agradecida:
-La Virgen se lo pagará, vecina.
-Pobre Juana -dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado su silla junto a la mesa-, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique con la pierna rota.
-¡En qué se ocupaba?
-Era barretero del Chiflón del Diablo.
-¡Ah, si, dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!
-No tanto, madre -dijo el obrero-, y ahora es distinto, se han hecho grandes trabajos de apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay desgracias.
-Será así como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como trajeron - a tu padre y a tus hermanos.
Gruesas lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El muchacho callaba y comía sin levantar la vista del plato. cabeza de Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar a su madre el cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo se sobra habría siempre para darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la edad no daba grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como todos sus camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual tenia de antemano designado.
Cuando una hora después de la partida de su hijo Maria de los Ángeles abría la puerta, se quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los campos.
Hacia mucho tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro
circundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte enviando a torrentes sus vividos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se desprendían por todas partes azulados y blancos vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba un soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cruzaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas tornasoladas desde lo alto de un montículo de arena lanzaba una alerta estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizábase junto a él.
Algunos viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los sucios corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el paisaje. Caminaban despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de aquel tibio calor que fluía de lo alto.
Eran los inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran los que no estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna. Sentados en un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus pupilas fatigadas, hundidas en las órbitas teñían una extraña fijeza. Ni una palabra se cruzaba entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y cavernosa, sus labios cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo negro como la tinta.
Se acercaba la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas preparaban las cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve repique de la campana se alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas fuera de las habitaciones.
En la mina el repique había cesado y nada hacia presagiar una catástrofe. Todo allí tenia el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar sin interrupción su enorme penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la brisa que lo empujaba hacia el mar.
Maria de los Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su hijo la botella de café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando aquellos objetos, se abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape con las faldas levantadas, grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de chiquillos que corrían desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió aquel . ejemplo: sus pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba sus viejos músculos y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del arco en su máximum de tensión.
En breve se colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los rayos del sol parecía atraer y precipitar tras de si la masa sombría del harapiento rebaño.
Las habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y se cerraban con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de los corredores, sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia arriba, dejaba oír un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que llegaba hasta él, apagado por la distancia.
Sólo los viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y mudos e inmóviles, seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos fijos en un más allá invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida irradiación que infiltraba en sus yertos organismos un poco de aquella energía y de aquel tibio calor que hacia renacer la vida sobre los campos desiertos.
Como los polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del gavilán, corren lanzando pitios desesperados a buscar un refugio bajo las plumas erizadas de la madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas, que gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo los brazos descarnados de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la húmeda plataforma. Las madres apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el seno semidesnudo, y un clamor que no tenia nada de humano brotaba de las bocas entreabiertas contraídas por el dolor. Una recia barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo, y en ella fue a estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos obreros con la mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas filas de aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus deudos, del número de muertos y del sitio de la catástrofe.
En la puerta de los departamentos de las máquinas se presentó con la pipa entre los dientes uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas rojas, y con la indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre aquella escena.
Una formidable imprecación lo saludó y centenares de voces aullaron:
-¿Asesinos, asesinos!
Las mujeres levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban los puños ebrias de furor. El que había provocado aquella explosión de odio lanzó al aire algunas bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció la noticias que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella excitación. El suceso no tenia las proporciones de las catástrofes de otras veces: sólo había tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo demás, y casi no había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido en la galería del chiflón del Diablo, donde trabajaba ya hacia dos horas en extraer las victimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el departamento de las máquinas.
Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud. María de los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza que mordía sus entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza si no certeza: de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en si misma con ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los histéricos sollozos de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.
Entretanto huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la máquina inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos; los cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían estremecíentes del pique hondisimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo del cielo, azul y diáfano, que no empañaba una nube.
De improviso el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de otros tres resonaron lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un estremecimiento agitó la muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía, en cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban y temían descifrar.
Un silencio lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba en la plataforma, y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.
Algunos instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que corona la jaula asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y luego se detuvo por los ganchos del reborde superior.
Dentro de él algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una carretilla negra de barro y polvo de carbón. un clamoreo inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud se arremolinó y su loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de los cadáveres. El primero que se presentó a las ávidas miradas de la turba estaba forrado en mantas y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y manchados de lodo. El segundo que siguió inmediatamente al anterior tenia la cabeza
desnuda: era un viejo de barba y cabellos grises.
El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela que lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz del sol un reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con espanto:
-¡El cabeza de Cobre!
El cadáver tomado por los hombros y por los pies fue colocado trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.
María de Los Ángeles al percibir aquel libido rostro y esa cabellera que parecía empapada en sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto; pero apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto que un sonido inarticulado brotaba de su garganta.
Luego sus músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y permaneció inmóvil en el sitio como herida por el rayo.
Los grupos se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer, quien con la cabeza doblada sobre el pecho, sumida en una sensibilidad absoluta, parecía absorta en la contemplación del abismo abierto a sus pies.
Un rayo de luz, pasando a través de la red de cables y de maderos, haría oblicuamente la húmeda pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y brillante las pupilas de la anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el circulo luminoso, el cual lentamente y como si obedeciera a la inexorable, escrutadora mirada, fue ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a través de un cristal diáfano y transparente.
Aquella rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la vista de Maria de los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores abiertos en la roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales el rayo del sol esparcía una claridad vaga y difusa.
A veces el haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los techos de lóbregas galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos estrechos por los que apenas podría deslizarse una alimaña.
De pronto las pupilas de las ancianas se animaron: tenia a la vista un largo corredor muy inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar dentro de la vía una carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la techumbre sobre sus torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo en uno de aquellos obreros en el instante en que se erguían violentamente y fijaban en el techo una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y desapareció la visión.
Cuando las tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón de escombros una densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de infinita angustia, un grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo acústico y murmuró junto a su oído:
-Madre mía!
Jamás se supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se la vio por un instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin un grito, desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo, lejano, casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual se escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto de sangre en el fondo de su cubil.


AFUERINOS
Luis Durand

Suerte más perra! -rezongó Rosendo Parías, al echarse de nuevo el saco de "monos" al hombro-. Ijíi qu'estuviéramos apestaos. Hay que ver la gente bien desconsidera pá' ayudar al pobre. Y di hay, ¿qué hacimos? - interrogó, volviéndose hacia su compañero, que, sentado en la cuneta del camino, se amarraba despaciosamente una chala.
-La aloja es la molestosa -repuso el otro con aire distraído, pasándose el revés de la mano por la nariz roja de frío.
-Sí, pue, la alojá no más será -agregó de nuevo Farías, con irritado acento-. El hambre que nos maltrata serán florecitas en el ojal, ¿no es cierto?
Miraba a su "cumpa", de soslayo, en una actitud que le era peculiar, muy abierto e inmóvil el ojo izquierdo, enturbiado por una nube. Era un hombre alto, cenceño,* con el rostro derrumbado por el cansancio y las penurias de una existencia aporreada. Unos pelos ralos le poblaban a retazos la cara y, junto a la nariz, como un torrente seco, una ancha cicatriz le cruzaba la piel.
-¿Y qué sacái** con ajisarte? No vamos a componer el apero por andar chillando, como rueda sin aceite. O vos eréis que yo no llevo hambre... Tengo también las tripas que ya me hablan.
Sonreía entreabriendo los labios gruesos y sensuales, mostrando unos dientes blancos y enteros, capaces de devorar a un buey. A guisa de chalina, se abrigaba el cuello con un ponchito desflocado. Y sobre la frente despejada se le iba un mechón de pelos negros como sus ojos, alegres y brillantes. Álvaro Pérez estaba hecho, sin duda, de otra pasta harto distinta de la de su malhumorado compañero de correrías.

* cenceño. Delgado o enjuto.
**Esta conjugación de la segunda persona singular de presente del indicativo -típica del habla rural es la misma que después popularizaría el lenguaje juvenil: estái. creís. pensái, etc.

Echaron a andar de nuevo por el reborde alto del camino, sorteando el barrizal que en los bajos se convertía en lagunas espesas, de color chocolate. Un crepúsculo húmedo, de luz mermada prematuramente, daba triste entonación al canto o silbido de los pájaros cuando pasaban volando bajo unas nubes negras y amenazadoras.
En la distancia, clareó fugazmente el horizonte, tiñendo de rosa y amarillo algunas nubes. Pero aquello fue sólo como la insinuación de una sonrisa, pues muy pronto la luz se veló de nuevo y las sombras se apretaron, desdibujando el contorno de los árboles, de los ranchos próximos al camino y los de algunos vacunos que, de rato en rato, bramaban desolados en el fondo de los potreros.
-Va a llover qu'es vicio -exclamó Pérez. Y la del diantre que por aquí ni autos pasan pa que nos acarreen a un hotel, a onde podamos servirnos una güeña cazuela di ave y unas varas de longaniza, con su medio cántaro de mosto, pa calentar las tripas. Después nos iríamos a dormir en un colchón bien alto y el riñón abrigao, con una de esas frazadas capaces de hacer sudar a un riel. Si la plata hay que gastarla, huacho.

-¡Eja! Dale güira* no más a la lengua. L'hambre te está haciendo difariar. Yo no sé qué objeto tendrá eso de andar hablando vanidades. Más es la pica que baja.
-¡Las cosas tuyas! Pa divertirlos, pues ho.** Pior es ponerse tragedioso. Contimás*** que uno se marea, queda en los mismos pelos. Si la vida del pobre es así... Y como no habimos conoció otra.
-Muy verdá es -convino Rosendo-, pero no por eso nos hemos de conformar. Date vos cuenta que los animales, con ser brutos, viven mejor que nosotros. No pasan necesidades y tienen su güen gualpón a onde duermen bien reparaos. Lo que el pobre no merece muchas veces ni un pedazo de rancho pa favorecerse de la lluvia.
-Razones son ésas. Pero el hombre no saca na con lamentarse si no hace empeño a buscarse un acomodo. A naide le cae ja breva pela y en la boca. Es preciso considerar una cosa tamién, y es que a nosotros los gusta tantísimo la tomaúra. Somos más sufrios p'al litro que p'al arao. Y es qu'es tan bonitazo andar por el camino sin que naide lo gobierne a uno. Dándole gusto al cuerpo no más. Y toparse por ey con los pobres gallos afirmándolas día a día, a la siga de los güe-yes.
Rosendo Farías masculló algunas palabras que Pérez no se preocupó de averiguar. Silbaba ahora una vieja tonada, la única que sabía, y que jamás dejaba de recordar cuando lo roía alguna preocupación.
El Negro Pérez era de carácter risueño y francote; detrás del cual ocultaba todo cuanto lo podía hacer desmerecer ante el propio concepto de su hombría. En ese momento iba meditando en la razón de haberse apareado con Farías, que con su cara de vinagre y su voz chillona, no caía bien en ninguna parte.
El día antes, sin ir más lejos en sus recuerdos, pasaron a pedir trabajo en un fundo cuyas casas se divisaban desde el camino.

* güira. Aquí equivale a darle soga, lienza (como al trompo).
* * También este "ho", por hombre, ha sido incorporado al lenguaje juvenil: "cuéntate otra, ho...".
*** contímás. Cuanto más.

Los atendió el propio dueño, un hombre de aspecto bonachón, que los miraba con unos grandes ojos pardos, mansos y tranquilos. Después de oír la petición que le formularon, les contestó afablemente:
-Trabajo tengo, y al buen peón aquí no le va 'nial. Si quieren quedarse, pasen a la cocina a comer y ahí hablan con el mayordomo cuando llegue la gente a entregar el apero.
El Tuerto Farías se lo quedó mirando con su actitud característica: el ojo turbio muy abierto e inmóvil y el otro de soslayo. Con chillona voz de tiuque en día de lluvia, preguntó:
-¿Cuánto pagan aquí? Y cuando el hacendado se lo dijo, Farías desdeñosamente replicó:
-¡Chis!, por esa plata yo no le trabajo a naide. Pa eso, mejor estoy sentado en mi casa.
El dueño se encogió de hombros, sin pizca de malicia. Afirmándose el fiador del sombrero y levantando las riendas del caballo que lo esperaba, les dijo a manera de despedida:
-¡Que les vaya bien!
Al Negro Pérez, no obstante el disgusto que aquella salida de tono le causara, le dio una loca tentación de reírse a gritos. Y, ya en el camino, le dijo:
-Güeno, pue ho, ¡ahora nos iremos a sentara tu casa!
Y ante la furiosa mirada de Farías, Alvaro Pérez había dejado escapar el atropellado tumulto de carcajadas que le estaba haciendo cosquillas en la garganta. Esa noche durmieron al abrigo precario de un muelle de paja que encontraron al paso. Muy trillado por los animales y ya pasado por el agua de las lluvias, aquella alojada fue harto penosa. Apenas clarearon las primeras luces, Pérez se enderezó entumecido, exclamando:
-Oye, ta güeno que le mandís a componer el techo a tu casa. Tengo la cara como cartón con la garuga* de anoche. Güeno, pues, hombre, llama luego a la empliá pa que nos traiga desayuno. A mí me gusta el caldo por la mañana.
Mediante algunos escasos centavos que les quedaban comieron pan con ají en un chinchel** del camino. Rosendo caminaba silencioso y huraño, rumiando su mal humor. El Negro, indiferente, como si no lo afligiese ninguna preocupación. Sin embargo, iba decidido a aprovechar la primera oportunidad que se le ofreciera para separarse de su in-confortable amigo.
Bajo un cielo nuboso, la noche se había extendido por el campo. En los charcos se oía el metálico croar de los sapos, mientras

* garuga. (De garúa,) "Provincialismo penjano y chileno" por llovizna, que en el campo se hizo "garuga" (Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, 1875).
** chinchel. Cantina.


los perros,; desde los ranchos distantes, comenzaban a bravuconearle a la oscuridad, engendradora dé fantasmas. El viento húmedo les mojaba las espaldas, hormigueando en la carne, con helada insistencia.
La mezquina luz de una fogata interior les mostró en un recodo una vivienda. Y de común acuerdo se acercaron a ella para hablarles a sus moradores. El Tuerto Farías, •con la voz más melosa que pudo sacar, exclamó:
-Buenas noches toa la gente; ¿Podríamos hablar con el dueño de casa?
Por la ventana que daba al callejón, asomó el rostro de una mujer desgreñada y flaca, con una criatura en los brazos. Sus ojos curiosos trataron de perforar la oscuridad para ver a los que llegaban. Recelosa, inquirió:
-¿Quiénes son ustedes?
-Gente honra, señora. Por favor, dígalos si podríamos hablar con su marido.
-Tá durmiendo el dueño de casa. ¿Que lo conocen ustedes?
-No, pero como somos forasteros de pu aquí y como no teñimos conocencias, quisiéramos pedirle una ayudita. Andamos con harte necesidá y no teñimos ni a onde alojar.
El gruñido irritado de un quiltro se oyó en ese momento, junto con la voz de un chiquillo que habló medrosamente.
-¡Taitita! Despiértese, taitita. Fastidiada; la mujer lo hizo callar.
-Cállate vos, chiquillo intruso -y dirigiéndose a los hombres; les habló en seguida con voz desabrida y quejumbrosa, en la que no obstante se advertía cierta compasión por ellos-: Oigan. No sacan na con hablar con Filidor, porque no teñimos ni una na con qué poderlos favorecer. Es mejor que sigan hasta La Rinconada. Allí pueden encontrar algún acomodo, aunque sea pa dormir. A la vuelta del ,cerro está la casa de on Jesús Chandía, qu'es hombre rico y muy güen cristiano pa tratar al pobre. Hasta trabajo les puede dar, porque endenantes no más le oí decir a mi marido que al jutre le estaba haciendo falta galla pa la siembra. Por ahí van bien, porque lo qu'es p'al pueblo, es casi toa gente pobre la que vive. Contimas que no hay casa a onde no tengan enfermos. Ha cargado mucho una epidemia que la mientan gripe. Es como cotipao con calentura. Y el pobrerío es el que más padece. Va duro el año este...
A la mujer se le había desatado la lengua, y llevaba intenciones de seguir adelante con su chachará, cuando el Negro Pérez se la cortó de pronto, diciéndole:
-Muchas gracias, señora. Que pase güeñas noches con toa la compaña.
Rosendo Parías, que escuchaba con gran interés la conversación, pues era muy aficionado a ésta clase de tertulias, pegó un respingo de caballo rabioso, se tocó el ala del sombrero y con aire grave aprobó las últimas palabras de la mujer:
-Malo va el año. Muy verdá, señora A poco andar encontraron el cerro de que les habló la mujer. En la oscuridad era como un enorme monstruo informe que, recostado junto al camino, acechaba a los viajeros. Descendieron hasta un bajo abrigado por unas pataguas y luego subieron hacia el alto, en donde el viento vino de nuevo a clavarles sus heladas agujas. Arriba, las nubes se habían desgarrado para mostrar un cielo lívido, de difusa claridad lunar. Caminaban ahora junto a una tapia, por encima de la cual algunos árboles extendían sus ramas hacia el camino. En el interior, oíase el ronco vozarrón de un perro que ladraba a intermitencias.
Al final de la tapia se alzaba un largo edificio de construcción ligera y en seguida una casa de adobes, en cuyas ventanas, a través de los postigos cerrados, se filtraba la luz del interior. El Negro Pérez se acercó a poner el oído junto al postigo y después de escuchar un momento exclamó en voz baja, atrayendo por una manga a su compañero:
-Oye, gallo. ¡Tan cucharíando en lo mejor! Aquí sí que nos puede ir bien. Vos sabís que guatita llena corazón contento. Cómo van a ser tan piratas que se nieguen a favorecerlos con algo.
-¡Mi maire! Se me está haciendo agua la boca. Me recondenara si no son porotos con chicharrones los que están comiendo.
Tras de una prudente espera, golpearon discretamente. Oyóse adentro el ruido de una silla que se aparta y luego unos pasos enérgicos hacia la puerta. En seguida la pregunta de rigor, formulada con voz recia :
-¿Quién llama?
Esta vez fue el Negro Pérez quien se apresuró a contestar, dando a su acento la mayor amabilidad que pudo:
-Somos nosotros, patrón Chandía, que querimos hablar unas palabras con su mercé.
Crujió una tranca y rechinó una llave antes de que se abriera la puerta. En el vano de ella apareció la voluminosa figura de Jesús Chandía, con un sombrero alón metido hasta las orejas y envuelto en un poncho largo, color vicuña. Sus cejas canosas y erizadas se arquearon, tratando de identificar a los recién llegados. Después su vozarrón inquirió
-¿Qué se les ofrece?
-Andamos buscando liga a onde ponerle el hombro, patrón Chandía, y como sabimos que su mercé está necesitando güeña galla, venimos a ofertarlos con mi compañero. En , el trabajo somos rotos harto sufrios y empeñosos.
Jesús Chandía irguió su alta figura, dejando escapar un ¡ejem!, tan sonoro y vigoroso, que pareció quedarle vibrando en el pecho. Después de sonarse estrepitosamente con un gran pañuelo floreado, les dijo con voz de severa reconvención:
-Pero éstas no son horas de venir a molestar a una casa. El buen peón llega a la luz del día a pedir trabajo y no anda ocultándose en las sombras de la noche. Para mí que ustedes son rotos mañosones.*
iba a contestar el Tuerto Parías, pero el Negro lo atajó, diciendo alegremente

* mañoso. Que tiene costumbres inadecuadas para la convivencia (Diccionario del había chilena).

-La punta que es bien verdá lo que nos dijeron de que usté era muy divertío, patrón.
¡Qué vamos a ser rotos mañosos! Pregunte usté en "Santa Teresa", en "El Peumo", o aquí más cerca, en "Las Rosas", y le dirán quiénes somos nosotros. Aguaite, su mercé, estos tremendos callos. Lo que hay es que se nos hizo tarde, porque los caminos están muy barrosos y pesaos y andamos necesitaos de echarle algo por debajo del bigote.
Jesús Chandía apoyó la mano sobre la puerta, en la actitud de cerrarla, diciéndoles:
-De noche no entro en tratos con nadie. Si quieren trabajo, vuelvan mañana, que será otro cuento.
-Conformes, patrón, pero hágase cargo que andamos entumios y con hambre. Lo que su mercé disponga se lo agradeceremos.
Sin contestarles, Chandía dio un grito hacia el interior de la casa.
-jErmelinda! Ve si hay comida en la cocina y tráete dos raciones. También un pan grande. ¿Andan trayendo en qué recibir comida ustedes?
-Sí, patrón. Aguárdese un momentito. Apresurados buscaron entre las pilchas de su saco un jarro de latón grueso, que alargaron a Chandía. A tiempo de recibirlo, éste volvió a gritar:
-¡Que venga caliente esa comida!
Al poco rato apareció Ermelinda, una moza de carrillos encendidos, ojos vivos y una naricita respingada que le agraciaba. Traía una fuente llena de porotos que despedían un vaho cálido y apetitoso. Los vació en el jarro de aquellos huéspedes no convidados !y se los pasó junto con un gran pan. Pérez le dijo:
-En su nombre nos vamos a servir esta comidita. ¡Qué rica ha de estar! Se ve que la hizo usté, prenda.
Chandía en ese momento exclamó desde el medió del pasadizo:
-¡Cierra bien la puerta, mujer!
-Muchas gracias, patrón Chandía. ¡Hasta mañana!
Otra vez las tinieblas del camino. Mas ahora llevaban adentro una loca alegría que era como un rayo de sol.
Rosendo Parías, enternecido, dijo con trémula voz.
-Seco el viejo, pero harto güen cristiano, no se puede negar. Toy dispuesto a trabajarle una güeña tira de días. Tamos necesitando unos cobres pa comprar tantísimas faltas. Ni pa los vicios habimos tenido estos días. Yo, cuando no pito, te diré que me pongo bien lile. Oye, vamos pa bajo a merendar, porque allí hay muy güen reparo.
-Esa es la letra. Los juimos dijo la venida. Ahí estaremos bien y después nos serviremos una güeña cacha e mosto blanco, de ese que pasa por debajo del puente.
Comieron amistosa y fraternalmente, conversando de las incidencias de su cotidiano deambular. El estero gorgoriteaba* leve a pocos pasos de ellos. Arriba el cielo se había limpiado, dejando ver algunas estrellas.
-Parece que quiere componerse el tiempo -opinó el Negro Pérez, echando una rápida mirada hacia el cielo, en el momento de levantarse para ir a lavar su cuchara-. Oye, voy a ver cómo anda la cosa por aquí pa que arreglemos el dormitorio.
Crujieron las ramas del pequeño monte en donde se metió. Después gritó:
-No sirve esto, gallo. Tá muy húmedo. Se nos puede echar a perder el colchón aquí. Vamos a tener que seguir taloneando pa La Rinconada.

-De allá somos, pues -le contestó Parías, con el ánimo muy levantado.
-¡Áh, chitas que te hicieron bien los porotos ho! Yo creo que ahora serías bien capacito de dormir parado debajo de un árbol.
-Voltario que me hallo...
Pero, al pasar junto al galpón de Chandía, oyeron el recio estornudo de un animal y, acercándose más, el poderoso crujir de sus dientes triturando el pasto.
De pronto el Negro dio un brinco de júbilo.
-¡Oye, oye! Aquí hay una ventana, y si no tiene barrotes, estamos al otro lao. Atrácate, con eso me encumbras.
De pie encima de los hombros de Parías, el Negro alcanzó la ventana. Un juramento se escapó de sus labios al comprobar que la defendían gruesas barras de hierro.
-Abájate luego, ho, si éstamo pa nunca -rezongó Rosendo.


* gorgotear. Producir ruido un liquido o un gas al moverse en el interior de una cavidad. Borbotear o borbotar.

-¡Chiíist! Aguántate un ratito, gallo, mira que una barra está jugando. Conque la saco, pasamos pa entro como un aceite.
Afortunadamente, la vigueta que sujetaba los hierros estaba ya podrida y fue cediendo poco a poco hacia desastillarse. Pérez apartó el barrote y metió los brazos hacia adentro. La lisa y tibia suavidad de la paja le acarició las manos. Afirmándose en el marco, se alzó de un envión* y, una vez adentro, se volvió para asomarse hacia la calle a decirle con voz gozosa a su compañero:
-Pase no más ailante, on Parías. Mire que la noche está muy heladaza y se puede cotipar.
Una alegre risotada fue la respuesta. Parías le pasó los sacos con los "monos" y Pérez a tiempo de recibirlos le advirtió:
-Oiga, on Parías, no vaiga a dejar la sobrecama abajo. Es preciso cuidar las prendas ahora, porque están los tiempos muy estériles.
Alargándole la correa de la cintura, ayudó a Parías en la subida. Adentro había una atmósfera tibia que olía a estiércol fresco y a pasto seco. En el recinto contiguo oíase a los animales que seguían devorando su ración
Enterrados en la paja, conversaron un rato. Al Negro se le ocurrió preguntar
-Oye, gallo, y vos cuánto tiempo hace que te dedicai a los viajes.
-¡Bututui! Montón de tiempo, pues, no Pa no mentirte, te diré que yo ey sío siempre muy trajinante. Me entra un tremendo aburrimiento cuando estoy mucho tiempo en una parte. Y entonces me las emplumo a la sin rumbeque... Pero el hombre andante padere mucho también.
-Se padece. A mí a veces me tira a que darme por ey, arranchao. Y buscarme una mujer que me haga la merienda y me costuree. Así se anda como jergel de tirillento.
-Es cierto. Pero la mujer es muy lleva de sus ideas y muy amiga de gobernar al hombre como chiquillo mediano Y en tocan te a esa cuestión yo soy muy ríspero.* El hombre, cuando la mujer quiere pagarse de su capricho, debe ser muy tieso de mechas Si no, tá perdió. ¿No te parece?

* envión. Empujón.
** ríspero. (Rispido.) Áspero, violento, intratable


En las lindes del sueño, Pérez murmuro algunas palabras que no se entendían. En seguida se oyó su ronquido acompasado. Rosendo Parías era de sueño tardío y se quedó oyendo el susurrar del viento y los chillidos de las ratas, que se festejaban con algún pedazo de sebo en el cuarto de los aperos. No supo cuándo se durmió con un sueño sobresaltado. A ratos volvía a oír las palabras entrecortadas del Negro Pérez, que en un trabajoso diálogo contestaba a algún misterioso personaje que visitaba su sueño.
Y, en efecto, Pérez soñaba con una puebla que lo tenía obsesionado allá en la hacienda de "Las Mercedes", en Talagante. Estaba situada en una pequeña vega, junto a un camino interior. En el fondo, entre maquis, culenes y chilcos, pasaba el estero, con el que se regaba esa tierrecita negra y mullida, muy a propósito para sembrar hortalizas y legumbres. En ese fundo, él había hecho mérito largo tiempo, hasta captarse la simpatía del administrador. Y mientras maduraban sus proyectos le echaba el ojo a la Rosa Amelia, la hija de on Paredes, un mediero ricachón. Pero cuando le manifestó sus aspiraciones al administrador, éste le cortó el aliento de raíz con una rotunda negativa. Aquella puebla estaba en poder de un antiguo sirviente, muy apreciado por el patrón. Pensar en quitársela era como hacerle una raya a la luna. Y más él que era un afuerino. Era imposible.
Y esa noche soñaba que había vuelto a "Las Mercedes". Estaba de ayudante de capataz y caminaba por una larga alameda, en donde silbaban los zorzales, montado en un alazán cariblanco que tenía una rienda de primera. Se dirigía hacia la puebla de la vega que por fin había conseguido para él y la -Rosa Amelia, su mujer. ¡Qué lindo estaba todo! Unos cardos azules junto a las trancas, y más adentro, varas de amapolas florecidas. Primavera de luz transparente y cálida. Un chancho overo, amarillo y negro, dormía en el patio, haciendo un ¡hoho! deleitoso. Y en el fondo de la huerta las flores amarillas de los zapallos, cuyas guías se encaramaban por las ramas secas.
Subiendo el repecho venía una vaca clávela bramando, con su ternero que la cabeceaba hambriento. Y tras ella, Rosa Amelia, con la correa de manear y las mejillas rojas como las amapolas que el vientecillo jovial y travieso agitaba suavemente.
Alvaro Pérez sintió la noche de un suspiro. Aquellos porotos calientes y sabrosos, y esa paja en la que se dormía tan abrigado, eran como para soñar sueños de dicha. Sintió una furia atroz cuando el frío de la mañana vino a despertarlo.
-¡Caracho, quién pudiera quedarse dormido pa siempre cuando sueña cosas tan relindas!
Se enderezó fastidiado. En la penumbra del amanecer se oía el ruinar del campo que despertaba. Gallos que cantaban, perros ladrando, relinchos de potrillos, y más cerca el chismorreo jubiloso e indiscreto de las aves de! corral. Y a ratos un silencio profundo que hacía grave el rumor del viento, cuyos dedos entumecidos no eran capaces ni de insinuar melodías.
Después de dormir en ella, al Negro Pérez lo afiebraba la paja. Bajó apenas despertó, para darse cuenta del panorama que lo rodeaba. Al otro lado había una yunta de bueyes, un caballo y dos vacas. Una de ellas era una clávela de narices rosadas y húmedas, que lo miraba con una dulce y asombrada viscosidad. En el cobertizo del frente dos terneros trataban vanamente de escaparse por la puerta del chiquero que resistía tercamente sus atropelladas.
Una alegre idea vino a acariciarlo. Un desayuno con leche sería estupendo. Y él era "'harto baqueano* para ordeñar. Sin pensarlo mas sacó al ternero clavel, laceado con su correa de la cintura, y lo llevó donde su madre que lo recibió bramando bajito, con temblorosa ternura. Sin alzar mucho la voz llamó:
-Rosendo. ¡Despiértate, hombre! Pásame el jarro pa lechar esta vaquita que nos mandó p'al desayuno on Chandía. No se puede negar qu'es harto atento el jutre.
Aún medio dormido, bajó Rosendo con el tiesto. Y muy pronto un grueso chorro comenzó a sonar dentro de él. Era leche tibia y substanciosa, alimento de primer orden que sus paladares no saboreaban con frecuencia Rosendo se sirvió un trago largo y se volvió a repetir. Después tomó lentamente Pérez, gozándola con visible deleite. En seguida ofreció de nuevo a Rosendo, pero éste muy cumplido rehusó:
-Ya no soy capí pa más. Te lo agradezco. Y sería güeno que juerai abreviando, no sea cosa que se levante el jutre y nos eche una elevada.
Pérez le contestó:
-Fíjate, hombre, lo que es la vía. Anoche dormí soñando que estaba allá en "Las Mercedes", viviendo en la puebla de on Quiñones. Y la Rosa Amelia era mi mujer. Teníamos chancho, vaca y cuanto hay. Me está bajando pensión de recordar too eso, te diré. Ganas de envelármelas pa allá. ¿Qué decís vos?
Era un hombre serio Pérez, y fue de nuevo a encerrar el ternero. En seguida subieron al pajar y se descolgaron hacia la calle por la ventana. En ese momento el sol, como un rubí gigantesco del cual se desprendían llamas enrojecidas, se encumbró por encima de un cerro. Y la luz, con su aliento vivificante, animó e inundó de alegría todo, lo que se extendía por el campo.
Rosendo Farías exclamó:
-¡Lindo día, hombre!
-¡Lindo!
Y fue entonces el Negro Pérez quien propuso:
-¿Qué te parece que volvamos otro día a trabajarle a on Chandía?
Rosendo, con aire de fatiga y displicencia, repuso:
-Muy justo. Alguna vez el pobre tamién ha de darse gusto en algo.

baqueano. Práctico, experto; el que conoce bien un trabajo (o un camino).

Los inválidos
Baldomero Lillo
De Sub terra

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas
Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.
A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigoroso hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grana por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.
Todos estaban silenciosos la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.
Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.
En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.
Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio el breve descanso que aquella maniobra le deparaba.
Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que iba enrollando en el gran tambor, carrete gigantesco, la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro. Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recogida en el centro de tu tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante libre en un momento de sus ligaduras se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.
Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.
Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en brioso bruto que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.
Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes.
Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol.
El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:
-¿Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblas los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra!
A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente, divina, no germinará jamás.
Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.
Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha, cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.
El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a media voz:
-Adiós amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve sacudida haría deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte.
Y encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador vencido por el trabajo y la vejez.
El caballo permaneció en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido vaivén de sus orejas y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la transparencia del aire hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras u n refugio contra las luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina de las lámparas de seguridad.
Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados, cegándolo cada vez más; atontado dio algunos pasos hacia adelante, y su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y enderezando las orejas olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida, y nuevos obstáculos se interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabría como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaban a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.
Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no conocía y donde un impenetrable velo rojo que ocultaba los objetos que le eran familiares.
Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hacia el límite del horizonte.
Diamante cojeaba atrozmente y por su vieja y oscura piel corría un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecía complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguirlo los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella.
El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el fláccido cuello del prisionero una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del estío la evaporaba rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese.
Diamante acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en ebullición.
Su ceguera no disminuía y sus pupilas contraídas bajo sus párpados sólo percibían aquella intensa llama roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina.
De súbito rasgo el aire un penetrante zumbido al siguió de inmediato un relincho de dolor, y el mísero rocín dando saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le permitían, a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una docena de grandes tábanos de las arenas.
Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse, y convencido de su impotencia estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada.
Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y lanzando de sus alas y coseletes destellos de pedrería hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo cuya nítida transparencia no empañaba el más tenue jirón de la bruma.
Algunas sombras, deslizándose a ras del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose el pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles describían inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.
Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas oscuras: eran rezagados que acudían a todo batir de alas al festín que les esperaba.
Entre tanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros como los esclavos de la ergástula abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacía trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección de las lejanas habitaciones.
El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto se levantó y mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero.
En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía, y allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores, lucían con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.

La compuerta número 12
Baldomero Lillo
De Sub terra

Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel.
Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro.. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado a sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¿Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
_He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. Nol olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un además enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más tras con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y al espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que tenía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera
de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud.
Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como lo que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un ¡vamos! quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el ¡vamos, padre!, brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino
aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias
de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles,
paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico
Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución.
Más, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la venta, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero; hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

Juan Fariña
(Leyenda)
Baldomero Lillo

Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de .....
Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.
En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas
habitaciones.
Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.
Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.
En una mañana de enero, en tanto que la máquina lanzaba sus jadeantes estertores y las blancas volutas del vapor se desvanecían en el aire tibio convirtiéndose en lluvia finísima, un hombre subía por el camino en dirección a la mina. Era de elevada estatura y por su traje, cubierto por el polvo rojo de la carretera,
parecía más bien un campesino que un obrero. Unsaco atado con una correa pendía de sus espaldas y su mano derecha empuñaba un grueso bastón, con el que tanteaba el terreno delante de sí. Muy en breve aquel desconocido se encontró en la plataforma de la mina, donde
pidió lo llevaran a presencia del capataz. Este, que en ese instante se dirigía al pozo de bajada, se detuvo sorprendido ante el inválido visitante.
-Amigo -díjole-, yo soy el que buscas, ¿quién eres y qué es lo que deseas?
-Me llamo Juan Fariña, y quiero trabajar en la mina -fue la breve contestación del interpelado.
Los presentes se miraron y sonrieron.
-¿Y de qué deseas ocuparte? -prosiguió en tono un tanto burlón el capataz.
-De barretero -respondió tranquilamente el ciego.
Un murmullo partió del grupo de obreros que rodeaban el borde del pique y algunas carcajadas comprimidas estallaron.
-Camarada -dijo el capataz, contemplando la férrea musculatura del postulante-, sin duda no será la fuerza lo que te haga falta, pero para ser barretero hay que tener buen ojo y un ciego como tú no servirá para el caso.
-Nada veo -repuso-, pero tengo buenas manos y no me asusta ningún trabajo.
-Quedas aceptado -dijo el capataz, después de un instante de vacilación-, un ciego que no pide limosna y desea trabajar merece ser bien acogido; puedes empezar cuando gustes.
-Mañana a primera hora estaré aquí -respondió el original personaje y se alejó pasando con la cabeza erguida y las blancas pupilas fijas en el vacío por entre la turba de obreros que contemplaban admirados sus anchos hombros y su musculoso cuerpo de atleta.
En la mañana del día siguiente, Juan Fariña, con la blusa y pantalón del minero, una pequeña cesta con la merienda en una mano y el bastón en la otra, penetraba en la jaula en compañía de un capataz y varios trabajadores. Todos cubríanse la cabeza con la tradicional gorra de cuero y en todas ellas, excepto en la del ciego, sujetas a la visera brillaban encendidas pequeñas lámparas de aceite.
A una señal del jefe, la jaula se hundió súbitamente en el abismo negro del que subía un vaho ligero que se condensaba en cristalinas gotas a lo largo de los flexibles cables de acero.
Terminado el descenso se internaron en la mina, siguiendo los oscuros corredores, por los que el ciego, caminaba con la seguridad de un minero experimentado. Sus acompañantes admiraban aquella especie de instinto que le hacía adivinar los obstáculos y evitarlos con pasmosa sagacidad. Su bastón era una antena que se movía ágilmente en todas direcciones, tocando las paredes, el suelo y la techumbre de las galerías, que a medida que avanzaba se inclinaba más y más obligándolo a encorvar su alta estatura y a rozar con sus espaldas las escabrosidades de la roca.
En breve abandonaron las galerías de arrastre y penetraron en las canteras donde se extrae el material. Arrastrándose en algunos sitios sobre las manos y las rodillas, internáronse en aquellos estrechos túneles, subiendo y bajando rapidísimas pendientes. Por todas partes se oía un golpear incesante: el ruido sordo del pico mordiendo el venero, mezclábase el son más claro del martillo sobre la barrena. A veces una violenta imprecación rasgaba aquel ambiente irrespirable, impregnado de humo y de polvo de carbón; quejidos hondos y un resople continuo de bestias fatigadas salían de aquellos agujeros en medio de las tinieblas, en las aparecían y desaparecían las luces fugitivas de las lámparas como fuegos fatuos en las sombras de la noche.
Después de media hora de penosa marcha se detuvieron ante una pequeña excavación abierta en la vena. De forma rectangular, muy baja y angosta, medía apenas un metro de alto, y en sus negras paredes, heridas por los rayos mortecinos de las lámparas, las agudas aristas del carbón tomaban tintes azulados y brillantes.
Después de escuchar silencioso las indicaciones del capataz, el nuevo obrero penetró resueltamente en la estrecha abertura y muy luego su fatigosa respiración y el golpe seco y repetido del acero se confundieron con el sordo rumor que llenaba las galerías, los chiflones y las lóbregas revueltas.
Desde aquel día quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose muy luego la reputación de obrero inteligente y valeroso. La deferencia con que era tratado por los jefes y su carácter huraño y retraído le enajenaron las simpatías de sus camaradas, quienes no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo. Aquello no era natural y debía encerrar algún misterio.
Intrigados vigiláronlo estrechamente, escudriñando sus pasos y sus menores acciones. Su pasado fue objeto de una minuciosa pesquisa, que no dio resultado alguno. Nadie sabía quién era ni de dónde venía, y respecto de su ceguera las opiniones estaban divididas. Había quienes aseguraban que aquellas inmóviles pupilas cubiertas de una tela blanquecina arrojaban en la oscuridad destellos fosforescentes como los del gato y que aquel ciego no lo era, sino en pleno día, a la luz del sol. Otros, y eran muy pocos, sostenían lo contrario, y para aclarar el punto sometían al infeliz a las más bárbaras pruebas. Ya era una vagoneta volcada en medio de la vía, que le interceptaba el paso, o un madero atravesado a la altura de su cabeza, contra el cual chocaba violentamente; mientras alambres invisibles se enredaban entre sus piernas y lo derribaban en el lodo negro y viscoso de las galerías.
El tiempo transcurría, y el desconocido obrero apasionaba cada vez más los ánimos dentro de la mina. Extraños rumores empezaron a circular acerca de su trabajo en las canteras de extracción. Todos los días a la salida del sol se hallaba junto al pique listo para bajar y era siempre de los últimos el tomar el ascensor para regresar a su solitaria habitación en la falda de la colina.
Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filón un número de vagonetas superior al mínimum reglamentario. Aquello desconcertaba a los más esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro y consistente y el mejor de ellos jamás había alcanzado un éxito semejante.
Este hecho robusteció en la crédula imaginación de aquellas sencillas gentes la creencia de que Fariña era un ser extraordinario. Contábase de él que sólo iba a la mina a dormir y que un socio cuyo nombre no se atrevían a pronunciar, desprendía de la vena el carbón necesario para completar la tarea del día. Y no era un misterio para nadie que por la noche, cuando quedaba la mina desierta, se oía en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero infatigable, del que se hablaba en voz baja y temerosa, no era sino el
Diablo, que vagaba día y noche en las profundidades de la mina, dando golpes misteriosos en las canteras abandonadas, precipitando los desprendimientos de la roca y abriendo paso a través de grietas invisibles a las traidores exhalaciones del grisú.
Dos viejos mineros encargados de vigilar por las noches los corredores de ventilación se habían aproximado cautelosos al sitio de donde partía el insólito rumor, deteniéndose asombrados ante la presencia de un barretero desconocido que en el fondo de la cantera del ciego atacaba furiosamente el bloque negro y quebradizo. Un chorro de grisú encendido que brotaba de una grieta del techo esparcía una claridad de incendio en derredor del fantástico personaje, delante del cual la hulla lanzaba reflejos extraños y sus caprichosas facetas resplandecían como azabache pulimentado ante la llama azulada del temible gas.
Los testigos de aquella escena veían amontonarse el carbón con asombrosa rapidez delante del incógnito y nocturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del innoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una extraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor.
Un terrible estallido atronó la bóveda y una ráfaga de aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente
la infernal visión.
A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galería mal ventilada, y desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al aborrecido ciego con el espíritu del mal. A la antipatía que le profesaban los mineros se agregó luego un supersticioso temor y a su paso apartábanse presurosos, persignándose devotamente. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio, y el carretillero encargado del arrastre de las vagonetas se negó a efectuar ese trabajo, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero y carretillero a la vez.
Sea por aquel exceso de trabajo, cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la más robusta constitución, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó de día en día y su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor que contrastaba tan noblemente con la débil contextura de los mineros, esos proscritos del aire y de la luz que llevaban impresa en sus rostros de cera la nostalgia de los campos alumbrados por el sol.
Un decaimiento visible se operaba en él, y los obreros que lo observaban atribuíanlo a que el término del nefando pacto debía de estar próximo y era una verdad no discutida que un suceso extraordinario de que tal vez iban a ser en breve testigos, se preparaba dentro de la mina, dando más fuerza a aquellas suposiciones la conducta cada vez más extraña del ciego. Se le veía frecuentemente abandonar la cantera y penetrar en las galerías poco frecuentadas, dejando por las noches su vivienda solitaria para vagar como un fantasma por la orilla del mar, y sentándose a veces en las piedras de la ribera
pasaba horas tras horas, oyendo el murmullo eterno del oleaje: como un viejo lobo que descansara de sus correrías por el océano.
¿Qué pensaba en esos instantes y qué dolor oculto guardaba su alma cerrada a toda afección? Como el origen de su ceguera, nadie lo supo jamás.
Pronto iba a cumplir un año en la mina, y el misterio de su vida permanecía impenetrable. Entre los varios rumores que circularon acerca de él había uno del que nadie se acordaba ya. Los mineros más antiguos recordaban vagamente que muchos años atrás, víctima de una de las frecuentes explosiones de grisú, pereció en la mina un obrero quedando moribundo un hijo de dieciséis años que lo acompañaba. A consecuencia de aquella desgracia la mujer del infeliz y madre del niño perdió la razón, ignorándose en absoluto el destino del muchacho. Los que recordaban esos hechos creían ver en el rostro de Fariña vestigios de antiguas
quemaduras; pero las cosas no pasaron de allí y el misterio subsistió siempre.
Los mineros veían en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad y de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenía pacto con el Diablo no podía esperarse nada bueno, y los alarmistas anunciaban toda clase de males para lo futuro, citándose de él para apoyar aquellos siniestros presagios, algunas
enigmáticas palabras pronunciadas después de un derrumbe que había quitado la vida a varios trabajadores.
-Cuando yo muera, la mina morirá conmigo -había dicho el misterioso ciego.
Para muchos aquella frase encerraba una amenaza y para otros un vaticinio que no tardaría en cumplirse.
En la semana que precedió a la gran catástrofe, Fariña obtuvo la plaza de vigilante nocturno de aquella sección de la mina donde trabajaba, empleo cuyo
desempeño le era relativamente fácil, pues la principal tarea consistía en recorrer las compuertas de ventilación.
En la noche del extraordinario suceso se presentó como de costumbre en el pique a la hora reglamentaria: las nueve en punto marcaba el reloj de la máquina cuando penetraba en la jaula y desaparecía en el pozo de bajada. Era aquel un día festivo y la mina estaba desierta. El tiempo se mostraba tempestuoso, espesas nubes entoldaban el cielo y el viento norte, soplando con violencia en lo alto de la cabría, hacía gemir el maderamen sacudiendo los cables a lo largo de los niveles. El mar estaba agitado y tumultuoso y la resaca elevaba su ronca voz entre los arrecifes de la costa.
El maquinista, con una mano en el regulador y la otra en el freno, seguía con atención la manecilla del indicador. La máquina trabajaba a gran velocidad, pues la tarea estaba reducida a extraer el agua del pozo por medio de grandes cubos
suspendidos debajo de las jaulas ascensoras. Y junto al borde del pique un obrero armado de un largo gancho de hierro abría las compuertas colocadas en el fondo de aquellos, las que daban paso al agua que se escurría por el canal de desagüe. Esos dos hombres y el fogonero, que se tostaba en el departamento de las calderas, eran los únicos que a esa hora velaban en la mina.
Fariña, entre tanto, había dejado el ascensor y caminaba por la galería central, esquivando los obstáculos con la soltura peculiar en él.
Frente a la puerta del departamento de los capataces se detuvo, y haciendo saltar la cerradura penetró al interior; cogió de un armario arrimado a la pared cierto número de paquetes pequeños y cilíndricos que sepultó en los bolsillos de su blusa y apoderándose en seguida de un saquete de pólvora y de algunos rollos de guías, abandonó la estancia internándose en las profundidades de la mina.
Marchaba presuroso, deslizándose sin ruido entre las hileras de vagonetas vacías, y pronto dejó a un lado las arterias principales para penetrar en una galería abandonada, que sólo servía de corredor de ventilación.
Ese paraje había sido siempre objeto de vigilancia especial de parte de los ingenieros. Situado debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galería y la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes y operarios desde muchos años atrás. A través de la delgada capa de terreno llegaban hasta aquel sitio los rumores misteriosos del océano, percibiéndose distintamente el ruido de las palas de las hélices que azotaban las olas, pues la galería cortaba oblicuamente la ruta de los vapores que tocaban en el puerto. Considerables trabajos de revestimiento se habían llevado a cabo para evitar que en el fondo del mar cediese bajo la presión de las aguas.
En el sitio donde las filtraciones eran más copiosas, gruesas vigas que descansaban sobre sólidas pilastras sostenían la techumbre. Junto a uno de estos soportes detúvose Fariña, extrayendo detrás de él una enmohecida barrena de carpintero.
Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros, y con la calma y seguridad de que ejecuta una operación largo tiempo meditada, introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita con su correspondiente guía, formando con aquellas largas mechas, todas de una misma dimensión, un solo haz, cuyas extremidades igualó cuidadosamente; y atándolas en seguida con un bramante, vertió encima del grueso nudo una parte del saquete de pólvora, trazando con el resto un reguero en el piso, de algunos metros de longitud. El principal trabajo estaba terminado, y el autor de aquella obra ignorada y terrible se irguió y alargando el brazo dio en el húmedo techo algunos golpes con la ferrada punta de su bastón como si quisiese calcular el espesor de la roca sobre la que gravitaba la masa movible del océano.
Después de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido y un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo, convirtiéndose de pronto en una intensa llamarada que iluminó los sitios más recónditos de la galería. El siniestro personaje retrocedió entonces una veintena de metros por el camino que había traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor. Delante de él un leve chisporroteo interrumpía apenas aquel silencio de muerte, cuando súbitamente un estampido seco retumbó como un trueno y uno de los pilares cortado en dos voló en astillas bajo la negra bóveda. Segundos después una terrible explosión empujaba violentamente el aire y un enorme montón de maderos destrozados interceptó la galería. Por unos instantes se oyeron los chasquidos de la roca, seguidos de bruscos desprendimientos: primero trozos pequeños que rebotaban sordamente en la derribada mampostería, y luego después, como el tapón de una botella vacía sumergida en aguas profundas, cedió de un solo golpe la techumbre del túnel: lívidos relámpagos serpentearon un momento en la oscuridad y algo semejante al galope de pesados escuadrones resonó con pavoroso estruendo en los ámbitos de la mina.
Afuera la tempestad desencadenada bramaba con furia, y el viento y el mar
confundían sus voces irritadas en un solo sostenido y fragoroso. El maquinista, de pie en la plataforma de la máquina, fijaba una mirada soñolienta en el indicador y en el brocal del pozo, junto al cual el obrero del gancho de hierro ejecutaba su tarea temblando de frío bajo sus húmedas ropas. Ambos habían creído sentir entre el ruido de la borrasca rumores extraños que parecían venir de abajo, del fondo del pique, creyendo ver a veces que los cables perdían su tensión como si el peso que soportaban disminuyese por alguna causa desconocida.

Durante aquellas largas horas los dos hombres fijaban en el cubo que subía una mirada ansiosa con la vana esperanza de ver que el chorro líquido disminuyese o cesase por completo. ¡Cuán ajenos estaban de que el agua que se escurría por la ladera del monte y se mezclaba con la del mar no hacía sino volver a su depósito de origen!
Hacia el amanecer disminuyó la fuerza de la tempestad y el obrero que se hallaba junto al pozo sintió de pronto en el canal de desagüe fuertes golpes, como si algo viviente se agitase en él. Acercóse al sitio de donde partía aquel ruido extraordinario y se quedó perplejo, mudo de estupor, a la vista de un objeto que parecía lanzar relámpagos, y que azotaba violentamente junto a la rejilla del canal. Tomó con presteza un candil colgado en una de las vigas de la cabria y su sorpresa se convirtió en espanto: lo que saltaba allí dentro era un pez vivo, una corvina de plateado vientre.
Entre tanto el maquinista se impacientaba esperando las señales reglamentarias y sus voces imperiosas dominaban el ruido del viento cada vez más flojo a medida que avanzaba el día.
Por fin, el remiso obrero reapareció en la plataforma, llevando suspendido por la cola el pez que contraía violentamente su viscoso cuerpo. El de la máquina, viendo aquel objeto que se movía en la mano de su compañero, gritó desde lo alto:
-¿Qué pasa, Juan, qué es lo que hay?
-Nada, que estamos achicando el mar -fue la breve la respuesta que hirió sus oídos.
Pasados algunos minutos, el pito de alarma sonaba en la mina por última vez, poniendo en conmoción a sus dormidos moradores, y el vapor, el aliento vital de aquel organismo de hierro, abandonaba para siempre los cilindros y calderas, escapándose por las válvulas abiertas en medio de silbidos estremecedores.
Los trabajadores acudían y se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los ingenieros que por medio de sondajes comprobaban el desastre. De vez en cuando resonaban sordos chasquidos subterráneos producidos por los derrumbes de las obras interiores. El agua de mar llenaba toda la mina y subía por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la excavación.
El nombre de Fariña estaba en todos los labios, y nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe que los libertaba para siempre de aquel presidio donde tantas generaciones habían languidecido en medio de torturas y miserias ignoradas.

* * *
Todos los años en la noche del aniversario del terrible accidente que destruyó uno de los más poderosos establecimientos carboníferos de la comarca, los pescadores de esas riberas refieren que cerca del escarpado promontorio, en la ruta de las naves que tocan en el puerto, cuando suena la primera campanada de
las doce de la noche en la torre de la lejana iglesia, fórmase en las salobres ondas un pequeño remolino hirviente y espumoso, surgiendo de aquel embudo la formidable figura del ciego con las pupilas fijas en la mina desolada y muerta.
Junto con la última vibración de la campana se desvanece la temerosa aparición y una mancha de espuma marca el peligroso sitio, del que huyen velozmente las barcas pescadoras por sus ágiles remeros, y ¡ay! De la que se aventure demasiado cerca de aquel Maelstrom en miniatura, pues atraída por una fuerza misteriosa y
zarandeada rudamente por las olas, se verá en riesgo inminente de zozobrar.

RAFAEL MALUENDA
LA PACHACHA
Novela de costumbres avícolas.

Era de color ceniciento, gruesa, de patas cortas y bruta. Su llegada al corral del criadero fue obra de un azar afortunado; porque nacida y criada en el rincón de un huerto, junto a una acequia fangosa y maloliente, su destino habría sido el de todas las aves que la rodeaban: crecer, entregarse resignada al maridaje tiránico del viejo gallo que imperaba en el huerto, poner e incubar sus huevos, arrastrar la cria cloqueando por entre los berros de la acequia, y luego morir oscuramente para alegrar algún almuerzo dominguero.
Pero ocurrió que, deseosa de congratularse con los amos, la mujer de un inquilino la trajo de regalo al menor de tos hijos del propietario del fundo, y por deseo de éste fue encerrada en el corral del criadero donde tos amos habían agrupado provisionalmente un conjunto de ejemplares finos.
Así, por dictado de la suerte, la Pachacha se halló un atardecer en compañía de aquel selecto grupo de aves de calidad.
Cuando las manos de un sirviente la soltaron por sobre la cerca de alambres tendió las pesadas alas y con corto y desmañado volido fue a posarse junto a un elegante abrevadero de latón. Sobrecogida de angustia, sin atreverse a modular su cacareo vulgar, tendió el cuello, orientándose, mientras las demás aves lanzaban al unísono un cloqueo sonoro que a la recién llegada te hizo la impresión de una carcajada burlona.
Podía la Pachacha ser todo lo grotesca que se quisiera, con aquella su gordura pesada y su color cenizo, pero su sangre plebeya encerraba una fuerte dosis de malicia y buen sentido; por esto, rápidamente, comprendió que una actitud humilde le convenía en aquella emergencia, y con pasos cortos, que procuró hacer livianos, se fue alejando del abrevadero y se arrimó, confusa, a la cerca.
Mientras, inmóvil y acezando, aguardaba en aquel sitio los acontecimientos, guiño la cabeza en todas direcciones para orientarse.
El corral era ancho y largo, suavemente empastado y plantado de cerezos por un flanco. A lo largo de su linea central habia tres abrevaderos de bruñido latón y en el extremo una división de madera con pequeñas puertas a ras del suelo y de las cuales se escapaban algunas briznas de paja. Agrupados al pie de los cerezos, una treintena de gallinas y de pollos, de entre los cuales emergían las erosionadas testas de los gallos, se movían curiosas, tendiendo el cuello hacia la recién llegada.
¡Qué colores y que formas!
¡Cuánta elegancia y cuánta distinción!
La Pachacha admiró con todo el fervor de su sangre plebeya aquel conjunto de ejemplares que sólo pudo imaginar en las boras de ensueño, junto a la acequia turbia de su huerto nativo. Le recordaban los relatos que le escuchó -hacia ya tiempo- a un famoso gallo inglés que estuvo de paso entre los suyos un atardecer, la víspera del día en que iba a ser conducido a una cancha de pelea. Ella había admirado la entereza y la hombría aquel Inglés que puso de relieve la cobardía y brutalidad del gallo de la casa. Pero ahora su admiración...
De pronto suspendió sus reflexiones, advirtiendo en los grupos de aves cierto movimiento que a su timidez le pareció agresivo. Escuchó cloqueos ininteligibles; se trataba de ella seguramente. Y casi al punto un gallo blanco, albísimo, de larga y curvada cola, roja y ancha cresta, se desprendió del grupo y vino hacia la forastera. Transida de miedo, la Pachacha se encogió, sin dejar de admirar las maneras gráciles con que el gallo se le iba acercando: nada de aquellas carreras pesadas del gallo del huerto y que terminaban con un picotazo y una caricia que tenía toda la agresividad de una violación; el gallo blanco y crestudo venia ahora lentamente, picoteando el suelo y lanzando suavísimos cloqueos; se aproximaba como convenciéndola de que sus temores no tenían fundamento. Y así que estuvo próximo, inclinó la roja testa, tendió el ala blanca y con melodioso murmullo giró en torno de la cuitada.
¡Qué rueda, Dios santo!
Con firme acento el gallo se presentó:
-Leghorn...
Ella, deslumbrada y sumisa, recordando la añeja costumbre, se aparragó esperando en el suelo. Pero el gallo no se le impuso y -muy cortés- la dejó alzarse toda confusa por aquel movimiento que seguramente había sido inoportuno.
Confundida por no poder decir su origen con igual orgullo, la Pachacha se contentó con modular un cacareo gangoso, acaso con la esperanza de que se la tomara por extranjera. Pero el Leghorn, que a fuer de fino tenía algo de poligloto, no pudo ubicar en ninguno de los cacareos conocidos aquel rumor tan nasal y dando media vuelta se alejó despectivo.
Tres gallinas blancas de su familia le salieron al encuentro.
- ¿Quién es? ¿Quién es? El gallo se encogió de alas.
-No he podido entenderla- dijo-.
Una de las gallinas observó, rencorosa.
-¡Qué poca delicadeza tiene para confundir un saludo con una declaración!
El Leghorn satisfecho y vanidoso, erizó la cola para responder:
-¡Se dan casos!
Y se fue en compañía de sus gallinas, comentando el arribo inesperado.
Hubo después un continuo aproximarse de las demás aves a la confundida Pachacha; vinieron las Rhode- Island coloradotas y suficientes con su lento andar de gente obesa; las Plymouth, corpulentas y erguidas en sus ropajes escoceses; las Padua, pizpiretas y ágiles, balanceando el ancho penacho de su sombrero; las Orpington, graves en su luto de viudas; las Inglesas, delgadas y nerviosas, con sus aires de orgullo.
Todas venían a ella, modulando balbuceos ora curiosos, ora despectivos y se alejaban después como queriendo no infundir confianza alguna a la gallina intrusa.. >
Sólo una familia no manifestó curiosidad y permaneció indiferente a aquel movimiento; la Japonesa. Y la Pachacha, ansiosa de un apoyo se fue encaminando hacia el grupo, atraída por el color cenizo que se le antojó parecido al suyo. Pero, cuando estuvo cerca la sorpresa la dejó inmóvil.
¿Qué figuras!
Los pescuezos pelados, rojos y fláccidos, emergían con movimientos extraños de aquellos cuerpos de plumaje irregular, corto y sin gracia. El macho exageraba en si las cualidades de sus hembras; era más rojo, más desplumado y con la cola corta, rala y sin brillo.
La Pachacha hubiera querido acercarse a cualquiera de las otras familias; pero, rechazada de cada grupo, se resignó a buscar la compañía de las Japonesas. No era cosa de hacerse la esquiva en su situación, y por otra parte, se trataba sin duda de una familia de calidad, porque-aunque no se mostraba enfuatada como las otras- se veía a las claras que eran tipo fuera de lo común.
Cuando se hubo colocado entre ellas, las Japonesas se alzaron Deferentes - ¡Benditas sean las gallinas educadas y modestas! -y tejieron con la recién llegada un cacareo amistoso para informarse y para invitarla a dar una vuelta por el corral.
-¿Han visto la facilidad con que estas Japonesas acogen a cualquiera? - gritó una Plymouth.
-Ah, si...-contestó una Inglesa. Al fin, con esas fachitas que lucen pueden juntarse con cualquiera.
.No se verá entre nosotros- prometió el gallo Orpington.
-¿Ustedes vieron cómo la recibí? Que se me ponga negra la cola si vuelvo a saludarla- manifestó el Leghorn.
Y excitándose mutuamente, como sucede en toda reunión social, las diversas familias del corral acordaron un estricto boicoteo a la gallina arribista.
Sólo un viejo Rhode-lsland, de modos reposados y acento ronco, no se plegó al acuerdo. Era el más anciano de los gallos y su origen y su edad le permitían opinar con desenvoltura.
-Vaya que es cosa de meditar en tanta indignación -dijo-. Si esta gallina me tolera, puede contar con mi amistad. ¿Que es fea y no sabe de donde viene? ¿Que importa? Nadie puede negar que tiene una sólida carnadura...
-¡Tan cínico que lo han de ver! - dijeron las Leghorn, disgustadas.
De pronto, un pollo sindicado de socialista, lanzó un apostrofe:
-i Al fin y al cabo todos venimos de un huevo!
-¡Cállese el demócrata!...
-Lo soy por ideas afirmó el pollo, aunque mi familia sea Plymouth. i Todos venimos de un simple huevo!
-¡Vea qué gracia!-apuntó la más vieja de las Orpington-;pero hay huevos de huevos.
Las Inglesas propusieron una manifestación hostil contra la intrusa, pero primó un temperamento más sereno, y sólo se acordó el aislamiento estricto.
Cuando, dos horas más tarde, el sirviente condujo las aves al dormitorio, la Pachacha las siguió, escoltada por las Japonesas, que parecían hacer alarde, ante las demás familias, de sus maneras protectoras.

II
La noche es para las aves-como para los seres humanos-tiempo de meditación; equilibradas en los travesaños de las escalas, las aves meditan y reflexionan. Y es así como lo que una gallina se propone al anochecer suele disiparse cuando llega la aurora.
De lo que pensaron aquellas gallinas respecto de la Pachacha poco se sabe; pero, lo cierto es que, cuando al amanecer, la forastera abandonó el último travesaño de la escala en que alojara y, sacudiendo el plumaje-que los huéspedes de más arriba estercolaron con intención humillante-, salió al corral, se sorprendió con el saludo cortés que le hizo una de las Leghorn.
-Buenos días . ¿Cómo pasó la noche?
La Pachacha, disimulando su cortedad, respondió:
-Bastante regular...
Y como los tímidos en el colmo de su timidez se vuelven audaces, afirmó mintiendo:
-Estaba acostumbrada a mejor dormitorio,..pero en la vida a todo tiene una que resignarse.
La Leghom hizo que la creta y asintió:
-Así es.
Luego la invitó al abrevadero y con deferencia t" explicó las ventajas de aquel aparato de latón.
-Es agua limpia y fresca, porque a nosotras nos enferman las aguas corrientes.
Aunque no tenia sed, por asimilarse cuanto pudiera distinguirla, la Pachacha bebió con parsimonia, alzando el pico con estudiada delicadeza. Luego emprendieron un paseo de reconocimiento y la Leghom la fue Informando.
-Detrás de ese tabique de madera están tos nidales; los usamos con paja y sólo de tarde en tarde les dan cal para matar los piojillos; entre nosotras no abundan, como Ud. comprende.
-Por cierto, les tiemblo...
Y la Pachacha erizó el plumaje, fingiendo un escalofrío exagerado.
A medida que las demás gallinas iban saliendo al corral, era mayor la sorpresa que manifestaban viendo a la forastera en compañía de la Leghom. Ni era ya el gesto de repulsión del día antes, sino mas bien un movimiento de despecho, como si-se dolieran de qué alguien se hubiera adelantado a realizar lo que también ellas pensaron. Entonces, disimulando el fastidio, se unieron al grupo amigo) y la Pachacha, perdiendo el primitivo temor, fue dando rienda suelta a su habilidad poblana.
-Co-co-ro-có - cantó el Leghom.
Y ella, demostrando una viva admiración, les dijo a las gallinas:
- Pocas veces he oído un tenor tan puro...
Fue suficiente para que el vanidoso se uniera a las gallinas y esbozara a la forastera una rueda gentil. Y prodigando alabanzas y galanterías- tanto más halagadoras cuanto exageradas- la Pachacha se sirvió su ración de maíz sin que nadie la molestara.
Estimando el cambio de opiniones y las deferencias que se guardaban a la recién llegada, el viejo Rhode-lsland murmuró:
-¡Vaya una variación! Ayer remilgos, hoy cariños.-Ninguna quiere ser menos como protectora. Se las come la envidia. ¡Gallinas al fin!
Con el mismo apresuramiento con que el día antes evitaban el contacto de la forastera, buscaban ahora las familias su compañía.
-No se deje engañar- le advirtieron las Orpinglon-. Estas Leghorn cifran el orgullo en la fecundidad, como si el mucho poner fuera un mérito.
-Tenga cuidado con las inglesas-le previnieron las Rhode-lsland-a lo mejor las domina el instinto, y cuando las cree más amigas, le sacan el ojo de un picotazo.
Las Padua ridiculizaban a las Orpington y a las Plymouth.
-|Qué corpachones! ¿Verdad? Tienen la distinción en el peso.
La Pachacha, confundida con aquellas confidencias, respondía con discreto cloquear; comprendía que era necesaria cierta diplomacia para mantenerse bien con todo el corral y por turno se mostró de acuerdo con cada una de las que le hablaban.
Únicamente las Japonesas se mostraron discretas y al juntarse con ella sólo le advirtieron atentas:
-Si siente necesidad, ¿eh?, acuérdese de que el último ponedero de la izquierda es el más cómodo.
Entre cacareos de gallinas y clarinadas de gallos que comentan las diversas incidencias de un corral, la Pachacha pasó una semana gozando de los beneficios con que la regalaba el protectorado que sobre ella hablan establecido aquellas aves de calidad.
Eran pocas las distracciones: a fuer de finas aquellas aves se aburrían en su elegante ociosidad y para distraerse apuraban el comentario hasta la calumnia picoteando por turno en el honor de cada una. Se hablaba de gallinas que se comen los huevos, de gallinas que salen con crías anodinas y, aunque el mormonismo es ley de un gallinero, se hablaba también de los gallos... muy gallos.
El viejo Rhode-lsland filosofaba con desaliento sobre todas aquellas cosas y en ocasiones solía indignarse.
-¡Qué torpeza-decía- las tales incubadoras! Acabarán por matar en los gallineros el sentimiento de maternidad. Sólo falta que también nos reemplacen a nosotros con alguna maquinaria especial.
Las Padua, cuya mordacidad era temida, le replicaban, aludiendo su reconocida vejez:
-Poco lo perjudicarían a usted.
Un acontecimiento en el cual nunca pensaron, vino a sorprender al corral en su lujosa molicie: la Pachacha estaba poniendo.

¿Poniendo? ¿Pero también iba a poner la forastera? Calculando fechas, las gallinas se indignaron, porque aquella postura de la intrusa les resultaba humillante como un abuso de confianza. Y el malestar se hizo agudo cuando las gallinas que habían ido a atisbar por entre los resquicios del ponedero, trajeron la noticia de que estaba poniendo en el mejor nidal: el último de la Izquierda.
Mientras, alternando con todas; la Pachacha había permanecido dentro de su recogida y discreta actitud de allegada, las gallinas del lujoso corral se mostraron con ella deferentes y protectoras; pero ahora que se la había descubierto poniendo, la menos habilosa de aquellas aves comprendía que se trataba de una intimidad excesiva con los miembros del corral.
Disimulando la viva contrariedad que las agitaba, alcanzaron a contar once entradas de la Pachacha en el ponedero. De pronto notaron su ausencia y el Rhode-lsland dedujo:
-Después de lo uno lo otro, de seguro que está echada.
Corrieron a cerciorarse, y asomando las cabezas lanzaron un "buen día", al que la Pachacha respondió desde un rincón con un cloqueo fatigoso. Tenia la cresta encendida y de ello dedujeron las Padua que tendría vergüenza de su situación.
Veintidós días estuvo la Pachacha entregada a su labor de paciencia y de inmovilidad, sufriendo los cuchicheos curiosos de las vecinas. Mientras tanto, en el corral se habían tomado severas medidas de profilaxia social contra la futura familia. Se trataba de reparar el error cometido, aislando a la Pachacha y a su cría. La Orpington tradujo el pensar de todas:
-Bueno es que una se digne tolerar a estas gallinas de poca monta, pero de ello a permitir que su cría se mezcle con las nuestras hay diferencia. Respetemos las categorías. Del origen plebeyo de esa intrusa el amo ha dado una prueba haciéndola empollar sus huevos mientras a nosotras nos dan la ayuda de un marucho. jAy de los hijos míos que no me obedezcan!
Y por adelantado repartió algunos picotazos entre su prole. Las
demás la imitaron...
El viejo Rhode-lsland, balanceando su fláccida cresta, murmuró para sus adentros:-¡Pero qué gallinas son estas gallinas!

III
Fue una mañana dé mediados de primavera cuando la Pachacha salid con su cría. Las gallinas que habían aguardado con impaciencia aquel momento, tendieron el cuello curiosas y sorprendidas.
Porque esperaban una pollada fea y relenga, y en vez de ella, la Pachacha arrastraba tras si once polluelos de colores varios, gráciles como vellones de lana. Piaban con dulces pitios a la vera de la obesa y satisfecha mamá, que caminaba afanosa, alzando con cuidado las gruesas patas y arañando la tierra para ofrecerles los pequeños vermes y los tallos tiernos de trébol.
-Por aquí, niños-les decía- A ver si se portan ordenaditos ahora que esas señoras los están mirando...Cloc-cloc...
Las demás familias le lanzaron algunos saludos irónicos; pero ella apenas los contestó, toda entregada a sus afanes de madre.
El Rhode-lsland se acercó a felicitarla.
-Me alegro de verla con cría tan bonita. Yo estoy por el sistema antiguo; nada de incubadoras...Vaya, que tenga buena suerte.
La Pachacha no reparó en el desvío de las demás aves: estaba entre ellas, ella y su familia figuraban entre las finas, sus pollos lucían plumas selectas; había por fin realizado su sueño de gallina arribista.
Hasta el amo tuvo para la cría un elogio:
-Muy sanitos. dijo.
Y las Padua replicaron con desprecio:
-Salud de pollos de medio pelo.
Pero los pollos y las pollas-aunque de media pluma- crecieron gráciles: los gallos se fueron haciendo vistosos y las pollas redondas y ágiles, despertando simpatías entre las parvadas de calidad. Y como ios varones son menos escrupulosos que las hembras, sucedió que unos gallos finos casaron con las pollas de la complacida Pachacha
La vida en común, el capricho de los polluelos, la indiferencia de algunos ejemplares, la envidia y la ambición: todas esas pasiones sordas que agitan a las aves de calidad concluyeron por barrer la resistencia, y

al mediar el verano ya era la Pachacha una gallina de abolengo, cuyo trato se disputaban las otras familias del corral.
Ya no hubo diferencia entre la prole de la Pachacha y la de las demás gallinas: nadie hubiera reconocido en aquella gallina envanecida al ave torpe que una tarde arrojaron por sobre la cerca de alambres al corral. La Pachacha misma, enfuatada y olvidadiza, creía que ei abandonado huerto, la acequia fangosa, los berros sucios, el moquillo y la pepa....todo lo que fue su pasado de polla bruta, no era más que un mal sueño de la imaginación.
¡Porque así son las gallinas cuantío llegan a figurar!
Un día, otra gallina bruta, escapada de no se supo donde, vino a introducirse en el corral. Como había hecho la Pachacha, se acurrucó en un extremo, confusa y avergonzada. Las aves tinas-mejor dispuestas que la primera vez-quisieron ir en apoyo de la desconocida con un recibimiento cortés.
Pero la Pachacha se opuso, trémula de indignación:
-¿Qué es eso?-dijo-¿ Este es un corral o un estercolero? ¿Por qué se introducen aquí gallinas brutas? ¿ Afuera la intrusa, la metida?
Y seguida de sus hijos-gallitos y pollas- dieron a la pobre gallina una de picotazos y estacadas hasta dejarla medio muerta en un rincón del corral.
Realizada aquella proeza, volvió satisfecha sacudiendo las alas y cacareando:
-Así debiera tratarse a estas gallinas insolentes que no se acuerdan de su origen...
Y como las demás aves guardaron silencio, añadió:
-Tal vez he sido demasiado severa, pero es que el medio pelo me pone fuera de mi...
Un vientecillo fresco que agitó los cerezos echó hojas y flores sobre la pobre gallina herida que se estremecía de miedo y de dolor.
Y contemplando aquella escena, el viejo Rhode-lsland cacareó con acento pesimista:
-Hasta entre las gallinas, ¡no hay peor cuña que la del mismo palo!


La espera
Guillermo Blanco

Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las Habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero.
Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su echo la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro Tontera, donde se dibujaban siluetas extrañas.
Tuvo miedo de nuevo.
Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio: miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo, era tan fuerte, la oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él.
Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, es es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila.
Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena.
Torno ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose.
Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie.
De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también y así juntos, conversaran en voz baja hasta llegar el día.
Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy.
Duerrrie. No te importe.
El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra.
(Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Muían para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por éste o el otro motivo resolvió quitarse la vida o si no se la quitó? AI referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran ver
daderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno -ninguno de ellos, de seguro-, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos).
Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca.
Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo.
Pobre amor: estás cansado.
Cerró los ojos.
Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido:
-¡Me lah vai a pagar, futre hijo-e perra!
Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio -a la ira sí, pero no al odio-, y experimento' una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuarto paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado.
-¡Me lah vai a pagar!
Y a medida que los carabineros se lo llevaban, con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco:
-¡Te lo juro! ¡Te lo juro!
El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia a su favor, y cuyo puñal, guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.
Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero?
Y aunque no fuera sino maldad -pensaba-, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte, amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto eso e-rico: ni el beso quieto que no destroza los labios,' la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada ir -níta y perfecta. Un amor que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante para dar paso de nuevo a la fuga Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver.
-Párate, Negro. Arréglate.
-Deje mejor, patrón.
Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil . profunda, Casi una befa.
-Párate.
-Le prevengo, patrón.
El no respondió. El Negro se puso de pie ce" ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta \í quebrada de la Higuera, fue repitiéndole:
-Todavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro.
Y él mudo.
-Yo tengo mi gente, patrón. Silencio.
-Piense en la patrona, que icen que eh güe-namoza y joen...
El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. El lo miraba desde arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño.
-Sería una pena que enviudara la patroncita...
Pausa. El perfil sonreía apenas, malicia.
-...o que enviudara uhté.
-Si dices media cosa más, te meto un tiro.
-¡Por Dioh, patrón!
-Cállate.
-Ni que me tuviera miedo -murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras.
Y de improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojaron en la pierna izquierda del Negro, que permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban.
-¿No'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar.
Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran.
Desde el pórtico de entrada los vio ella.
Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta, preguntó muy quedo:
-¿Quién es?
-El Negro.
Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro ron gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del bandido se inclinó, mustia.
-Se desmayó. Habrá que curarlo -dijo el esposo.
-¿Tiene heridas graves?
-No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la herida.
-Yo lo curaré.
El la cogió del brazo.
-¿No te importa? Sonrió débilmente.
-No. No me importa. Déjame.
Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria violencia, y por momentos le parecía que oan a reventarle las sienes. Le parecía que se ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas, cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación.
Se veía más repuesto, sin embargo.
-Buenas tardes -musitó. La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un lar-:o minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada agonía.
-Güenah tardeh, patrona.
Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices, inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo hacía recogerse en movimientos instintivos.
-¿Duele?
El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio -apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón- pesó en aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resulto eterno el tiempo que tardó en concluir. Era difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas, en es-cecial porque él mismo no cooperaba. Al contrario: diríase que gozaba atormentándola con su propio sufrimiento.
Terminó.
Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir. -Patraña...
Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido, la miraban con una mirada indescriptible.
-Le agradehco, patrona.
-No hay de qué -balbuceo. Mas él no había acabado:
-Si me llevan preso, me van a joder. Pausa.
-El patrón no gana naa, ni unté tampoco. Y si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda... Sería una pena.
Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Porfin se fue, paso a paso, hacia la puerta.
-Hasta luego-articuló, con voz que apenas se oía.
De pronto el Negro se puso tenso. Habló. Y en su tono palpitaba una dureza feroz:
-¡Y a ti también te mato, yegua fina!
Salió precipitada, yerta de espanto.
En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que permitiera huir al preso.
-¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas el camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría?
-Yo.
-Amor.
-Estás loca.
-Hazlo. Te...
-Pero si es tan absurdo.
-No voy a vivir tranquila.
-Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas?
¿Cuántas perderán a sus hijos, o... o...? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella... bueno, está vacía. Nada va a ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir haciendo de las suyas?
-Va a escapar.
-No veo...
Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza.
Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba:
-¡Me iah vai a pagar, futre hijo'e perra! Por un instante la vio.
-¡Y voh tamién, yegua!
La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada, viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo.
...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada, sucia. Los labios carnosos, entre los que se asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios había un especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente, cual si fuera una galantería. O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho sintiéndose herida y escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria tan fácilmente cómica y tan fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía "Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en la sangre y en los huesos (Amor, amor), y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle, desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de madera (Amor) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes... Se acercaban, la rodeaban, iban a morderla esos perros...
Despertó con sobresalto.
Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno,. Ningún cambio: su marido yacía ahí al lado tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.
Suspiró:
Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino.
¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor -quiso decir-, un caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también cese estaría desmontando el jinete.
-Amor.
El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños.
-¡Amor! -repitió ella.
-¿Qué hay?
-Alguien viene.
-¿Dónde? ¿Qué hora es?
-No sé.
De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender.
-No. No prendas la luz. Venía por el camino.
El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia afuera. Corrió la cortina en un extremo.
-¡Diablos! -exclamó.
La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole instrucciones:
-Es el Negro. No te preocupes. -Abrió una gaveta-. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado. Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada.
La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera podido articular palabra.
Esperó.
Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate amor. Dios mío, que todo salga bien.
Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna.
Sopló una ráfaga de viento.
Otra gota.
Silencio.
Sintió un frío que la calaba.
Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí no era probable.
Una tercera gota se desprendió del alero. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres
gotas, pensó ¿Habría un minuto, medio, entre gota y gota? ¿O no se producían a intervalos regulares?
Cuarta gota.
Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y vinieran los inquilinos y entre todos apresaran de nuevo al Negro...
Quinta gota.
¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo. No podía.
Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta.
Nuevo crujido.
No se encontraron. Viene ahí.
El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente:
Amor...
Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.
-¡Por Dios, que hice! El:
-Pobre amor. Huye.
Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones.
-Voy a curarte.
El hombre no respondió.
-¡Amor! ¡Amor!
Silencio.
Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.



DOÑA TATO
Marta Brunet
1897-1967

Llego prestigiada por treinta años de servicios en casa de unas viejecitas solteronas que acababan de morir con pocos días de diferencia. Sabía cocina y repostería. Exigía una pieza de dormitorio para su uso particular y que le aceptaran un gato negro, gordiflón y taciturno. Ella se llamaba Tránsito; él, "Paquito". Porque siempre iban juntos, pareja estrafalaria: doña Tato, vieja, magra, la cara llena de arrugas hondas convergentes a la boca, el trasero saliente, los brazos muy largos y hábito del Carmen. "Paquito", desmadejado, bostezante, silencioso en sus escarpines blancos.
Lo trastornaron todo en casa La vieja empezó por expulsar de la cocina a los otros gatos y a las otras sirvientas. La cocina era suya Sólo a mí -con aires de condescendencia- me dejaba entrar. Encerrada con llave, se entendía con las sirvientas por el torno y si alguna quería deslizarse adentro o insinuaba el propósito, la insultaba, mezclando a los dicterios* tiradas de latines. Y como vomitando ese mejunje al par que aspeaba los largos brazos tenía algo de bruja, la creyeron en pacto con el demonio, y, horrorizadas, la dejaron vivir a su placer.
Los gatos tardaron más en darse por vencidos Llegaban oteando por el torno o la ventana, buscando piltrafas, ansiosos de rescoldo Y hallaban un brazo y una escoba mucho más largos que lo previsto y que siempre, invariablemente, les caían en medio del lomo Hasta que uno quedó descaderado no parecieron tomar en serio el peligro que era la vieja. Desde entonces se refugiaron en el repostero, junto al anafe y las otras sirvientas, en acercamiento de víctimas del mismo poder.
Al principio hubo muchas protestas. A cada rato llegaba alguna mujer en son de acuse, y hasta los gatos -en su idioma- supongo que me darían quejas. Prometía amonestarla y hasta ponerla en la calle si no cambiaba de conducta. Pero cuando al anochecer venía doña Tato llena de majestad -seguida por "Paquito"- a tomar órdenes para el día siguiente, mis propósitos se iban arrastrados por la marea de respeto rayano* en el terror que la vieja me producía.
Empezaba mi aprendizaje de ama de casa; la falta de conocimiento y de práctica me hacía indecisa, débil, temerosa. Doña Tato se daba perfecta cuenta de su superioridad. Fingiéndose humilde, empezaba siempre.
-Aquí estoy a las órdenes de su mercé.
-¿Cómo está, doña Tato?
-Muy bien, para servirle. ¿Qué haremos mañana?
Yo me ponía a pensar en minutas, buscando con verdadera ansia en mis recuerdos los nombres de todos los guisos que conocía, y siempre, siempre, encontraba sólo aquellos que comiera en la mañana o -alejándome un poco- en la noche anterior.
Doña Tato decía al descuido:
-"Paquito" está bien.
Mala iba la cosa... Cuando no se le preguntaba por el gato, se ponía de peor humor que el pésimo de costumbre.

* dicterio. lucio insultante

* rayano. Cercano.


Haremos... haremos... budín de coliflor y berenjenas rellenas con queso.
Y la miraba, feliz de mi hallazgo, porque tenía la perfecta seguridad de no haber comido coliflor hacía largos meses.
-¡Es tiempo ahora! -y en semicírculo, de pared a pared, su mirada ponía al salón por testigo de mi imbecilidad.
Pero yo, realmente imbécil, insistía porfiada
-Quiero budín de coliflor... Debe haber coliflor en conserva y berenjenas también. La vieja saltaba furiosa:
-Tamién... tamién... ¿Y qué más? ¿Un pajarito volando tamién? Estas iñoritas que no saben onde están paras y se meten a disponer Ora pro nobis... Tamién... Yo sabré lo que hago mañana. ¡No faltaba otra cosa! Cuando una ha servio treinta años en una casa no tiene pa qué andar mendigando mandares Per Christum Dominum nostrum... ¿Qué te parece, "Paquito"? Si no juera por mí te mataban de hambre. Nicolasa.. pa tu casa Amén
Y se marchaba de estampía, seguida perezosamente por el gato, dejándome humillada, indignada y amedrentada. Hasta que opté por abandonar mis aires de dueña de casa y decirle que no viniera más a tomar órdenes, que dispusiera ella a su antojo. Comíamos admirablemente. En el servicio había orden. En las cuentas, economías. ¿Qué más pedir?
La doncella me contó cómo rezaba la vieja el rosario, los rosarios, porque el día entero se pasaba en eso. Trajinando, siempre en una actividad enfermiza por lo continua, doña Tato murmuraba las avemarías a media voz, y al terminar, en el amén, agregaba un número, de uno a diez para contar las decenas sin necesidad de tener en las manos un rosario que le impidiera seguir en sus quehaceres. Y los misterios los señalaba en la repisa con cinco papas que iba sacando de un cajón.
Lo encontré tan cómico que fui a mirarla y a oírla por el torno disimuladamente. Y era cierto. Desgranaba porotos e iba diciendo:
Santa Mana, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hcra de nuestra muerte. Amén. Ocho. Dios te salve, María... Amén. Nueve. Dios te salve.. Santa María... Diez.

Y puso una papa negra junto a las otras dos que estaban en la repisa.
Pero otro día me trajeron una historia que no me agradó ni pizca. Al llegar del mercado, doña Tato colocaba en el mesón toda la carne, llamaba a "Paquito" y decía:
-Elija, mi lindo.
Y el gato oliscaba trozo a trozo hasta hallar uno a su gusto para comérselo.
Hice llamar a doña Tato. Con mucho miedo, pero mucho valor, le dije:
-No es posible que cuando usted llega del mercado haga que "Paquito" meta el hocico en toda la carne para elegir su pedazo. Eso es muy sucio, doña Tato.
-Sucio..., sucio... ¿Y qué más? Misere nobis. ¿"Paquito" sucio? Ya quisiera su mer-cé tener la boca tan limpia como "Paquito". Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix. "Paquito" no se pone porquerías de pinturas en la cara ni menos en el hocico. Vade retro...
¡Era el colmo! Fui yo quien salió de estampía para llegarme al escritorio de Pedro y decidirlo con muchos arrumacos a despedir él a la vieja insolente.
Fue. Llegó a la puerta de la cocina, tocó con los nudillos. Se abrió el torno, aparecien-d la cara mal agestada.
-Doña Tato... —pudo decir.
-Si quiere alguna cosa -interrumpió-; pídasela a la Petronila. Aquí no moleste.
Y cerró de golpe el postigo.
Pedro volvió mohíno y me dijo que era yo la llamada a echar a la vieja; que él, abogado de veintitrés años, con mujer y casa -aunque sin clientela, esto lo agrego yo-, no podía descender a esas pequeñeces. Y que, además; otra vez posiblemente no lograría dominarse y pondría a la vieja en la calle a fuerza de puntapiés. Mentira. Le pasó lo que a todos: le tuvo miedo a doña Tato. Y así siguió ésta inexpugnable en la cocina.
Por ese entonces, Pedro trajo varias veces invitados a comer. La segunda vez, doña Tato llegó como un basilisco a decirme:
-¿Qué se han imaginado que voy a pasarme alimentando hambrientos ociosos? Agnus Dei, qui tollis peccata mundi. Ni lesa que fuera...
-Pero, doña Tato...
-Si viene gente a comer, me mando a cambiar al tiro.
Y yo, iluminada, le contesté suavemente:
-Mire, Tatito, le diré con franqueza que Pedro quiere traer todos los días un amigo a comer. Si no está conforme con esto, lo me jor será que se vaya... que busque ocupación en otra casa.
Me miraba con los ojillos desconfiados agudos de malicia y al fin dijo, riendo marrullera:
-¡Je! Era pa eso... Vade reír... No se incomode su mercé, No pienso irme, porque estoy muy a gusto y "Paquito" tamién. Deo gratias. Pero a esos ociosos..., ¡ya los espantaré!
Y los espantó, claro, porque siempre que teníamos invitados salaba o ahumaba la comida. Hubo a veces que improvisarlo todo con conservas.
Pensamos recurrir a la policía para echar a la vieja. Y tras mucha vacilación acabé por escribirle una carta muy atenta, con tres faltas de ortografía que corrigió Pedro, diciéndole que si no se retiraba para el 1° del mes siguiente, llamaríamos al carabinero para obligarla a irse.
Y llegó el 1° y pasó una semana y doña Tato no se iba. La hallé en el patio una tarde y le pregunté tímidamente:
-¿Cuándo se va, doña Tato?
-¿ Usted cree que yo soy de las que duran un mes en cada casa? In nomine Patris et Fiíü et Spiritus Sanctis. Aquí estaré otros treinta años. Amén.
Entonces -acuciados por el miedo a soportar per omnia sécula seculorum a la vieja-. Pedro tuvo una idea genial le escribió a mi madre, invitándola a pasar unos días con nosotros. Y llegó mi madre con empaque de juez y ojos escrutadores.
No dijimos nada; pero a la segunda comida, ante los guisos desastrosamente quemados, peores que en la mañana, mi madre estalló en preguntas rápidas que Pedro y yo contestábamos, atropellándonos para narrar nuestras desdichas bajo la tiranía de doña Tato.
Ante nuestros ojos mi madre adquiría su gran aire de imperatrice. Se puso de pie y salió, diciéndonos:
-Van a ver ustedes...
Nos mirábamos aterrados. Mirábamos la puerta esperando ver surgir en su vano a doña Tato, persiguiendo a mi madre con el largo brazo y la larga escoba, al par que fulminaba denuestos y latines para nuestra total exterminación.
Se oían voces, gritos, portazos, chillidos, caer de loza, carreras: todo simultáneamente. Luego un gran silencio.
Angustiada, hecha un ovillo toda contra Pedro, dije temblando:
-Anda a ver... Con tal que no la haya matado...
Pero entraba mi madre con largo paso tranquilo y ojos duros de triunfadora.
-Ya se va. Mañana mandará a buscar sus cosas.
Nos mirábamos atónitos. ¿Doña Tato? Pero...
La vimos pasar por la puerta abierta al patio. Iba con el cuello extendido, como temiendo un peligro, ladeado el moño, arrebozada en un chalón que le ceñía el trasero grotescamente, con "Paquito" en brazos, somnoliento y friolero.
Pasaba..., se alejaba..., se iba.
Y sin saber por qué, me eché a llorar en la corbata de Pedro.


LA MARISCADORA
Baldomcro Lillo

Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre, Cipriana, con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha, abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar.
Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las ¿que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.
Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio donde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arenase extendía hasta un obscuro cordón de cerros que se alzaban hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda y echó a andar a lo largo de la playa. El descenso del agua había dejado al descubierto la ancha faja de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoleteaban en la blanca cinta producida por la tenue resaca, enormes alcatraces, con las alas abiertas e inmóviles, resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas; sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar Después de media hora de marcha la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sito la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló de improviso en una diminuta caleta abierta entre los altos paredones de una profunda quebrada.
La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.
La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un peñasco enorme, cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas.
Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de sus hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.
Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.
La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis, devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundante cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de líneas vulgares, carecían de atractivos. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina, blanca y recia, y los ojos pardos un tanto hundidos eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada, y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático.
El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel oculto rincón de una belleza incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada pared de arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el blanco arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos en la espesura del melancólico grito del pitío.
La calma del océano, la inmovilidad del aire y la serena placidez del cielo tenían algo de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeño y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada, a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.
Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa, delante de la cual se extendía una vasta plataforma de piedras que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.
Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, desprendía de las piedras los moluscos y los arrojaba en su canasto. De cuando en cuando interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura, que continuaba durmiendo sosegadamente.
El océano asemejábase a una basta laguna de turquesa liquida. Aunque hacia ya tiempo que la hora de la bajamar había pasado, la marea subía con tal lentitud, que sólo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.
La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio leerá familiar y, dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.
El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana, con el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de los cabellos. Y su talle basto y desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con líneas vigorosas no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas y el aire oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en sus venas su sangre joven de moza robusta en la primavera de su vida.
El tiempo pasaba, la marea subía lentamente, invadiendo poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado a otro, afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró sobre si misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención obligándola a volver atrás era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña y rarísima, parecía más grande visto a través del agua cristalina.
Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en e! hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de tos dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que seria aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada.
Y el tinte rosa pálido del caracol, con sus tonos irisados tan hermosos, destacábase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo, que, haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaban inútiles: estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía el paso de la mano endurecida por el trabajo.
En un principio, Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad, que se fue transformando en una cólera sorda a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego, una angustia vaga, una inquietud fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, las pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez: era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo arrastrado y envuelto en el flujo de la marea se presentó ciara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.
Arrodillada sobre la piedra, se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus músculos, sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la población alada .que buscaba su alimento en las proximidades de la caleta: gaviotas, cuervos, golondrinas de mar alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.
El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas de sudor se habían pegado a la piel, la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Esto no se haría esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresalió apenas unos centímetros sobre las aguas.
El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso y espasmódicas sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie. Un oleaje suave con acariciador y rítmico susurro comenzó a azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que, bajo los ardientes rayos del sol, tomaban los tonos y cambiantes del nácar y del arco iris.
En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio, impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar.
La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para libertarse, giró en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni las aguas un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que, allá detrás de las dunas, aguardaban su regreso en el rancho humilde y miserable Ninguna voz contestó la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto, y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora:
-¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo!... ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo!... ¡Toma mi vida: no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá!...¡Un momento, un ratito nomás!... ¡Te juro volver otra vez aquí!. ¡Dejaré que las aguas me traguen, que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré, y moriré bendiciéndote ! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no consientas que muera desesperada!... ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen Santísima! ¡Escúchame, Madre mía!
La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados como estertores de moribundo.
La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra, habían hinchado los músculos, y la argolla de granito que la aprisionaba pareció estrecharse en torno de la muñeca.
La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Sólo la parte superior del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante, los progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable llegó. Una ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto donde dormía el pequeñuelo, quien, al sentir el frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante chillido.
Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena. Al sentir aquel grito, que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura fulguró en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña cogida en el lazo corta con los dientes en miembro prisionero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero aun ese recurso le estaba vedado; el agua que la cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.
En la playa, las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales y el cuerpecito regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma, agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía abrillantada por el choque del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.
Cipriana, con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello estremecida por una suprema convulsión, y en el paroxismo del dolor, su razón estallo de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíritu, azotada por una racha formidable, se extinguió, y mientras la energía y el vigor, aniquilados en un instante, cesaban de sostener el cuerpeen aquella forzada postura, la cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.
Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera .vagidos cada vez más tardos y más débiles, que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus abrazos, modulando sus más dulces canciones, poniéndole ya boca abajo o boca arriba trasladándolo de un lado para otro, siempre solícito e infatigable.
Por último, los lloros cesaron: el pequeño había vuelto a dormirse, y aunque su carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible, pero tan profundo, qué cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más.
Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel sobre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taciturnos a todos los hombres, no empañó con la mas leve sombra la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, paz y amor.


La Gallina de los Huevos de Luz
Francisco Coloane

-¡La gallina no! -gritó el guardián primero del faro, Oyarzo, interponiéndose entre su compañero y la pequeña gallina de color flor de haba que saltó cacareando desde un rincón.
Maldonado, el otro guardafaro, miró de reojo al guardián primero, con una mirada en la que se mezclaban la desesperación y la cólera.
Hace más de quince días que el mar y la tierra luchan ferozmente en el punto más tempestuoso del Pacífico sur: el Faro Evangelistas, el más elevado y solitario de los islotes que marcan la entrada occidental "del Estrecho de Magallanes, y sobre cuyo pelado lomo se levantan la torre del faro y su fanal, como única luz y esperanza que tienen los marinos para escapar de las tormentas oceánicas.
La lucha de la tierra y el mar es allí casi permanente. La Cordillera de los Andes trató, al parecer, de oponerle algunos murallones, pero en el combate de siglos todo se ha resquebrajado; el agua se ha adentrado por los canales, ha llegado hasta las heridas de los fiordos cordilleranos y sólo han permanecido abofeteando al mar los puños más fieros, cerrados en dura y relumbrante roca como en el Faro Evangelistas.
Es un negro y desafiante islote que se
empina a gran altura. Sus costados son lisos y cortados a pique. La construcción del faro es una página heroica de los bravos marinos de la Subinspección de Faros del Apostadero Naval de Magallanes, y el primero que escaló el promontorio fue un héroe anónimo como la mayoría de los hombres que se enfrentan con esa naturaleza.
Hubo que izar ladrillo tras ladrillo. Hoy mismo, los valientes guardafaros que custodian el fanal más importante del Pacífico sur están totalmente aislados del mundo en medio del océano. Hay un solo y frágil camino para ascender del mar a la cumbre; es una escala de cuerdas llamada en jerga marinera "escala de gato", que permanece colgando al borde del siniestro acantilado.
Los víveres son izados de las chalupas que se atracan al borde por medio de un winche instalado en lo alto e impulsado a fuerza de brazos.
Una escampavía de la Armada Nacional sale periódicamente de Punta Arenas a recorrer los faros del oeste, proveyéndolos de víveres y de acetileno.
La comisión más temida para estos pequeños y vigorosos transportes de alta mar es Evangelistas, pues cuando hay mal tiempo es imposible acercarse al fa ro y arriar las chalupas balleneras en que se transporta la provisión.
Como una advertencia para esos marineros, existe a unas millas al interior el renombrado puerto de "Cuarenta Días", único refugio en el cual han estado durante todo este tiempo barcos capeando el temporal. Algunas veces una escampavía, aprovechando una tregua, ha salido a toda máquina para cumplir su expedición, y ya al avistar el faro se ha desencadenado otra vez el temporal, teniendo que regresar de nuevo al abrigado refugio de "Cuarenta Días".
Esta vez la tempestad dura más de quince días. La tempestad de afuera, de los elementos, en la que el enhiesto peñón se estremece y parece quejarse cuando las montañas de agua se descargan sobre sus lisos costados, porque adentro, bajo la torre del faro, en un corazón humano, en un cerebro acribillado por las marejadas de goterones de lluvia repiqueteando en el techo de cinc, en una sensibilidad castigada por el aullido silbante del viento rasgándose en el torreón, en un hombre débil y hambriento, se está desarrollando otra lenta y terrible tempestad.
Era la segunda vez que Oyarzo salvaba la milagrosa y única gallina de los ímpetus desesperados de su compañero. ¡La gallina había empezado a poner justamente el mismo día en que iba a ser sacrificada!
Los guardafaros habían agotado todos los víveres y reservas. La escampavía se había atrasado ya en un mes y el temporal no amainaba, embotellándola seguramente en el puerto de "Cuarenta Días".
Como por un milagro, la gallina ponía todos los días un huevo que, batido con un poco de agua con sal y la exigua ración de cuarenta porotos asignada a cada uno, servía de precario alimento a los dos guardafaros.
-¡Toma tus cuarenta porotos! -dijo Oyarzo, alargando la ración a su compañero.
Maldonado miró el diminuto montón de fréjoles en el hueco de su mano. "¡Nunca -pensó- su vida había estado reducida a esto! ¡No -ahora recuerda-, sólo una vez ocurrió lo mismo en el faro San Félix, cuando al póquer perdió su soldada de dos años y, convertida también en un montón de porotos, pasó de sus manos a las de sus compañeros!"
Pero eran tan sólo dos años de vida y ahora éstos constituían toda su vida, la salvación de las garras de la sutil pantera del hambre, que en su ronda se acercaba cada día más al faro.
"¡Y este Oyarzo -continuaba en las reflexiones de su cerebro debilitado-, tan duro, tan cruel, pero al mismo tiempo tan fuerte y tan leal!" Se había ingeniado para racionar la pequeña cantidad de porotos muy equitativamente, y, a veces, le pasaba hasta unos cuantos más, sacrificando su parte. Hasta la gallina tenía su ración: se los daba con conchuela molida y un poco recalentados para que no dejara de poner.
Cada día y cada noche que pasaban bajo el estruendo constante del mar embravecido, la muerte estaba más cerca y el hambre hincaba un poco más su lívida garra en esos dos seres.
Oyarzo era un hombre alto, huesudo, de pelo tieso y tez morena. Maldonado era más bajo, delgado y en realidad más débil.
Si no hubiera sido por aquel hombro-nazo, seguramente el otro ya habría perecido con gallina y todo.
Oyarzo era el sabio artífice que prolongaba esas tres existencias en un inteligente y denodado combate contra la muerte, que ya se colaba por el resquicio del hambre. ¡La gallina, el hombre y el hombre! ¡La energía de unos diminutos fréjoles que pasaba de uno a otros! ¡El milagroso huevo que día a día levantaba las postreras fuerzas de esos hombres para encender el fanal, seguridad y esperanza de los marinos que surcaban la desdichada ruta!
Maldonado empezó a obsesionarse con una idea fija: la gallina. Debilitado, el hambre, después de corroerle las entrañas como un fuego horadante y lento, empezaba a corroerle también la conciencia y algunas luces siniestras, que él trataba en vano de apagar, empezaron a levantarse en su mente.
Por fin llegó a esta conclusión: si él pudiera saciar su hambre una sola vez, moriría feliz. No pedía nada más.
Sin embargo, no se atrevía a pensar o llegar hasta donde sus instintos lo empujaban. ¡No, él no era capaz de asesinar a su buen compañero para comerse la gallina!
"¡Pero qué diablos!", decía y se ponía a temblar y se daba vuelta, asustado, como si alguien lo empujara a empellones al borde de un abismo.
El mar seguía con su ronco tronar envolviendo al faro, la lluvia con su repiqueteo incesante contra el cinc y el mugido del viento que hacía temblar la torre, en cuya altura seguía encendiéndose todas las noches el fanal gracias al huevo de una gallina y a la reciedumbre de un hombre.
Las tempestades del mar no son parejas, toman aliento de cuatro en cuatro horas. En una de estas culminaciones, una noche arreció en tal forma que sólo podía compararse con un acabo de mundo. El trueno del mar, el aullido del viento y las marejadas de lluvia que se descargaban sobre el techo, estremecían en tal forma al peñón, que éste pareció desprenderse de su base y echándose a navegar a través de la tempestad.
Adentro, la tormenta también llegó a su crisis.
Maldonado, sigilosamente entre las sombras, se dirigió puñal en mano al camarote de Oyarzo, donde éste guardaba cuidadosamente la gallina milagrosa, por desconfianza hacia su compañero.
Maldonado no había aclarado muy bien sus intenciones. Angustiado por el hambre, avanzaba hacia un todo confuso y negro. No había querido detenerse mucho a determinar contra quién iba puñal en mano. Él iba a apoderarse de la gallina simplemente; una vez muerta ya no habría remedio, y Oyarzo tendría que compartir con él la merienda; pero si se interponía como antes..., ¡ah!, entonces levantaría el puñal, pero para amenazarlo solamente.
¿Y si aquél lo atacaba? ¡Diantre, aquí estaba, pues, ese todo confuso y negro contra el cual él iba a enfrentarse atolondrado y ciego!
Abrió la puerta con cautela. El guar dián primero parecía dormir profundamente. Avanzó tembloroso hacia el rincón donde sabía se encontraba la gallina, pero en el instante de abalanzarse sobre ella fue derribado de un mazazo en la nuca. El pesado cuerpo de Oyarzo cayó sobre el suyo y de un retortijón de la muñeca tuzóle soltar el puñal.
Casi no hubo resistencia. El guardián primero era muy fuerte y, después de dominarlo totalmente, lo ató con una soga con las manos a la espalda.
-¡No pensaba atacarte con el cuchillo; lo llevaba para amenazarte no más en caso de que no hubieras permitido matar la gallina! -dijo con la cabeza agachada y avergonzado el farero.
Al día siguiente, estaba atado a una gruesa banca de roble, con las manos atrás aún.
El guardián primero continuó trabajando y luchando contra las garras del hambre. Hizo el batido del huevo con los porotos y con su propio mano fue a darle de comer su ración al amarrado. Éste, con los ojos bajos, recibió las cucharadas, pero, a pesar del hambre que lo devoraba, sintió esta vez un atoro algo amargo cuando el alimento pasó por su garganta.
-¡Gracias -dijo al final-, perdóname, Oyarzo!
Éste no contestó.
El temporal no amainó en los siguientes días. El alud de agua y viento seguía igual.
-¡Suéltame, voy a ayudarte, te sacrificas mucho! -dijo una mañana Maído-nado, y continuó con desesperación-: ¡Te juro que no volveré a tocar una pluma de la gallina!
El guardián primero miró a su compañero amarrado; éste levantó la vista y los dos hombres se encontraron frente a frente en sus miradas. ¡Estaban exhaustos, débiles, corroídos por el hambre! Fue sólo un instante; los dos hombres parecieron comprenderse en el choque de sus miradas; luego los ojos se nublaron.
-¡Todavía lucharé solo; ya llegará la hora en que tenga que soltarte para el último banquete que nos dará la gallina! -dijo Oyarzo con cierto tono de vaticinio y duda.
Las palabras resonaron como un latigazo en la conciencia del farero. Hubiera preferido una bofetada en pleno rostro a esa frase cargada con el desprecio y la desconfianza de su compañero.
Pero la milagrosa gallina puso otro huevo al siguiente día. Oyarzo preparó, como siempre, la precaria comida. Iban quedando sólo las últimas raciones de fréjoles.
Otra vez se acercó al preso con la exigua parte de porotos, levantó la cuchara a medio llenar, como quien va a dar de comer a un niño, pero al querer dársela, el preso, con la cabeza en alto y la mirada duramente fija en su dadivoso compañero, exclamó rotundamente:
-¡No, no como más; no recibiré una sola migaja de tus manos!
Al guardián primero se le iluminó la cara como si hubiera recibido una buena nueva. Miró a su compañero con cierta atención y, de pronto, sonrió con una extraña sonrisa, una sonrisa en que se mezclaban la bondad y la alegría. Dejó a un lado el plato de comida y desatando las cuerdas dijo:
-¡Tienes razón, perdóname, ya no mereces este castigo; otra vez Evangelistas tiene dos fareros!
-¡Sí, otra vez! -dijo el otro, levantándose ya libre y estrechando la mano de su compañero.
* * *
Cuando se terminó la entrega de los víveres y el comandante de la escampavía fue a ver las novedades del faro, le extrañaron un poco algunas huellas de lucha que observó en la cara de los dos fareros. Miró fijamente a uno y a otro; pero antes de que los interrogara, se adelantó Oyarzo sonriendo y, acariciando con la ruda mano la delicada cabeza de la gallina flor de haba que cobijaba bajo su brazo, dijo:
-¡Queríamos matar a la gallina de los huevos de oro, pero ésta se defendió a picotazos!...
-La gallina de los huevos de luz, querrás decir, porque cada huevo significó una noche de luz para nuestros barcos! -profirió el comandante de la escampavía, sospechando posiblemente lo ocurrido.


EL PADRE
Olegario Lazo Baeza

Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito:
-¡Cabo de guardia!
El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.
Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:
-¿Estará mi hijo?
El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.
-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo -repuso el suboficial.
-Manuel... Manuel Zapata, señor.
El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria:
-¿Manuel Zapata...? ¿Manuel Zapata...? Y con tono seguro:
-No conozco ningún soldado de ese nombre. El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:
-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea...
El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:
-Es el nuevo; el recién salido de la Escuela.
-¡Diablos! El que nos palabrea tanto...
El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.
El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor. Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:
-¡Cazuela! ¡Cazuela!
El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:
-¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.
Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:
-¡Cinco años sin verlo...!
Más alegre, rascándose detrás de la oreja:
-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja...!
...”Uno de guardia”, pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente. I
Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.
El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:
-Lo buscan..., mi teniente.
No se porque fenómeno del pensamiento, la encogida figura de su padre relampagueo en su mente...
Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:
-En este pueblo... no conozco a nadie...
El soldado dio detalles no pedidos:
-Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...
Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:
-Está bien... ¡Retírese!
La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.
A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes. A cuatro pasos de distancia le gritó aleteando los brazos como un pollo.
-¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecillo del campo... Dice que es el padre de su mercé...
Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia, y repuso:
-¡Váyase! Ya voy.
Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.
El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.
Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia fuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...
El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos:
-Te buscan... Dicen que es tu padre. Zapata, desviando la mirada, no contestó.
-Está en el cuerpo de guardia... No quiere moverse. Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá.
Al entrar, un soldado gritó:
-¡Atenciooón!
La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.
El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó:
-¡Mañungo! ¡Mañunguito...!
El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara.
El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:
-¡Qué ocurrencia la suya...! ¡Venir a verme...! Tengo servicio... No puedo salir.
Y se entró bruscamente.
El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.
-Tome: para ustedes, para ustedes solos.
Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:
-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito...!


La Señora
Federico Gana


Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba a mi fatigado caballo, me producían un ansia devoradora de llegar pronto.
Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:
-Pero, al fin, ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?
-Es allí cerquita, a la vuelta de la alameda -me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.
A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violácea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.
Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento, que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.
En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Muchos de
estos viajes me proporcionaban la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años. . . Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero, y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.
De esta certidumbre provenían, tal vez, mi cansancio y mal humor.
A medida que avanzaba, el paisaje principiaba u variar. Añosos álamos y sauces daban sombra al camino, divisaba verduras, chacras, pástales de trébol, animales vacunos, aguas corrientes... De cuando en cuando, tras la alameda, asomaban algunos humeantes ranchos dé inquilinos.
-Ya estamos en lo de Don Daniel -me dijo el mozo.
Y yo me interesaba, contemplando el buen cultivo de la tierra, la excelencia dé los cierros, mil pequeños detalles que revelaban la vigilancia y el trabajo de una mano avezada a las labores de la agricultura.
-¿Cuántas cuadras tiene el fundo? pregunté al mozo.
-Trescientas cuadras regadas. Principió arrendando, y ahora con su trabajo ha comprado estas tierras -me contestó.
Llegábamos ya al fin de la alameda, y un instante después tenia ante mi una reja de madera pintada de blanco, a través de la cual se divisaba una huerta de hortalizas y un edificio, con esa arquitectura sencilla y primitiva, peculiar en nuestras antiguas construcciones campesinas; enorme techo de pajas, bajas murallas, anchos y sombríos corredores.
-Aquí es -me dijo el mozo, y pasando frente a las casas entramos por una ancha puerta, de golpe que daba a un caminillo bordeado de acacias.
En el fondo de este camino, bajo la sombra de una ramada, al lado de un caballo ensillado, veíase un hombre con la cabeza inclinada, ocupado, al parecer, en arreglar una correa de la brida.
A pesar de los furiosos ladridos de un perro que salió a recibirnos y que mi mozo se esforzaba en espantar, el hombre continuaba afanoso en su trabajó.
-¿Don Daniel Rubio está en casa? - pregunté con voz fuerte.
El hombre alzó la cabeza, fijó en nosotros una mirada tranquila y me contestó sosegadamente, con cierta reticencia:
-Con él habla.
Quien así me respondía era un individuo alto, obeso, poderosamente constituido. Representaba de cuarenta y cinco a cincuenta años, y vestía el traje común a nuestros mayordomos de hacienda: pequeña manta listada, chaqueta corta, pantalones bombachos de diablo fuerte, enormes espuelas y sombrero de paja de anchas alas. Su rostro cobrizo, de facciones gruesas y duras, singularizábase por el estrabismo y la inamovilidad de una de sus negras pupilas que parecía cristalizada, mientras la otra tenía un brillo y una vivacidad extraños. Contemplando esta fisonomía, involuntariamente me pasó por la cabeza esta frase vulgar: "No me gustaría encontrarme con este sujeto por un camino solitario".
-Nos han dado noticias que tenía bueyes -le dije.
-Si, hay algunos --me contestó con indiferencia, volviendo el rostro a un lado.
-¿Podríamos verlos? -agregué.
Por toda respuesta tomó las riendas del caballo, que a su lado estaba, subió rápidamente y, seguido de nosotros, se dirigió al interior del fundo.
Durante nuestra excursión por los potreros, tuve ocasión de observar que mi acompañante era persona inteligente en todo lo que a campo se refería; y esto lo demostró mas de una vez en el curso de la conversación que sostuvimos con motivo del negocio de los bueyes. Sus modales eran rudos, como de hombre de pocas letras, sus palabras, breves y terminantes, pero, a través de toda esta exterioridad poco agradable, había en su persona un no sé qué aire de honradez y seriedad que, insensiblemente, inspiraba respeto, ya que no simpatía.
Por fin el negocio se arregló satisfactoriamente, y la noche caía ya en el horizonte, cuando regresamos a la casa.
-Todo lo que usted ha visto lo he formado yo con estas manos dijo don Daniel, respondiendo a mis felicitaciones por el buen pie en que se veía su hacienda.
-Usted se quedará a alojar -agregó; e interrumpiendo mis excusas llamó a un trabajador que por ahí andaba, ordenándole que desensillara los caballos.
Y después me dijo:
-No se apure, que hay dónde tender los huesos. Pero, antes que todo, vamos a mascar algo, que ya es hora.
Y nos dirigimos a la casa.
Después de atravesar el obscuro corredor, entramos a una pieza que daba al pasadizo y que servía de comedor.
La lámpara estaba encendida y la sopa humeaba sobre una pequeña mesa, puesta con gran decencia y limpieza. No parecía aquél un comedor de soltero. Aquí y allá flores frescas y hojas verdes; las servilletas tenían cierto arreglo peculiar; el vino brillaba en
las garrafas do vidrio, y en las paredes vi diferentes estampas de santos que no dejaban de llamarme la atención.
A una indicación de don Daniel, me senté, sin cumplimiento a la mesa; pero luego tuve que ponerme de pie precipitadamente, porque frente a mí se abrió una puerta y entró una persona. Era una anciana de cabellos blancos y elevada estatura, vestida de negro.
Me hizo una ceremoniosa reverencia, mientras don Daniel nos presentaba:
-La señora Carmen Mancilla, el señor...
En seguida ella se sentó a la cabecera de la mesa.
Yo observaba con interés a la recién venida.
En su rostro extenuado y pálido, con una palidez luminosa de algunas personas extremadamente ancianas, en su hundida boca, en su fina nariz aguileña, en sus grandes ojos claros, vagaba una expresión de dulce tranquilidad. Parecía sonreír a cierto alegre pensamiento interior, mientras servía trabajosamente la sopa con sus largas manos temblorosas, donde resaltaban las venas y los nervios.
Se detuvo un instante, contemplándome curiosamente, como si buscara un tema de conversación, y por fin, me dijo con una vocecita cascada:
-El señor, si no he oído mal, se llama (aquí dijo mi nombre) y debe ser pariente de los señores... (nombró a unos tíos abuelos míos, enterrados antes de mi nacimiento).
Al escuchar mi respuesta afirmativa, continuó con gran animación:
-Yo los conocí mucho cuando eran solteros... venían siempre a casa de mi marido. Entonces recibíamos mucha gente. ¡Qué alegres eran! Daniel, ¿te acuerdas del baile que dio el embajador? Pero, es verdad, tú no estabas con nosotros todavía. Bailamos
hasta el amanecer, y en el corredor quemaban voladores. Recuerdo que a mí me hicieron bailar cueca. Pero entonces los jóvenes eran muy corteses... Sus tíos siempre que venían a vernos nos traían grandes regalos. . .
Mientras la señora hablaba así, Don Daniel la contemplaba con aire cohibido y obsecuente, echándose en silencio los bocados y sirviéndose, a cada instante, grandes vasos de vino. La única pupila que podía mover, estaba inquieta, húmeda y brillante, y parecía decirme:
-Escúchela con atención, que vale la pena.
Y ella, al mismo tiempo que continuaba su charla con alegre volubilidad, me servía los platos con toda clase de miramientos, dirigiéndome signos de inteligencia, como indicándome que esa conversación sólo nosotros podíamos comprenderla.
De repente me dijo:
-¿Que ha sido de esos jóvenes de sus tíos? Sé que uno se casó en Santiago y que ha tenido muchos hijos.
-¡Han muerto todos, señora, hace muchos años!
Al escuchar estas palabras, me contempló estupefacta, suspiró hondamente, se puso la palma de la mano en la barba, inclinó su cabeza blanca y pareció abismarse en sus reflexiones.
A medida que la comida llegaba a su fin, hacíase más notable el contraste que formaban los modales finos, insinuantes, casi aristocráticos de esa viejecita, con los desmañados y selváticos de mi huésped. Observé que el rostro de éste estaba encendido por las frecuentes libaciones y que poco a poco salía de su mutismo, hablando de diferentes tópicos.
Por fin, la anciana se levantó de su asiento y me tendió su fría y descarnada mano, diciéndome:
-Usted se queda esta noche. Voy a arreglar algo allá adentro. En seguida, volviéndose hacia mi huésped e inclinándose a su oído, k- dijo en voz baja:
-No bebas mucho. Cuidado con las enfermedades. . .
Cuando ella salió, el tosco y moreno semblante de don Daniel parecía iluminarse con una sonrisa, sus pupilas se velaban dulcemente y sus gruesos labios temblaban como si deseara decirme algo.
Comprendí que el vino principiaba a hacer su efecto.
Al fin, rompí el silencio diciéndole:
-¿La señora es su madre?
-No.
-¿Su parienta tal vez? Y perdone. . .
Don Daniel aproximó en silencio una botella, llenó hasta los bordes los vasos, bebió el suyo de un sorbo, y limpiándose los labios, contestó:
-No, señor, la persona que usted ha visto no es mi madre ni mi parienta; es la señora, la señora de esta casa -concluyó con un acento en que vibraba cierto orgullo indefinible, dando un ligero golpe sobre la mesa.
Después se pasó la mano por la cabeza, como indeciso, y mirándome fijamente, con aire resuelto, siguió diciéndome:
-Como usted lo ha de saber al fin, si ya no lo sabe, voy a contarle lo que hay en esto. Y para principiar, le diré que yo, aquí donde usted me ve, no he conocido padre ni madre;
soy de ésos que nacen en cualquier parte, sin saber cómo. Hasta la edad de siete años lo he pasado por ahí, como los perros sin amo. Un día vino esta señora, me recogió y me llevó a su casa. Allí he crecido, señor, sirviéndola a ella y a sus hijos, y no me avergüenzo... Ella me puso el silabario en la mano, ella me enseñó lo poco que sé y me mandó a la escuela, porque era una señora como ahora no las hay. Después salí a buscar la vida y trabajé en lo que vino a mano; se necesitaba un alhamí, allí estaba yo; se necesitaba un herrero, pues a buscarme; y así fui formando mi capitalito. Eso sí, no me he casado nunca, porque las mujeres... en fin, no hablemos de ellas... Pasaron los años; y yo siempre iba a ver a mi señora, llevándole cualquier regalito.
Al fin su marido murió y sus hijos se casaron. El caballero había sido gastador, como caballero que era, y no dejó casi nada. Después los pleitos, los tinterillos y todo lo demás que usted sabe, fueron llevándose lo poco que quedaba, y aquí tiene usted a mi señora, sin tener un mal pan que llevar a la boca. Yo, que estaba arrendando este fundo, que después fue mío, sabiendo que ella estaba en casa de una amiga, digamos como de limosna, me fui allá, me presente y le dije: "Señora, no permito que usted ande sufriendo.
Véngase a su casa, a la casa de su hijo, que ahí nada le faltará. Usted será la señora, como siempre lo ha sido. No me desprecie". Y ella se levantó, la pobre vieja, y vino y me abrazó llorando, y aquí tengo a mi viejecita hasta que yo muera: ella es mi madre, todo lo que tengo en el mundo... ¡Y sí yo trabajo y gano algo, es para dárselo a ella!
Al terminar este relato, don Daniel inclinó su gruesa cabeza gris y murmuró entre dientes:
-Usted estará cansado y ya es hora de dormir.
Y en silencio fue a indicarme la pieza que se me había preparado.
Al día siguiente desperté temprano. En el corredor oía ruido de espuelas. Me vestí con presteza y salí de mi habitación. Allí estaba don Daniel paseándose.
Tomamos el desayuno, hablando de cosas indiferentes. Por fin me despedí y monté a caballo.

Alegremente cantaban los pájaros. El fresco aire de !a mañana parecía infundirme una vida, una fuerza, extraña.
Y pensaba vagamente en que tal vez esa alegría. que sentía desbordar en mí con los primeros rayos del sol, la debía a haber estrechado la mano de ese hombre de cuya rasa partía.





BIOGRAFÍAS

Baldomero Lillo
(1867-1923)

Padre del Realismo Social chileno
Lota, la pequeña ciudad minera en la que Baldomero Lillo vivió durante toda su infancia, le proporcionó las dramáticas escenas que el autor llevó a sus cuentos. Tempranamente debió abandonar sus estudios para trabajar e ingresó como empleado en una pulpería de un establecimiento minero. Afortunadamente, su trabajo le dejaba tiempo para la lectura, afición que heredó de su padre, admirador del escritor norteamericano Bret Harte.
Las lecturas que tuvieron mayor influencia en su narrativa fueron Dostoievski, Zolá, Turgueniev y más tarde, Maupassant, Eça de Queiroz, Dickens y Balzac. Con ellos logró desarrollar la observación directa y la sensibilidad dramática que imprime a sus personajes y atmósferas, plasmadas con fuerza y sencillez en sus cuentos, sobre todo los relacionados con la actividad minera del carbón.
Ya adulto, se trasladó a Santiago buscando un espacio literario y, al cabo de seis años, en 1903, logró reconocimiento al ganar con "Juan Fariña" el más alto lugar de un concurso de cuentos. Consiguió así, la primera publicación en La Revista Católica de Santiago. Este hecho le posibilitó trabajar en El Mercurio y luego colaborar en la revista Zig-Zag. Un año después apareció Sub-terra; una recopilación de ocho cuentos mineros. En 1907, apareció su segundo libro Sub-sole, con trece relatos de vida campesina y del mar. Sobre esta producción Vicente Mengod señala: "Baldomero Lillo, escritor realista, anotó minuciosamente la vida del trabajador de las minas. Sus narraciones, siempre con un gran contenido social, tienen la intensidad de un grito de protesta, cuya resonancia, a pesar de los progresos técnicos, no se ha extinguido. Varios de sus cuentos son documentales. En ellos, el decir escueto y la intención social se armonizan con maestría. Se le considera como el padre del realismo social chileno". Son clásicos sobre el tema de la explotación del carbón y de la vida de los trabajadores en Lota, sus cuentos "Juan Fariña", "El chiflón del diablo" y "La compuerta N° 12", entre otros.
Poco difundidos han sido, sin embargo, los cuentos publicados póstumamente. La primera recopilación la hizo José Santos González Vera quien en 1942 publica bajo el título de Relatos populares, cuentos mineros, marítimos y de costumbres, no incluídos en los volúmenes anteriores. Luego, en 1956, otros cuentos descubiertos por José Zamudio fueron reunidos y publicados en El Hallazgo y otros cuentos del mar. Se sabe, además, que Baldomero Lillo planeaba una novela sobre la masacre de la escuela de Santa María de Iquique, para lo cual viajó al norte de Chile con el fin de documentarse al respecto. Pero este proyecto no llegó a realizarlo.
Baldomero Lillo ha mantenido su vigencia a lo largo de cien años y es fuente indispensable al momento de referirse a la minería del carbón en Chile. En 1968, Raúl Silva Castro reunió casi toda la producción de Baldomero Lillo en sus Obras completas, que incluye, además, una valiosa introducción biográfica.

Cronología
1867. 6 de enero. Baldomero Lillo Figueroa nace en el pueblo minero de Lota.
1897. Se casa con Natividad Miller, con quien tiene cuatro hijos.
1898. Viaja a Santiago, dejando para siempre su pueblo de origen. Ya en la capital, se desempeña en un cargo administrativo en la Universidad de Chile
1903. Gana un concurso con su cuento Juan Fariña, publicado posteriormente en la Revista Católica de Santiago
1904. Publica su primer libro de cuentos, Sub-Terra con el que se da a conocer en el mundo literario
1904. Gana un concurso organizado por El Mercurio con el cuento Sub-sole.
1907. Da a conocer su segundo libro de cuentos, Sub-sole.
1909. Fallece su esposa, Natividad Miller.
1917. Se retira de su trabajo en la Universidad de Chile. Se le diagnostica tuberculosis.
1923 . 23 de septiembre. Baldomero Lillo Figueroa fallece en San Bernardo.
1942. Se publica su obra póstuma, Relatos populares.
1956. Se publica El Hallazgo y otros cuentos del mar, que incluye algunos inéditos.

Bibliografía
Sub-terra: cuadros mineros. Santiago: Chile, Imprenta Moderna, 1904. 221 p.
"El oro", Zig-Zag, (64), 6 de mayo, 1906
"Irredención", Zig Zag, (72), 1° de julio,1906
Sub-sole. Santiago: Imprenta y Encuadernación Universitaria, 1907. 181 p.
Sub-terra: cuadros mineros. Santiago: Chilena, 1917. 210 p.
"La trampa", Zig Zag, (765): 49-52, 18 de octubre,1919
"El angelito", Zig Zag, (796): 54-56, 22 de mayo, 1920
Sub-terra. 2a ed. Santiago: Editorial Nascimento, 1931. 244 p.
Relatos populares. Santiago: Nascimento, 1942. 234 p.
Antología de Baldomero Lillo. Santiago: Zig-Zag, 1955. 301 p.
El Hallazgo y otros cuentos del mar. Santiago: Ediciones Ercilla, 1956. 95 p.
Pesquisa trágica. Santiago: Luis Rivano, 1963. 47 p.
Obras completas. Santiago: Nascimento, 1968, 495 p.
Sub-terra. 1a. ed. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978. 175 p.

Bibliografía General
Délano, Luis Enrique. "Baldomero Lillo y Sub-terra", Aurora, (1): 29-30, julio, 1954
Durán Cerda, Julio. Un comentario estilístico sobre "El chiflón del diablo". Santiago: Universitaria, 1960. pp. 108-136. [Separata de la Revista Atenea, N° 386]
Foresti, Carlos. "Los inválidos" y "La compuerta N° 12", Aurora, (11): 87-94, mayo-agosto, 1967
Silva Castro, Raúl. Baldomero Lillo: (1867-1923). Santiago: [s.n.], 1968. 36 p.
Promis, José. "Dos elaboraciones de un tema: lo social y lo místico en Baldomero Lillo", Revista del Pacífico, (4): 36-42, 1967
Sandoval Oliva, Juan. "Baldomero Lillo, hombre y escritor ejemplar", Millantún, (3): 5-6, noviembre, 1942

Jorge Edwards Bello (1931- )

Novelista, cuentista, ensayista, cronista y diplomático chileno. Se ha destacado en la creación de cuentos sobre la
sociedad chilena tradicional y decadente. En 1994, recibió el Premio Nacional de Literatura.
Nació en Santiago de Chile el 29 de julio de 1931. Estudió Derecho en la Universidad de Chile. Diplomático de carrera ente 1957 y 1973.
Sale del Servicio Exterior por diferencias con la Junta Militar en octubre de 1973. Reside en Barcelona entre 1973 y 1978.
Escritor, autor de numerosas novelas, cuentos, ensayos, obras de carácter testimonial: "El peso de la noche", "Los convidados de piedra", "El museo de cera", "La mujer imaginaria", entre otros.
Colabora en diversos diarios europeos y latinoamericanos. Ha dictado cursos sobre temas latinoamericanos en universidades norteamericanas y europeas.
Los premios recibidos son: Premio Municipal de Literatura de la ciudad de Santiago y Premio Atenea de la Universidad de Concepción, Chile. Francia le otorgó la medalla Caballero de Las Letras y Las Artes. Premio Mundo de Ensayo y premio "Comillas" en España. Premio Nacional de Literatura de Chile en 1994. En abril del año 2000 fue galardonado con la máxima distinción en la lengua castellana, el Premio Cervantes, al mismo tiempo que el Ministerio de Educación de Chile lo invistió con la Orden al Mérito Gabriela Mistral.
Jorge Edwards ganó el Premio Cervantes 1999 de Literatura.
Interesante artículo sobre la distinción a Jorge Edwards, por su actividad como novelista, poeta, ensayista y articulista. (La Tercera del 1º de enero de 2000).

Más información:
Biografía del Premio Nacional de Literatura
http://www.escritores.cl/pagina/semedwards.htm
En este sitio web, te informarás sobre los rasgos biográficos, y los libros publicados de este novelista, cuentista, ensayista, cronista y diplomático chileno.

Rasgos biográficos de Jorge Edwards
http://members.nbci.com/epdlp/edwards.html
En este sitio web encontrarás la biografía de este destacado escritor chileno y el fragmento de "El orden de las familias".

Más sobre su vida y obra
http://www.mcu.es/lab/libro/premios/biografias/Jorge4.htm
Esta página web te entrega una completa información sobre este destacado escritor chileno y sus obras.
Crónicas Periféricas
http://www.qnv.com/limogin/clasicos/edwards.htm
Comenzó a escribir estas crónicas limítrofes en el año mítico de 1968, denominado "El whisky de los poetas", Alfaguara, 345 páginas.



Marta Brunet Cáraves
(1897 - 1967)

Periodista diplomática y escritora. En 1961 le otorgan el Premio Nacional de Literatura, por su larga producción literaria, fue la segunda mujer en obtenerlo luego de Gabriela Mistral.
Nació el 9 de agosto de 1897 en Chillán. hija de ricos agricultores de la zona de Malleco. En el fundo de sus padres transcurrió su niñez y nunca concurrió a las aulas, siendo educada por profesores particulares especialmente contratados para ese efecto.
Clasificada como "criollista", por su temática campesina, además se le califica como descriptora de la naturaleza "se adentra magistralmente en el interior de sus personajes".
Su primera novela la escribe en 1920, se trata de "Montaña Adentro", en 1926 se publica "Bestia Dañina" y "Don Florisondo". En 1928 prepara su novela "Bienvenido", que publica un año después, mientras prepara "María Rosa de quillén". Simultáneamente ejerce el periodismo, colaborando con La Discusión de Chillán, El Sur de Concepción y La Hora, La Nación y El Mercurio de Santiago.
En 1940 el Presidente de la República, Pedro Aguirre Cerda, la designa Cónsul Honorario en La Plata; en 1943 es ascendida a Cónsul profesional.
Su producción se hace más universal escribe alrededor de 1952 "Reloj de sol", "Cuentos para Marisol" y "Aguas abajo". Su temática sigue basándose en la soledad, las protagonistas son siempre las mujeres, aunque incorpora a los niños como un nuevo elemento.
Otra de sus novelas "Humo hacia el sur", publicada en 1946.
Sacada del servicio diplomático vuelve a Chile en 1952, y continua su trabajo intelectual.
Una enfermedad a los ojos la deja prácticamente ciega y se va a España, donde es operada y se queda viviendo por dos años en el viejo continente.
En 1957, aparece "María Nadie" y en 1959 "Experiencias de mi vida literaria" y "El mundo mágico del niño". Un año después "Aleluya para los más chiqueitos". En 1961 le otorgan el
Premio Nacional de Literatura, por su larga producción literaria, fue la segunda mujer en obtenerlo luego de Gabriela Mistral.
En 1962, publica "Amasijo". Regresa a Chile, y Chillán la declara "Hija Ilustre" y le reserva un lugar en un monolito que se construye por la municipalidad para honrar a los mejores hijos de esa tierra sureña. En 1963, es designada
Agregada Cultural en Brasil, y dos meses más tarde ocupa el mismo cargo en la Embajada de Uruguay. En 1967, ese país la designa Miembro de Honor de la Academia de Lengua Uruguaya y el 27 de octubre improvisa un discurso de incorporación y agradecimiento. Emocionada como estaba no alcanza a concluir su intervención, ya que, en medio de ella, se desploma muerta.
No deja herederos.

Sitios Recomendados:
Biografía de la escritora
http://icarito.tercera.cl/enc_virtual/castella/pnacionales/marta.html
En esta página web, encontrarás la biografía de esta Premio Nacional de Literatura.

Antecedentes biográficos de Marta Brunet
http://hem.spray.se/harold.durand/marta.html
Completa biografía y análisis de la vida de esta destacada escritora.

El Arte de Narrar
http://www.bibliotecas.uchile.cl/docushare/dscgi/ds.py/GetRepr/File-701/html
En este sitio web, encuentras una interesante narración de la biografía de esta destacada escritora.


Guillermo Blanco
(1926- )

El trabajador de la palabra
-y es eso lo que humildemente aspiro a ser-
siente sobre sí el legado de su yo
y del yo más grande que es su pueblo
Guillermo Blanco

Guillermo Blanco desde niño buscó apropiarse del mundo a través de la escritura, tal como una vez lo hicieron los conquistadores de América que se apoderaron de la geografía del continente a través
de la palabra. Poseedor de una vasta producción literaria -más de quince obras narrativas, siete ensayos y numerosos artículos publicados en diarios y revistas-, sus creaciones nacieron de la observación del entorno, "de una conversación oída
al pasar, de una silueta dibujada en la bruma, hasta del nombre de una persona".
Desde sus primeras publicaciones, aparecidas en revistas culturales como Amargo, Estudios, Rumbos, y Finis Terrae, destacó por su envidiable dominio
del idioma y su capacidad para expresarse en distintos formatos. Así fue como en la década de 1950 no sólo se consagró como narrador sino también como periodista, forjando un estilo único, inconfundible por su espíritu crítico e impregnado de humor.
Entre 1959 y 1964 dio a conocer sus primeros libros:
Sólo un hombre y el mar (1959), compilación de cuentos; Misa de Réquiem (1959), novela breve, y Gracia y el forastero, su obra más conocida y que en la actualidad ostenta más de cuarenta y seis ediciones. Por estos años trabajó en una compilación de cuentos, en los que de manera excepcional expuso sus miedos personales.
Titulado Los borradores de la muerte (1969), escribió motivado por la idea de dejar un legado íntimo y poético.
Convencido de que el escritor tiene una misión y un deber con su comunidad, abogó por el patriotismo de la palabra y por ello, cultivó el ensayo sobre temas sociales, culturales y políticos. Sin duda uno de sus mayores logros en este ámbito fue el libro El evangelio de Judas (1973), en el que realizó una profunda reflexión sobre Cristo y la religión.
El reconocimiento de sus coetáneos se materializó en 1971, cuando fue nombrado miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, en reemplazo del recién fallecido Salvador Reyes.
Una veta humorística dejó entrever en libros como:
Placeres prohibidos, Ahí va esa (1973), Revolución en Chile (1962), escrita en conjunto con Carlos Ruiz-Tagle y firmada con el seudónimo de Sillie Utternut, y El joder y la gloria (1997), cuyo título aludió a la novela de Graham Greene. Por otra parte, también desarrolló la novela histórica, con Camisa limpia (1989), inspirada en la vida del médico portugués Francisco Maldonado de Silva.
En los últimos años, Guillermo Blanco se ha dedicado a estudiar en extenso la obra de Miguel de Unamuno. Mientras tanto fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo en 1999 por sus valiosos aportes a la cultura. ¿Qué hay tras ese reconocimiento unánime?, se pregunta el crítico literario Hugo Montes, respondiéndose él mismo:
"Quizás la poco frecuente conjunción de cualidades de muy diverso orden, como sentido del humor, sensibilidad poética y una suerte de antena especial para detectar las más mínimas variaciones del alma humana".

Cronología
1926. 15 de agosto. Nace Guillermo Blanco Martínez en Talca. Hijo de Guillermo Blanco Medina y Vicenta Martínez Martín.
1934. Se traslada a Santiago. Estudia en el Instituto de Humanidades Luis Campino.
1943. Se gradúa de Bachiller en Letras.
1946. Aparecen sus primeras publicaciones en la revista Amargo y en Rumbos, de la que es director en 1958.
1952. Colabora en la revista Estudios, dirigida por el historiador Jaime Eyzaguirre.
1956. Recibe el Premio Concurso Nacional de Cuentos Óscar Castro por "Un cuento y otros cuentos"
1959. Se le otorga el Premio Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile y la Universidad de Chile por su novela Misa de réquiem. Empieza a trabajar en el diario La Libertad.
1962. Es designado subdirector del semanario La Voz. Por estos años contribuye en distintos medios escritos: Ercilla; Iglesia de Santiago, Reflexiones Académicas y Master.
1964. Guillermo Blanco publica Gracia y el Forastero, obteniendo el Premio Academia Chilena de la Lengua.
1966. Se le entrega el Premio Municipal de Cuento de la Municipalidad de Santiago por Cuero de diablo.
1968. Viaja a Vietnam como corresponsal de Ercilla
1969. Guillermo Blanco participa en la fundación de Televisión Nacional de Chile
1970. Dirige el programa de televisión "Decisión 70", destinado a la presentación de los candidatos presidenciales.
1971. 4 de junio. Asume como miembro de la Academia Chilena de la Lengua en reemplazo de Salvador Reyes.
1971. Colabora en La Prensa, La Tercera de la Hora, entre 1974 y 1975, y Hoy desde 1976 hasta 1989.
1973. Publica El evangelio de Judas, libro de ensayo.
1989. Presenta Camisa limpia, novela basada en un personaje real en los tiempos de Tribunal del Santo Oficio (la Inquisición)
1997. Es nombrado Presidente del Consejo Nacional de Educación.
1999. Guillermo Blanco recibe el Premio Nacional de Periodismo.

Bibliografía
Obras del autor

Blanco, Guillermo. "El imaginero de María", Amargo, (2):11-17, octubre, 1946
"Balada del prisionero", Amargo, (9): 18-20, agosto, 1948
"Trilogía del agua", Amargo, (9): 28, agosto, 1948
Sólo un hombre y el mar. Santiago: Del Pacífico, 1957. 112 p.
Misa de réquiem. Santiago: Alerce, 1959. 54 p.
"La puerta", Revista Literaria de la SECH, (9): 59-60, diciembre, 1960
Revolución en Chile; Sillie Utternut; "traducción" de Guillermo Blanco y Carlos Ruíz Tagle. 1a. ed. Santiago: Del Pacífico, 1962. 194 p.
Gracia y el forastero. Santiago: Zig-Zag, 1964. 231 p.
Cuero de diablo. Santiago: Zig-Zag, c1966.184 p.
"Arguedas cuenta a su pueblo", Ercilla, (1668): 29, 24 de mayo, 1967
"La espera", En Viaje, (420): 35-38, octubre,1968
Los borradores de la muerte. Santiago: Zig-Zag, 1969. 117 p.
"La vida, simplemente: La mujer invisible", Ercilla, 25 al 31 de diciembre, 1968
"La vida, simplemente: Mercados y supermercados", Ercilla, 1 al 7 de enero, 1969
"La vida, simplemente: La otra constitución", Ercilla, 19 al 25 de febrero, 1969
"La vida, simplemente: ¿De qué derrota me hablan?", Ercilla, 26 de febrero al 4 de marzo, 1969
"La vida, simplemente: El viejo truco de Rasputín", Ercilla, 15 al 21 de octubre, 1969
"La vida, simplemente: Los terribles lanzados", Ercilla, 10 al 16 de diciembre, 1969
"Incorporación Académica de Guillermo Blanco", El Mercurio, 6 de junio, 1971, p. 28
Ahí va esa. Santiago: Pineda Libros, 1973. 203 p.
El evangelio de Judas. Santiago: Pineda libros, 1973. 127 p.
Adiós a Ruibarbo: cuentos. Santiago: Pineda Libros, 1974. 83 p.
Contando a Chile. 1a. ed. Santiago: Andrés Bello, 1975. 190 p.
Placeres prohibidos. Santiago: Aconcagua,1976. 191 p.
Dulces chilenos. Argentina; Chile: Pomaire, c1977. 226 p.
Comunicación social para la paz. Santiago:
Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 1980? 134 p.
Eduardo Frei: el hombre de la patria joven. Santiago: Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 1982. 76 p.
Raúl Cardenal Silva Henríquez: aventura de una fe; texto con Mónica Blanco.
Santiago: Academia de Humanismo Cristiano, 1984. 103 p.
"Como entiendo el quehacer literario", Academia, (11): 169-174, 1985
Libro de buen dolor. 1a. ed. Santiago: Instituto Profesional de Estudios Superiores Blas Cañas, 1986. 139 p.
"Aún podemos ser país", Hoy, (522): 43-44, 20 de julio, 1987
"El Elefante y el chanchito de greda", Hoy, (527): 50-51, 24 de agosto, 1987
Camisa limpia. 1a. ed. Santiago: Pehuén,1989. 243 p.
Vecina amable; comentario de Juan Antonio Massone; ilustraciones de Eduardo Osorio. 1a. ed. Santiago: Andrés Bello, 1990. 197 p.
En Jauja la Megistrú. Santiago: Los Andes, 1993. 182 p.
Miguel de Unamuno: de la palabra al acto heroico. Antofagasta: Universidad José Santos Ossa, 1994. 34 p.
El humor brujo: novela. 1a. ed. Santiago: Planeta, 1996. 151 p.
El joder y la gloria: novela. Santiago: Planeta, 1997. 231 p.
"¿Cómo hablamos mal los chilenos?", Revista Universitaria, (54): 30-33, cuarta entrega, 1996
Unamuno: el león sin sus gafas. 1a. ed. Santiago: Andrés Bello, 2003. 191 p.
La espera-cuento: (Braille). Santiago: Sala para personas ciegas, 2004. 26 p.


Rafael Maluenda
(1885-1963)

Rafael Maluenda fue durante su vida periodista, cuentista, novelista, dramaturgo, político, boxeador y productor cinematográfico. Nació en 1885 en Santiago, en la hoy conocida Posada del Corregidor, cuando sus padres, Aarón Maluenda Aaros y Mariana Labarca Toro celebraban una fiesta en este lugar.
Fue durante su adolescencia que descubrió su interés por las letras, específicamente en los años del Instituto Nacional. Siendo alumno de este colegio, se dedicó casi por entero a la edición, redacción y venta de un periódico escolar, al que tituló El Deber. Una vez egresado, comenzó de lleno su carrera literaria y periodística, empezando como redactor de cables en el periódico
La Ley. Asimismo, en 1904 uno de sus cuentos, "Rebelión", fue publicado por primera vez en un medio escrito.
En 1905 interrumpió su incipiente trayectoria literaria para estudiar Arquitectura, donde sólo permaneció un año, ya que comprendió que su verdadera vocación era la escritura. Ese mismo año, comenzó a leer en El Ateneo, dando a conocer su cuento "El rodeo" y su monólogo "Animae facies", que fueron incluidas en el volumen Veladas del Ateneo.
Desde esa época, trabajó de manera constante y rigurosa, combinando su escritura creativa con la actividad periodística. En ese tiempo se inició en El Ferrocarril, periódico en el cual colaboró con artículos y ensayos, y en El Diario Ilustrado, donde se desempeñó como crítico literario.
Paralelamente, publicó, en las revistas Zig-Zag y Pacífico Magazine, numerosos cuentos y obras dramáticas cortas, ambos acompañados con magníficas ilustraciones. Estos trabajos serían luego reeditados por él mismo, siguiendo un criterio temático, en diferentes compilaciones. De éstas, la primera fue Escenas de la vida campesina, la que publicó en 1909. Después, vinieron "Los ciegos" (1913), "Venidos a menos" (1916), Colmena urbana (1937), Historias de bandidos (1961), y finalmente en 1989, fue publicado póstumamente el libro De pluma y pelo, por la editorial Andrés Bello.
En 1914, se trasladó a Chillán, ciudad en la que realizó importantes actividades. Entre éstas, se hizo cargo del teatro de la ciudad, organizando algunas temporadas teatrales de las compañías en gira, y fundó el diario El Día. En el ámbito literario, publicó "Venidos a menos" y el cuento "La Pachacha", una sátira que representó la sociedad de Chillán con su tendencias arribistas y clasistas.
De regreso en Santiago, en 1918, colaboró en la revista Sucesos, en la que publicó una serie de cuentos que más tarde formaron la colección Colmena urbana (1937). Por otra parte, se interesó por la actividad y discusión política participando de la campaña presidencial de Arturo Alessandri Palma.
En 1920 se unió a El Mercurio medio en el cual trabajó largos años, escribiendo la sección "Día a Día", artículos de crítica política, breves ensayos, cuentos y artículos literarios.
Paralelamente, se dedicó a la publicación de varias novelas, cuyas temáticas novedosas marcaron una diferencia en su obra total.
En su larga trayectoria intelectual, Rafael Maluenda recibió numerosos premios, siendo los más importantes el Premio Nacional de Periodismo y la designación como miembro de la Academia chilena de la Lengua, ambos en 1954.

Bibliografía
Obras del autor

Maluenda, Rafael. "Rebelión", Chile Ilustrado, (26), septiembre, 1904
"En el rodeo", Zig-Zag, (44):42-48, 17 de diciembre , 1905
"Bromas del sol," Zig-Zag, (81), 2 de septiembre, 1906
"El gañán,"Zig-Zag, (66), 20 de mayo, 1906
"El acento del piano", Zig.-Zag, (151), 12 de enero, 1908
Escenas de la vida campesina. Santiago: Imprenta Cervantes, 1909. 215 p.
"Los ciegos." Santiago: Universitaria, 1913. 210 p.
"Don Poli", Zig-Zag, (497): 10-11, 29 de agosto, 1914
"Por apuesta," Pacífico Magazine, (20): 170-174, agosto, 1914
La Pachacha: novela de costumbres avícolas. Chillán: Casa Editora, Imprenta y Librería. Americana, 1914. 34 p.
"Musiú Baldechi", Zig-Zag, (516): 25-26, 9 de enero, 1915
"Colihuacho", Pacífico Magazine, (45): 177-183, septiembre, 1916
"Venidos a menos." Santiago: Ediciones de Los Diez, 1916. 129 p.
"La visita", Pacífico Magazine, (60): 559-560, diciembre, 1917
La señorita Ana. Santiago: Nascimento, 1920. 175 p.
Después de la culpa. Santiago: s.n., 1921. 19 p.
La cantinera de las trenzas rubias. Santiago: Nascimento, 1925. 138 p.
De pluma y pelo. Santiago: Imprenta Sociedad Boletín Comercial Salas & Cia., 1926. 32 p.
Confesiones de una profesora. Santiago: Gallay, 193--. 96 p.
"La Sra. Rosa Esther Rodríguez de Alessandri". El Mercurio, 7 de noviembre, 1936
Colmena urbana. Prólogo de Raúl Silva Castro. Santiago: Zig-Zag, 1937. 153 p.
Armiño negro. Prólogo de Luis Alberto Sánchez. Santiago: Orbe, 1942. 280 p.
Eloísa. Santiago: Cruz del Sur, 1943. 145 p.
"Pescando en el San Pedro", En Viaje, (139): 62-63, mayo, 1945
"La Pachacha", En Viaje, (143): 24-28, septiembre, 1945
"Perseguido", En Viaje, (164): 23-25, junio, 1947 (6): 5-13, 1947
"El gran Caudillo". El Mercurio, 25 de agosto, 1950
Vampiro de trapo. Santiago: Zig-Zag, 1958.154 p.
Historias de bandidos. Santiago: Zig-Zag, 1961, 132 p.
"La mujer del cabaret", En Viaje, (390): 67-73, abril, 1966
De pluma y pelo. Santiago: Andrés Bello, 1989. 129 p.
Carta, 1962 sep. 17: al Excelentísimo señor Don Jorge Alessandri, Archivo general; t. 8, carpeta 35, h. 386-387

Federico Gana (1867-1926)

Una estilizada versión del campo chileno

Federico Gana nació en Santiago el 15 de enero de1867. Hijo de Federico Gana Munizaga y Rosario Gana, fue descendiente de una de las primeras familias coloniales. Entre sus familiares se destacaron varios talentos literarios y artísticos: Francisco Gana, uno de los primeros pintores chilenos; el afamado escritor Alberto Blest Gana, su primo; el padre López, poeta satírico de la colonia, entre algunos otros.
Sus estudios básicos y secundarios los cursó en el Instituto Nacional. En 1890 se recibió de abogado, al mismo tiempo que publicó su cuento "Pobre Vieja" en La Actualidad. Viajó luego a Europa, donde se desempeñó como segundo diplomático de la delegación chilena en Londres. Durante esa temporada, visitó también Roma y París. Allí conoció el libro Le Roman Russe del Conde Melchior de Vogûe, que lo influyó poderosamente y lo convirtió en asiduo lector de Tolstoi, Dostoievski y Turguéniev. Su estada en Europa duró poco más de un año, siendo interrumpida por el triunfo de la revolución contra el presidente Balmaceda. Gana fue despedido de su cargo y debió regresar a Chile en 1892. A su llegada comenzó a escribir "La señora".
Sus escritos iniciales debieron esperar largo tiempo para acceder a la escena literaria.
Así por ejemplo, ningún periódico quiso publicar uno de sus primeros ensayos, "La prosa patética", inspirado en la muerte de su hermana menor, Ema.
De este modo, recién en 1894, con la aparición de su relato breve "Por un perro", rebautizado más tarde con el nombre de Un carácter, su nombre se hizo conocido. Ese mismo año, Gustavo Valledor Sánchez le propuso iniciar la publicación de El Año Literario, una revista de elite cuyo fin era el de dar a conocer talentos inéditos. En el tercer número de ésta, Federico Gana publicó Por un perro. Desde esta revista ya se podía percibir la gran tarea que Gana asumiría, la de trabajar el relato rural desde un estilo culto.
Federico Gana fue un empedernido bohemio, activo partícipe de los círculos intelectuales de la época, entabló amistad con: Nicolás Peña Munizaga, cronista teatral; René Brickles, autor tanto de novelas románticas como de folletines históricos; Emilio Rodríguez Mendoza, columnista del diario La Ley bajo el seudónimo A. de Géry; Gustavo Valledor Sánchez; y los pintores Juan Francisco González y Alfredo Valenzuela Puelma. También era amigo de Pedro Prado, quien fue uno de los principales gestores de la publicación de Días de campo, por la editorial de Los Diez.
En el otoño de 1926 ingresó al Hospital de San Vicente aquejado de un cuadro de asma. Falleció el 22 de abril de 1926. Años más tarde, en 1934, la editorial Nascimento publicó Manchas de color y nuevos cuentos, una recopilación de sus poemas en prosa aparecidos por largo tiempo en revistas.

Bibliografía
Obras del autor
"Una madre", Zig-Zag, (49), 28 de enero, 1906
"La señora", Zig-Zag, (57), 18 de marzo, 1906
"Los pescadores", Zig-Zag, (60), 1 de abril, 1906
"En las montañas," Zig-Zag, (65), 13 de mayo, 1906
"Casa vieja", Zig-Zag, (69), 27 de mayo, 1906
"Manchas de color", Zig-Zag, (482): 12- 13, 16 de mayo, 1914
"Manchas de color," Zig-Zag, (499): 20-21, 12 de septiembre, 1914
"Días de campo Clavel rojo", Zig-Zag, (502): 11-12, 3 de octubre, 1914
"Manchas de color", Zig-Zag, (520): 15-16, 6 de febrero, 1915
"Enigma", Zig-Zag, (521): 23, 13 de febrero, 1915
"Manchas de color", Zig-Zag, (574): 17, 19 de febrero, 1916
"Manchas de color", Zig-Zag, (582): 18, 15 de abril, 1916
"Manchas de color", Juventud, (8): 109- 110, noviembre-diciembre, 1919
"¿Adónde ir?"; Ensueño", Zig-Zag, (803): 72, 10 julio, 1920
"Una incorrección administrativa", Zig-Zag, (825), 11 de diciembre, 1920
"Venganza; Dejemos", Zig-Zag, (914): 52, 26 de agosto, 1922
"Día de invierno; Diálogo," Zig-Zag, (910): 47, 29 de julio, 1922
"La Cuba", Zig-Zag, (904): 37, 17 de junio, 1922
Cuentos completos. Santiago: Nascimento, 1926. 199 p.
Días de campo: cuentos. Santiago: Impr. Universitaria, 1934. 141 p.
Manchas de color y nuevos cuentos; párrafos, liminares, selección, biografía y apuntaciones bibliográficas por Julio Molina Núñez. Santiago: Nascimento, 1934. 270 p.
"La señora", En Viaje, (6): 9-13, abril, 1934
"Candelilla", En Viaje, (82): 89-91, agosto, 1940
"Candelilla", En Viaje, (156): 34-35, octubre, 1946
La señora. Santiago: Cruz del Sur, 1946, 135 p.
Obras completas; edición al cuidado de Alfonso M. Escudero; postfacio de Alone. Santiago: Nascimento, 1960. 295 p.
La señora", En Viaje, (424): 35, 37-38, febrero, 1969
La señora. 1a. ed. Santiago: Gabriela Mistral, 1974. 140 p.
Manchas de color: otros cuentos. Santiago: Nascimento, 1974. 196 p.
Manchas de color; prólogo de Dietter Oelker L. 2a. ed. revisada. Concepción: Editorial Universidad de Concepción, 2001. 89 p.

Luis Durand
(1895-1954)

El campo para mí fue como un deslumbramiento

Luis Durand nació el 16 de julio de 1895 en Traiguén. Su infancia y parte de su juventud
transcurrió en ese pueblo sureño. Desde muy pequeño sintió inclinación por la literatura, pero debido a la falta de recursos, para poder obtener algún libro tenía que ingeniárselas. Así, semanalmente pedía prestado a un zapatero amigo folletines que a éste le llegaban desde Santiago.
También, algunas noches acudía a escuchar las lecturas de novelas en francés que una señorita de su pueblo ofrecía a un círculo de amistades.
Sus estudios básicos los cursó en su ciudad natal.
Posteriormente, emigró a Santiago, donde efectuó la enseñanza media en el Instituto Nacional. Los primeros años en Santiago fueron bastante duros. Llegó a la capital en condiciones muy modestas, según refieren sus amigos, amparado por su medio hermano Manuel Manríquez, quien, luego de mostrarle la Catedral “para que se fuera acostumbrando”, lo llevó a vivir al barrio del Matadero Municipal. Allí tuvieron lugar pequeñas experiencias que Durand nunca olvidó, plasmándolas más tarde en sus obras. Tal vez, por la nostalgia de su tierra, regresó a Traiguén, donde ingresó a una escuela agrícola sin terminar estos estudios.
Trabajó como administrador en algunos fundos de la zona, en Quechereguas, como profesor en una escuela franciscana y como tenedor de libros; otro contacto directo que lo iría acercando, ya desde su juventud, hacia su destino de escritor.
Finalmente, regresó a Santiago en 1920 para integrarse en el ambiente literario, que por ese entonces, animaban Joaquín Edwards Bello, José Santos González Vera y Mariano Latorre, entre otros, en las tertulias de Carlos George Nascimento. Para poder subsistir se integró a Correos de Chile, donde obtuvo un trabajo de jornada completa. A pesar del agotamiento, producto de la ardua jornada de trabajo, persistió en sus intentos literarios y publicó por primera vez en la revista Zig-Zag, en 1927. Por otra parte, colaboró, como periodista, en los diarios El Mercurio, El Diario llustrado y Las Últimas Noticias. Cuando murió Domingo Melfi, ocupó el cargo de Director del diario La Nación y de la revista Atenea, de la Universidad de Concepción, donde realizó una labor magnífica.
En 1929 publicó Tierra de pellines, novela que lo consagró como escritor. Posteriormente, en 1934, presentó Mercedes Urízar, para muchos su mejor obra. En 1947, escribió su único cuento infantil:
Guauguau y sus amigos, el que editó bajo el sello Rapa Nui. Finalmente, en 1949, dio a conocer Frontera, libro voluminoso y más discutido, que para el autor representó el máximo esfuerzo de creación.
Junto con Mariano Latorre, del que fue amigo y discípulo, se le considera uno de los representantes de mayor importancia del criollismo chileno. A su muerte, dejó inconclusa una novela, la que se editó recién en 1957 con el título de Un amor.

Bibliografía
Obras del autor
Durand, Luis. La Chabela. Santiago: Imprenta Sociedad Boletín Comercial Salas & Cia, 1927. 29 p.
Mal de amor. Santiago: Imprenta T. Conelli, 1927.
Tierra de pellines: cuentos del sur. Santiago, Chile: Nascimento, 1929. 153 p.
“La noche campesina”, Mástil (3): 6-8, agosto, 1930
Campesinos: cuentos. Santiago: Nascimento, 1932. 180 p.
Cielos del sur: novela y otros relatos. Santiago: Cultura, 1933. 139 p.
Piedra que rueda. Santiago: Ercilla, 1934. 70 p.
Mercedes Urízar. Santiago: Nascimento, 1934. 276 p.
“Bajo el cielo austral”, En Viaje (7): 13-15, mayo, 1934
“Bajo la luna”, En Viaje (25): 61-67, noviembre, 1935
El primer hijo. Santiago: Cultura, 1936.
“Las leyendas del campo chileno”, En Viaje (30): 25-26, abril, 1936
"El agua quieta", En Viaje (37): 73-74, noviembre, 1936
“Aprendiendo a brujo”, En Viaje (40): 71-83, febrero, 1937
“El caballo chileno”, En viaje (41): 43-49, marzo, 1937
Visión de Sarmiento: su inquietud fecunda y creadora. Santiago: Nascimento, 1938. 27 p.
Mi amigo Pidén y otros relatos. Santiago: Nascimento, 1939. 195 p.
“Al encuentro del alba”, En Viaje (77): 58-59, marzo, 1940
Presencia de Chile: ensayos. Santiago: Nascimento, 1942. 235 p.
“La Elisa”, Millantún (5): 6-10, enero, 1943
Vino tinto y otros cuentos. Santiago: Cruz del sur, 1943. 159 p.
Casa de la infancia: cuentos. Santiago: Orbe, 1944, 192 p.
La noche en el camino. Santiago: Zig-Zag, 1945. 383 p.
“La cueca, típica danza chilena”, En Viaje (153): 2, julio, 1946
Alma y cuerpo de Chile. Santiago: Nascimento, 1947. 218 p.
Guauguau y sus amigos. Santiago: Rapa Nui, 1947.
“Las flores”, Sociedad de Escritores de Chile (6): 19-23, 1947
“El campo chileno”, Travesía (1): 9-13, julio-agosto, 1948
El cuento chileno; dirigido por Luis Durand con la cooperación de Luis Merino Reyes y Carlos George Nascimento Márquez. Santiago: Nascimento, 1948. 574 p.
Frontera: novela del sur. Santiago: Nascimento, 1949. 526 p.
Historiografía chilena. Santiago: Nascimento, 1949. 381 p.
“Chiloé”, Travesía (15): 13-15, nov-dic, 1950
Sietecuentos. Santiago: Nascimento, 1950. 196 p.
Don Arturo. Santiago: Zig-Zag, 1952. 340 p.
Gente de mi tiempo. Santiago: Nascimento, 1953. 227 p.
Paisajes y gentes de Chile. Santiago: Zig-Zag, 1953. 230 p.
“Aromas de vendimia”, En Viaje (246): 18-19, abril, 1954
Un amor. Santiago: Zig-Zag, 1957. 447 p.
Los mejores cuentos y trozos selectos de Luis Durand; antología de Abelardo Clariana. Santiago: Zig-Zag, 1959. 182 p.
Afuerinos; Aprendiendo a brujo y otros cuentos. Santiago: Zig-Zag, 1985. 121 p.


Daniel Riquelme.
(1854-1912)
Nació en Santiago en 1854. Cursa estudios incompletos de leyes. Desde joven gustaba de fundar periódicos. En el Instituto Nacional funda y redacta la revista escolar El Alba.
Al estallar la guerra del Pacífico viaja al frente como corresponsal de El Heraldo. Esa experiencia le sirvió para escribir historias castrenses con tendencias a lo humorístico.
Cuando el ejercito chileno ocupó Lima, Daniel Riquelme fundó la hoja periodística La Actualidad, con el fin de informar a las fuerzas de ocupación y a su jefe el Almirante Linch, tiempo después La actualidad se transformó en el órgano oficial de ocupación, La Situación, lo que llego a ser el Diario Oficial.
Sus primeras crónicas aparecen en 1879 (el 21 de mayo del mismo año muere en Iquique su hermano Ernesto, disparando el último cañón de la Esmeralda).
Terminada la guerra, ejerce diversos cargos públicos que abandona por enfermedad. Buscando salud, viaja a Suiza, donde muere el 9 de agosto de 1912.
Su primer libro, Chascarrillos militares, aparece hace justamente un siglo, en 1885. A él pertenece El perro del regimiento, donde se intenta por primera vez una representación realista del chileno popular, "esos rotos de corazón tan ancho y duro", que se convertirían en grandes protagonistas de la literatura nacional.
Coquimbo, por su parte, (de la obra El perro del regimiento), es el antepasado de tantos animales famosos, representados en esta antología por Lucero, Ruibarbo o La gallina de los huevos de luz...
Obras
"Chascarrillos Militares " (1885);
"Bajo la Tienda" (ampliación de la obra "Chascarrillos Militares", con escritos sobre las campañas en el Perú y Bolivia - s/f);
"La Revolución del 20 de Abril de 1851" (1893):
"El Incendio de la Iglesia de la Compañía" (1893):
"Compendio de la Historia de Chile" (1899).
"El Terremoto del Señor de Mayo " (1905),
"Cuentos de la Guerra y otras Páginas" (recopilación de Mariano Latorre y Miguel Varas 1931);
"Páginas de Sangre de la Historia de Chile " (1932).


FRANCISCO COLOANE
(1910-2002)

PREMIO NACIONAL DE LITERATURA: 1964
Nació el 19 julio 1910 en Quemchi, pequeño puerto maderero de Chiloé, hijo de un capitán de barco ballenero, Juan Agustín Coloane, y de Emiliana Cordero, y vivió en una casa "construida mitad sobre tierra y mitad sobre el mar".
Asistió a la Escuela Primaria de Huite, cercana a Quemchi, prosiguió sus estudios en el Seminario de los jesuítas de Ancud y en él Colegio de los salesianos, en Punta Arenas, terminando su educación en el Liceo de Hombres de esa ciudad ma-gallánica.
La muerte de su madre, ocurrida en 1927, marcó un cambio sustancial en su vida;, debió trabajar, y ante él se abrían, después de haber cumplido con el Servicio Militar Obligatorio, las extensas estepas del austro chileno, donde fue ovejero, cazador de lobos marinos, explorador de pozos petroleros en Magallanes, capataz de estancias allá por Tierra del Fuego, marino, durante más de cuatro años, a bordo de la "Baque-dano"...
Hernán Díaz Arrieta, Alone, dijo de Coloane: "Uno de los escritores chilenos más sencillos y vigorosos, lejos de la litera tura, efectivamente cerca de la vida. Conoce el mar, ha escrito cuentos magallánicos maestros; logra, con rasgos sobrios, pinceladas verdaderas, la sensación de esos parajes solitarios, escenario de terribles luchas entre cazadores de lobos, salvajes como los animales marinos. Se le siente honrado, varonil, con una fuerza tranquila, sin lentitud ni prisa, que convence. Pertenece a la escasa categoría de los autores cuyos libros desearía el lector se prolongaran más aún".
En Santiago, Coloane fue periodista en el diario La Crítica y en la revista Zig Zag.
En 1940 publicó El último grumete de la Baquedano, novela dedicada a la juventud y llevada al cine, línea que prosiguió con Los conquistadores de la Antártida, en 1945. En el cuarto centenario de la fundación de Santiago, en 1941, ganó el Concurso de Cuentos con el conjunto de relatos titulado Cabo de Hornos; en 1945 publica otro volumen de cuentos, Golfo de Penas, y en 1956 obtiene el Premio Municipal de Santiago y el Premio Anual de Literatura de la Sociedad de Escritores con Tierra del Fuego. Ese mismo año incursionó en el teatro con su obra La Tierra del Fuego se apaga, que tuvo una versión cinematográfica Argentina. Su obra más extensa fue El camino de la ballena, 1963, estimada como la novela de aventuras más apasionante que se haya escrito en Chile. Luego de viajar por Europa y Asia, escribió un relato de ese recorrido, Viaje al Este, que fue publicado en 1964. El témpano de Kanasaka fue publicada en 1968.
En 1972 publicó una antología de Pablo Neruda, con importantes aportes suyos en torno del poeta y su obra. Luego: Rastro del guanaco blanco, que muestra al hombre blanco como un implacable depredador de los indios de Tierra del Fuego, 1980, y Crónicas de India, 1983.
En la obra de Coloane no sólo cuenta el exótico paisaje austral, sino, fundamentalmente, la riqueza infinita de los caracteres retratados. El hombre contado o novelado "contiene y expresa la complejidad física, emotiva y razonadora de todos los hombres: ama, teme, odia, lucha, sueña, envidia, siente hambre, piedad, terror, ternura, crueldad; espera, decae, se yergue, muere..."

OLEGARIO LAZO BAEZA
(1878 - 1964)
Es un escritor que conoce bien los entretelones de la vida militar por haber pertenecido al ejército desde 1898 a 1917.
El asunto fundamental tratado por Olegario Lazo Baeza fue la vida militar. No tornó de ellas el aspecto heroico y las acciones bélicas, sino que prefirió entregarnos los pormenores cotidianos de la vida de cuartel y los valores humanos y personales, las pequeñas tragedias y vicisitudes que la caracterizan.
A través de esta visión antiheroica de la existencia castrense nos presentó la condición humana del militar, los valores y defectos de la nacionalidad y el mundo rígidamente jerarquizado en que se mueven los hombres de armas.
En la forma lineal en que se desenvuelve la narración, en la descripción escueta y precisa del medi ambiente, percibimos la fuerte influencia del cuentista francés Guy de Maupassant.
Con un estilo muy sencillo logra crear obras valiosas, como:
Cuentos militares, Nuevos cuentos militares, Hombres y caballos y El postrer galope.

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EL PADRE de Olegario Lazo Baeza Chileno


Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito:-¡Cabo de guardia!El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:-¿Estará mi hijo?El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo -repuso el suboficial.-Manuel... Manuel Zapata, señor.El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria:-¿Manuel Zapata...? ¿Manuel Zapata...? Y con tono seguro:-No conozco ningún soldado de ese nombre. El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea...El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:-Es el nuevo; el recién salido de la Escuela.-¡Diablos! El que nos palabrea tanto...El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor. Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:-¡Cazuela! ¡Cazuela!El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:-¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:-¡Cinco años sin verlo...!Más alegre, rascándose detrás de la oreja:-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja...!..."Uno de guardia", pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente. IEstaba en el picadero, frente a las tropas en descanso entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:-Lo buscan..., mi teniente.No se porque fenómeno del pensamiento, la encogida figura de su padre relampagueo en su mente...Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:-En este pueblo... no conozco a nadie...El soldado dio detalles no pedidos:-Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:-Está bien... ¡Retírese!La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura "le la posición de firmes, a cuatro pisos de distancia le ^rilo, tile ii ando con los l>ra/os romo un-¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecillo del campo... Dice que es el padre de su mercé...Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia, y repuso:-¡Váyase! Ya voy.Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia fuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos:-Te buscan... Dicen que es tu padre. Zapata, desviando la mirada, no contestó.-Está en el cuerpo de guardia... No quiere moverse. Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá.Al entrar, un soldado gritó:-¡Atenciooón!La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó:-¡Mañungo! ¡Mañunguito...!El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara.El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:-¡Qué ocurrencia la suya...! ¡Venir a verme...! Tengo servicio... No puedo salir.Y se entró bruscamente.El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.-Tome: para ustedes, para ustedes solos.Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito...!


OLEGARIO LAZO BAEZA (1878 - 1964) Es un escritor que conoce bien los entretelones de la vida militar por haber pertenecido al ejército desde 1898 a 1917. El asunto fundamental tratado por Olegario Lazo Baeza fue la vida militar. No tornó de ellas el aspecto heroico y las acciones bélicas, sino que prefirió entregarnos los pormenores cotidianos de la vida de cuartel y los valores humanos y personales, las pequeñas tragedias y vicisitudes que la caracterizan.A través de esta visión antiheroica de la existencia castrense nos presentó la condición humana del militar, los valores y defectos de la nacionalidad y el mundo rígidamente jerarquizado en que se mueven los hombres de armas.En la forma lineal en que se desenvuelve la narración, en la descripción escueta y precisa del medi ambiente, percibimos la fuerte influencia del cuentista francés Guy de Maupassant. Con un estilo muy sencillo logra crear obras valiosas, como: Cuentos militares, Nuevos cuentos militares, Hombres y caballos y El postrer galope.

Veraneando en Zapallar de Eduardo Valenzuela Olivos 1882-1948

ACTO ÚNICO
La escena representa el patio de la casa de don Procopio Rabadilla. En primer término, a ambos lados, puertas que dan acceso a habitaciones interiores. Alegran el patio numerosas matas de zapallo con sus frutos, destacándose visiblemente.
Al levantar el telón, don Procopio está sentado leyendo atentamente el diario, mientras doña Robustina examina unos figurines de modas, junto a una mesita de bambú. Hay varias sillas en amable desorden.

ESCENA PRIMERA
Procopio y Robustina.

Procopio: (leyendo un diario). "Se encuentran veraneando en Zapallar el talentoso abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza. ¡Qué tal el parrafito!
Robustina: Procopio... no me saques de mis casillas. En lugar de agradecerme lo que hago por prestigiar nuestro nombre por asegurar e! porvenir de nuestras hijas... por darte brillo.
Procopio: Sí... ya lo tengo en la tela de mis trajes.
Robustina: Intentas burlarte de mí... Procopio vulgar, hombre inútil.
Procopio: Mujer, no me insultes, si no quieres que...
Robustina: Infame. Abogado sin trabajo.
Procopio: (sin hacerle caso.) Veraneando en Zapallar... Afortunadamente no mentimos, porque este último patio de la casa ostenta unas hermosas matas de esa sabrosa legumbre.
Robustina: Claro. Muy justo. Muy natural. ¿Qué habrían dicho las amistades si hubieran sabido que nos quedábamos en Santiago?
Procopio: Eres insoportable mujer, con tus pretensiones ridículas. Tan bien que estaría yo a estas horas, dándome un paseo por las piscinas.
Robustina: Atisbando a las lolas... a las bañistas. Si te conozco, Procopio. Si sé que eres un eterno enamorado.
Procopio: Exageras, mujer. Lo que hay es que soy aficionado a la geometría, y a estudiar en el terreno las rectas, las curvas, los catetos y las hipotenusas...
Robustina: Pues, si quieres estudiar matemática, no tienes más que encerrarte en tu cuarto.
Procopio: ¡Ay, la suspirada libertad! Y se dice que las mujeres no mandan. Yo no sé qué mas pretenden las señoras con sus teorías feministas
Robustina: Nosotras somos las mártires del deber
Procopio: Y nosotros los mártires para pagar las cuentas de la modista, de! lechero v de todo..
i Ah!, esta vida es horrible, desesperante. (En alta voz y paseándose a grandes pasos). ¡Cómo encontrar consuelo, cómo hallar una esperanza, en dónde buscar amparo a esta crítica situación...!

ESCENA SEGUNDA

Dichos, Amparo, Consuelo y Esperanza.

Amparo (entrando): ¿Nos llamabas papá?
Consuelo (entrando): Aquí estamos
Esperanza (entrando): ¿ Qué deseas?
Procopio (primero extrañado, y recordando después): -Ah, de veras. Me olvidaba, hijas mías, que os llamáis Amparo, Consuelo y Esperanza, aunque precisamente sois lo contrario de esos dulces nombres.
Amparo: ¿De qué conversabais?
Robustina: ¿De qué ha de ser, hijas mías? De nuestra situación, de que tu padre no cesa de protestar por el encierro voluntario a que nos hemos sometido para guardar las apariencias.
Consuelo: Es una situación atroz.
Esperanza: Horrible.
Consuelo (a don Procopio): ¿Cómo no lograste papá, juntar dinero para salir a las playas?
Procopio: Porque los juicios son pocos. Ya la gente no litiga como antes, Ya se está convenciendo de la verdad de que "más vale un mal arreglo que un buen pleito". Y porque finalmente todo os lo habéis gastado vosotras en trajes, zapatos, bailes, etc.
Amparo (escandalizada): ¿Has oído, mamá?
Robustina: No le hagas caso. Por él ojalá salierais vosotras con trajes de percal, o sin trajes. Vuestro padre no sabe de lujo, ni de distinción (despreciativamente). Desciende de la familia de los Rabadilla; mientras que yo soy noble y de antigua estirpe... (con mucha dignidad y orgullo). Soy de los Ja-ra-mi-llos... Entre mis antepasados se encuentran un general y un obispo. Sería pedir peras al olmo pedirle a tu padre distinción, chic, savoir faire, confort. No pertenecerá jamás a la élite...
Procopio: ¿Quieres traerme el diccionario, Amparo, para ir traduciendo lo que me dice tu madre?... Es una suerte que me insulte en francés, porque así no me entero inmediatamente...

ESCENA TERCERA
Dichos y Luchito.

Luchito (entrando): ¿Hay dificultades?
Procopio: Sí, hijo mío tu madre...
Robustina: Tu padre era el que...
Luchito: En fin, la paz se ha restablecido. Me alegro.
Procopio: ¿Estabas estudiando?
Luchito: Sí, papá, inglés. Es difícil, pero ya me va gustando.
Procopio: Muy bien. Es un ramo útil. Sobre todo para entenderse con los gringos. Tú sabes que siempre andar como nubes por todas partes
Robustina: ¿Y cómo andan los repasos de geografía?
Luchito: Te diré. De la geografía no me preocupo
mucho, porque se está modificando constantemente.
Consuelo (siguiendo la conversación que ha mantenido con sus hermanas en un grupo aparte, en primer término): ¿Qué será de Carlos?
Amparo: ¿Y de Ernesto?
Esperanza: Es terrible no tener noticias de nuestros novios.
Consuelo: De seguro que irán a Zapallar por vernos.
Amparo: ¿Y al no encontrarnos se pondrán a cortejar a otras?
Esperanza: Por Dios. No quiero figurármelo. (Siguen conversando entre sí, animadamente).
Procopio (a Luchito): Es una vergüenza. Reprobado en tres exámenes. Y en cada uno con tres negras.
Robustina: Si hubiera sido con una solamente, habrías pasado bien.
Luchito: Lo mismo digo yo. Mi ideal habría sido salir con una sola negra... (Aparte). Con una negra picara: la Teresita que me quiere mucho. En fin, echaremos un vistazo a la ciudad. Treparemos al observatorio (Trepa en la escala que está apoyada en el muro.) Caracoles, ¿ Qué es eso? ¿Una humareda en la casa vecina?
Procopio (temeroso): Deja ver (sube a la escala.) ¡Dios mío, lo que faltaba: un incendio! Habrá que ir poniendo en salvo los muebles.
Consuelo: ¡Ay, Dios mío!
Esperanza: Ampáranos, Virgen de los afligidos.
Luchito: ¡Qué situación más ridícula!
Procopio (a Luchito): Corre, Grita. Llama a los bomberos.
Robustina: No... No.
Todos: ¿Eh?
Procopio: Pero mujer, ¿qué pretendes?
Robustina: Nada, que no podemos salir. (Imperiosamente) ... Que no sale nadie.
Procopio: Pero ¿estás loca, mujer?
Robustina: Nosotros no estamos aquí. Estamos en Zapallar, ¿entiendes? Si la casa se quema, nos quemaremos en ella.
Procopio: No me agrada la perspectiva...
Amparo: Pero, ¿qué hacemos?
Consuelo: Hay que pensar algo.
Esperanza: Yo me siento mal.
Luchito: Yo protesto.
Robustina: ¡Chits! Ni una palabra. El ridículo sería espantoso. A ver Luchito, sube al observatorio y ve si cunde el incendio.
Luchito: No, el humo disminuye. Parece que el fuego ha sido sofocado por los propios moradores.
Consuelo: ¡Gracias, Dios mío!
Procopio: Respiro.
Amparo: San Antonio Bendito ha hecho un milagro.
Esperanza: No. Ha sido San Expedito, santo que hace las cosas ligerito.
Amparo: Yo le hice una manda.
Esperanza: Y yo también.
Amparo: Yo un paquete de velas para su altar.
Esperanza: Y yo otro.
Amparo: Bueno, papito. Danos la plata para comprar las velas.
Procopio: Pero entonces, ¿qué gracia tiene que ustedes hagan la manda?
Amparo: Es que nosotros ponemos la intención, pero tú pones la plata.
Procopio: Lo de siempre: yo soy el eterno pagador. Bueno, niñas. Ya se está oscureciendo y es conveniente que os dediquéis a hacer vuestras labores. (Se van Amparo, Consuelo y Esperanza.) (A Luchito): Tú, estudiante reprobado, a repasar tus libros. A ver cómo sales en marzo. (Se va Luchito) (A su mujer): Tú querida Robustina, a zurcirme los calcetines. En estos tiempos no se pueden comprar nuevos. Y yo, me largo a la calle.
Robustina: ¿Eh?
Procopio: Claro mujer. A comprar provisiones para el día de mañana.
Robustina: De veras, me olvidaba. Bueno. Puedes salir pero vuelves luego.
Procopio: ¡Ah, claro! Anda, tráeme el, sombrero y el sobretodo. (Se va Robustina.)

ESCENA CUARTA

Procopio solo. Luego, Robustina.

Procopio (solo): Al fin. Voy a respirar aire, a estar un rato en libertad, lejos de la férula de esta reina del hogar. Compraré las provisiones de costumbre, las dejaré encargadas donde un amigo de confianza en casa de Jerez, en seguida iré a echar una modesta cana al aire y a beber unas copitas con unos buenos amigos que están veraneando como yo. Este Jerez es muy diablo. Anoche me facilitó para los efectos de esta aventura una barba postiza, con la cual podré andar tranquilo, sin que nadie me reconozca. (La saca del bolsillo y la examina.) Por cierto que no le he dicho ni una palabra a mi mujer de este disfraz. (Hace aspavientos y habla mientras oculta la barba en su bolsillo.)
Robustina (entrando y sorprendiéndolo): ¿Qué es eso?... ¿Que estás hablando solo? ¿Qué significan esos movimientos?
Procopio: Problemas, hija mía. Problemas...
Robustina: ¡Ah!
Procopio: (después de ponerse el sobretodo y el sombrero): Bueno, mujer. Hasta luego.
Robustina: No tardes ¿eh?... Y mucha discreción.
Procopio: Pierde cuidado. Hasta luego, esposa mía.
Robustina: Válgame Dios Lo que cuesta mantener el prestigio de nuestra posición social.

ESCENA QUINTA

Robustina y Amparo.

Amparo: (entrando): ¿Y papá?
Robustina: Salió ya, hija mía.
Amparo: ¡Qué contrariedad! Yo tenía que hacerle unos encargos y...
Robustina: Los dejas para mañana, entonces. No hay más remedio.
Amparo: ¡Qué rabia me da no poder salir a la calle, pasar al correo, ver si hay cartas!
Robustina: ¿Carta de quién?
Amparo: De las amigas, naturalmente. (Aparte.) Y si hay alguna del novio, tanto mejor. ¿Qué será
de Ernesto?
Robustina: ¿Cómo Ernesto? ¿No es tu novio Agamenón7
Amparo: No es; era.
Robustina: ¿Cómo así? Explícate, porque yo francamente no me doy cuenta de estos cambios tan repentinos. Por lo demás eres poco expansiva con tu madre. ¿Quién es ese Ernesto?... ¿Dónde lo conociste?
Amparo: En casa de los Gómez. Tu sabes que todos los martes tienen su¿ reuniones, /"ues... en una de ellas fui presentada a él. Simpatizamos en e! acto.,. Es un mozo muy guapo, viste muy bien, está empleado en un ministerio. En fin, es un excelente partido. Yo no he ; querido decirte nada, porque no tenía seguridad de sus intenciones, ni si todo iba a reducirse a simples conversaciones, pero parece que Ernesto piensa seriamente.
Robustina: Me alegro mucho, hija mía,, Pero Agamenón. ¿Qué irá a decir Agamenón?
Amparo: Nada, ¿Qué puede decir? No me gusta ese hombre. No tiene dónde caerse muerto. Es muy antipático. Y luego el nombre que lleva, tan largo y tan. feo: A-ga-me-nón. Há-game el favor mamá, de no hablarme más de él.
Robustina: Pero de todos modo, habría que darle alguna explicación.
Amparo: Ninguna, mamá. Porque has de saber también que a tu candidato Agamenón se le ha visto cortejando a la Rosa del Campo, a la Violeta del Valle, a la Hensia de los Ríos, a la Margarita Montes, a la...
Robustina (interrumpiéndola): Basta, hija mía. Se ve que ese individuo no es un hombre: es un picaflor. Es un pájaro de cuentas. Has hecho bien en darle calabazas.

ESCENA SEXTA

Dichos, Consuelo y Esperanza.

Consuelo (entrando): No, si quien las ha dado ha sido él.
Robustina: ¿Cómo es eso? ¿Estabas escuchando? Eso es muy feo.
Esperanza (a Consuelo): Faltas a la verdad. He sido yo la que lo ha despedido. No soy como tú, que desesperas porque no encuentras un novio a tu gusto. A mí me sobran.
Consuelo (irónicamente): Las ganas.
Robustina: Pero, qué barbaridad. Parece que los sentimientos fraternales desaparecen al tratarse de estos asuntos.
Esperanza: Es que son muy delicados.
Amparo: Bueno. Basta. Será como ustedes quieran, pero es el hecho que yo seré la primera en contraer nupcias. Porque lo que eres tú (refiriéndose a Consuelo) no te fíes de tu cadetito.
Consuelo: ¿Te da envidia?
Amparo: Lástima. Porque suponiendo que te fuera bien hasta la terminación de sus estudios, -lo que sería un milagro-, cuando ingresara al ejército habría que pedir permiso para que se pudiera casar contigo. Son muchos trámites. Hay que gustarle a los padres, a los hermanos, a los tíos, a todos los parientes, y todavía hay que gustarle al gobierno. Es terrible.
Robustina: Podías aprender de vuestra hermana menor. Tiene más sentido práctico
Esperanza: Sí, mamá. Yo no deseo jóvenes arrogantes, guapos, o con vistosos uniformes. Prefiero un señor de edad.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: ¡Qué atrocidad!
Esperanza: Un señor de edad pero con dinero, que me dé lujo, que me dé gusto en todos mis deseos, que me compre joyas, trajes y auto. No desespero encontrarlo.
Amparo: ¿Pero no te atrae el amor, la juventud, la simpatía que emanan de las miradas cariñosas, la emoción que experimentamos al ver de improviso al ser amado?
Esperanza: Sí. Todo eso es muy lindo, muy encantador, muy poético. Pero no se encuentra fácilmente y, sobre todo, a nuestro alcance. Un novio que sea al mismo tiempo joven rico e inteligente, y en la imposibilidad de encontrar las cosas al gusto de una, opto por lo práctico, por un señor de edad que tenga dinero.
Consuelo: Lo que desea ésta (señalando a Esperanza) es quedar viuda, joven y con plata. Un partido ventajoso, como dicen los hombres.
Robustina: Bueno. Basta de charlas, y a descansar. Está un poco fría la noche, y no conviene estar al sereno. Fácilmente se puede coger un resfrío.
Consuelo: Está bien mamá, Nos vamos (se van todas a sus habitaciones.)

ESCENA SÉPTIMA

Luchito solo. Saliendo en puntillas de su habitación y con el sombrero en la mano, en actitud de salir.

Luchito: Nadie. No hay nadie afortunadamente. Lo que es yo,, me escurro con todo sigilo. Estoy harto de inglés, de matemáticas y de geografía.. (Se va sin hacer ruido.)

ESCENA OCTAVA
Amparo sola, entrando pensativa.

Amparo: ¿Qué será de Ernesto? La última vez que lo vi, fue a la salida de misa... (Se oye ruido en el patio de una de las casas vecinas.) (Alarmada): ¿Quién podrá ser si no hay nadie allí ahora? ¿Habrá entrado algún ladrón?...

ESCENA NOVENA
Amparo y Ernesto.

Ernesto: (asomando arriba del tejado, por la casa vecina): Soy yo, Ernesto.
Amparo: Cielos ¡qué placer! ¿Tú aquí?... Pero ¿a qué se debe esta sorpresa? ¡Qué vergüenza me da al mismo tiempo!
Amor mío, "a Zapallar me dijiste que te ibas", y a Zapallar fui. No estabas. Entonces dije; "Estará en otro Zapallar... y, efectivamente, aquí te veo.
Ernesto: Pero, ¿cómo...como has sabido?
Ernesto: Por una casualidad. Verás. Rondaba frente a tu casa, imaginándome verte en los balcones, fresca como una rosa y encantadora como siempre, cuando con gran asombro mío veo salir sigilosamente a tu hermano Luis; ¡tate! me dije. Aquí hay gato encerrado. Y como tocó la coincidencia que la casa vecina estaba desocupada, aquí me tienes.
Amparo: Bueno, Ernesto; pero no vaya a verte alguien en esa postura, con lo cual nos comprometerías. Voy a abrirte la puerta de calle y conversaremos unos pocos minutos con más tranquilidad.
Ernesto: (asustado). ¡Ay!
Amparo: ¿Qué es eso?
Ernesto: Que me parece que tiembla...
Amparo: De veras. Por Dios, bájate.
Ernesto: Hasta luego. (Ernesto desaparece tras el tejado).

ESCENA DÉCIMA

Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.

Consuelo: (entrando): Mamá ... mamá. Está temblando...
Esperanza: ¡Dios mío, qué susto!
Consuelo: Amparo...
Esperanza: Lucho...
Consuelo: Salgamos a la calle.
Robustina: No. A la calle, no, Por nada del mundo.
Consuelo: Yo me siento mal.
Esperanza: Las piernas no me sostienen.
Amparo: Y parece que sigue todavía.
Consuelo: Con seguridad que va a venir otro remezón Nunca viene uno soío.
Fsperanza: Siempre me acuerdo del terremoto de...
Consuelo (asustadísima): ¿No lo decía? :O¡:ía w:; Y con i.m ruido iníemai.
Amparo: Corramos a 1a, calle.
Consuelo: Salgamos, si. (Llamando.) Lucho,.. Lucho.
Esperanza: Parece que no está. ¿Habrá salido?
Robustina (imperativa): Bajad la voz, y estaos quietas. Aprended de vuestra madre... (Aparte), que tampoco las tiene todas consigo. ¿No veis? Ya pasó (pequeña pausa.) ¡Ea! A recogeros, niñas, que ya es hora de entregarse al reposo. En cuanto a ese insubordinado de Lucho, mañana arreglaremos cuentas.
Consuelo: Cualquiera duerme tranquila.
Esperanza: Esta vida es insufrible.
Robustina: Basta de rezongos.
Consuelo: Cualquiera encuentra marido con esta situación.
Esperanza: Nadie quiere casarse.
Robustina: Paciencia, hijas mías.
Consuelo: Buenas noches, mamacita.
Esperanza: Que reposes bien.
Robustina: Lo mismo digo, hijitas. Hasta mañana. (Se van primero Consuelo, Amparo y Esperanza por distintas puertas; luego, Robustina.)

ESCENA UNDÉCIMA

Amparo, sola.

Amparo: (Saliendo de su cuarto y entrando a escena de puntillas.): El pobre Ernesto debe estar esperándome. Voy a abrirle la puerta y charlaremos un momento. En seguida vuelvo.

ESCENA DUODÉCIMA

Amparo y Ernesto.

Amparo: Chits. Calladito. Que nadie se entere.
Ernesto Nadie, alma de mi alma... (le declara cómicamente su amor).
Amparo: ¿Y cuentas ya con algo para nuestra boda?...
Ernesto: Cuento con la muerte de mi tío y padrino Sebastián, que, como no tiene familia y me profesa un cariño entrañable, me instituirá su único heredero.
Amparo: ¿Y tendremos que esperar que fallezca para ver realizados nuestros ideales?...¡Qué triste y fúnebre es eso!
Ernesto: La vida es así (filosóficamente). "De la muerte nace la vida, en una constante renovación..." que sería largo explicarte... porque los minutos son preciosos. ¿Me quieres mucho, verdad?
Amparo: ¿Y me lo preguntas, ingrato? Te amo locamente. Pienso en ti a todas horas. Sueño contigo casi todas las noches.
Ernesto: ¿Qué sueñas? Dime.
Amparo: Sueño que yo estoy toda vestida de blanco, tú de frac, correctísimo, y frente a nosotros... el sacerdote bendiciéndonos. Cincuenta automóviles lo menos, esperando afuera en la calle la salida de la concurrencia.
Ernesto: Yo sueño lo mismo, pero en una parroquia humilde. (Aparte) Así se gasta menos.
Amparo: ¡Qué ocurrencia! Y ¿el qué dirán?
Robustina (adentro): Auxilio... Amparo ... Consuelo... Esperanza.
Amparo: Virgen santa. ¿Qué ocurrirá?... Escóndete aquí. En seguida saldrás. Yo te avisaré. ¿Qué pasará?... (Ernesto se oculta entre las plantas). ¡Ay, qué susto!

ESCENA DECIMOTERCERA

Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.

Consuelo (entrando): ¿Qué ocurre?
Esperanza (entrando): ¿Qué pasa?
Robustina (entrando rápidamente, con bata y gorro de dormir, presa de un verdadero pánico): Hijas mías... algo terrible. No puedo hablar.
Amparo: Pero ¿qué sucede? Explícate, por favor.
Robustina (con palabras entrecortadas): Sucede que hay ladrones... hay ladrones en la casa.
Consuelo: ¡Dios mío!
Esperanza (asustadísima): Huyamos.
Robustina (prosiguiendo su relato): Un bandido... barbudo y siniestro... quiso introducirse en mi dormitorio.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: Y ¿dónde está?
Robustina (desfallecida): No lo sé, hijas mías. No he tenido fuerzas sino para salir afuera para llamaros.
Esperanza: Llamemos a la policía.
Robustina (sobreponiéndose a su propia turbación): No. Eso no. Sería para que el ridículo cayera sobre nosotras. Ustedes saben que no estamos aquí. ¿Entienden? Estamos en Zapallar, de manera que si nos roban, debemos dejarnos robar.
Amparo: Pero, mamá...
Consuelo: Debemos hacer algo.
Robustina: Si hubiera un hombre a quien acudir...

ESCENA DECIMOCUARTA

Dichos y Ernesto.

Ernesto (presentándose bruscamente, al oír las últimas palabras): A svis órdenes, señora.
Consuelo: ¡Uy!, el ladrón... (corre desesperada.). Esperanza, huyamos.
(Consuelo y Esperanza se van, dando gritos. Doña Robustina cae desmayada en un sillón. Ernesto no halla qué hacer, Amparo está toda confundida).
Ernesto: Pero, Amparo mía ¿qué ocurre?
Amparo (sobresaltada): Ocurre que... hay ladrones en casa, y no hallamos cómo expulsarlos. Estamos solas. Toca la casualidad que Lucho y papá salieron. ¿Qué hacer?
Ernesto: Ante todo, serenidad ... calma, yo lo prenderé.
Amparo: Gracias, Ernesto mío. Gracias.
Robustina: (volviendo en sí). ¿Se fue el ladrón ya?
Ernesto (respetuosamente): Señora
Robustina (cayendo nuevamente en el sillón): Por favor, no me mate usted.
Ernesto: No, señora. Si no pienso en matarla, usted esta equivocada. Yo soy Ernesto, que amo a su hija Amparo, y he venido aquí a salvar a usted y a los suyos de la audacia de los bandoleros.
Robustina: ¿Es verdad, hija miar1
Amparo: Sí, mamacita. Es mi novio.
Robustina: ¡Oh, caballero! ¿Cómo le podremos pagar este favor? Busque usted al ladrón y échelo fuera... sin que se entere la policía, sin que se entere nadie.
Ernesto: Bien, señora. Acato sus órdenes. Voy a proceder a registro de las habitaciones. Mientras tanto, ocúltese usted con Amparo y no salga hasta que yo la llame.
Robustina: Bueno. (Aparte.) Estoy más muerta que viva. (Se van Amparo y Robustina.)

ESCENA DECIMOQUINTA

Ernesto, solo.

Ernesto: Lo malo es que no traigo arma alguna. (Se registra los bolsillos.) ¿Y si el bandido lleva puñal?... (Pausa) ¡Ea!... ánimo... resolución. (Dirigiéndose a una puerta y retrocediendo.) Pero no, no me atrevo... ¡Qué falta me hace mi revólver! Hay que tener presente que está empeñado... mi amor propio, mi honor de caballero. Debo, pues, afrontar la situación. ¿Qué hacer? La verdad es que yo, al salir de casa, no me figuré el lío en que iba a meterse. Pero, por ella,, estoy dispuesto a iodo. Moriré por ella corrió un paladín de los tiempos heroicos. (Transición). El escándale.' que voy a formar si el ladrón pretende atacarme, va a ver para contarlo. La verdad es que tengo miedo de penetrar en las habitaciones. Yo preferiría esperarlo aquí, en el patio. Aquí hay más cancha, más campo para la lucha... y para huir en caso necesario. Pero no. Huir no. ¿Qué diría mi Amparo? Debo mostrarme ante sus ojos como un valiente. Venga, pues, corno revólver improvisado, la llave de mi casa. Con ella apuntaré al bandido, si se atreve a presentarse.

ESCENA DECIMOSEXTA

Ernesto y Amparo.

Amparo:¿Lo encontraste, Ernesto?
Ernesto: No. Todavía no; pero estoy buscándolo. Debe estar escondido ¿sabes? Posiblemente me ha visto y ha dicho para sí; voy a tener que habérmelas con un hombre... "ésta no es conmigo"... Y se ha ocultado.

ESCENA DECIMOSÉPTIMA

Dichos y Robustina.

Robustina (entrando): ¿Encontró usted al bandido ya?
Ernesto: Todavía no, señora, pero estoy buscándolo, debe haberse escondido, posiblemente debajo de las camas, porque no se ha puesto a alcance de mi vista.
Robustina: Búsquelo pronto, señor, para salir de esta situación angustiosa.
Amparo: Sí, Ernesto mío, búscalo, pero no arriesgues tu vida. 'Tú sabes que ella me pertenece.
Ernesto: Voy, amada mía voy (con un gesto heroico.) Empiezo a registrar las habitaciones... (aparte) y empiezo a sentir un temblor de piernas que no puede sostenerme. (Entra por una puerta lateral.)
Amparo: Tranquilízate, mamá, por Dios. Ya ves. Ahora no estamos solas, tenemos quién nos defienda. Y Ernesto es un valiente, no cabe duda.
Robustina: (asustada). Escóndete, hija mía. Escóndete.
Amparo:¿Qué hay?...
Robustina: El bandido... ¿ves?... El bandido... el hombre barbudo (se refiere a Procopio, que entra pensativo a escena, sin verlas),
Amparo: (corriendo a ocultarse con su madre en el costurero): ¡Virgen santa!

ESCENA DECIMOCTAVA

Procopio, solo. Luego, Ernesto.

Procopio (entrando; trae puesta la barba postiza, el cuello del sobretodo levantado, lleno de tierra; en una palabra, está inconocible. Viene bastante bebido.): Yo no sé qué le ha dado a mi mujer por huir de mí. El hecho de que yo haya tomado unas cepitas... no es motivo suficiente para que huya así. La verdad es que bebí mucho. Cosas de Jerez... que me retuvo en su casa más de lo que yo pensaba.
Ernesto: (entrando): ¡Caracoles! Aquí está el ladrón... (Dirigiéndose a Procopio.) ¡Miserable... (Apuntándole con la llave.) Salga usted afuera... o, de lo contrario, hago fuego...
Procopio: Pero, hombre, ¿quién es usted? ¿Por qué está aquí?
Ernesto: Eso es lo que yo le pregunto a usted, so bandolero... Y no se acerque más ... porque disparo...
Procopio: Habráse visto.
Ernesto: Salga de esta casa inmediatamente.
Procopio (aparte): Pero ¿estoy soñando? ¿O me habré equivocado de casa?... Como veo medio turbio. Pero no. Por el Zapallar la reconozco.
Ernesto (aparte): Vacila, tal vez, entre fugarse o atacarme. ¿Irá a sacar sus armas?
Procopio: (bruscamente): Caballero tendrá usted que explicarme cómo se encuentra aquí.
Ernesto: (retrocediendo): No tengo que explicarle nada. Salga usted a la calle

ESCENA DECIMONOVENA

Dichos, Consuelo, Esperanza y un carabinero. Luego, Amparo y Robustina.

Consuelo: (entrando): Por aquí...
Esperanza: (entrando) Pase usted.
Carabinero (entrando): ¿Dónde está el ladrón?
Procopio (señalando a Ernesto): Ahí..
Ernesto (señalando a Procopio): Este es. Carabinero:¿En qué quedamos? ¿A cuál me llevo preso?...
Consuelo (en la duda): Llévese a los dos.
Amparo (entrando): No. Eso no, Carabinero, el ladrón es ese hombre barbudo. ¿Verdad, mamá?
Robustina (que ha entrado con Amparo): Sí, carabinero.
Ese hombre es el que quiso introducirse en mi cuarto.
Procopio: Naturalmente.
Carabinero: ¡Entonces hay circunstancias agravantes: robo nocturno, con premeditación y alevosía.
Procopio: (aparte): ¿Pero es que estoy soñando?... No, la culpa la tiene Jerez que me hizo tomar tanto.
Ernesto: Concluyamos.
Robustina: Sí, sáquelo usted fuera (aparte al carabinero) y déjelo en libertad. No queremos que se
pase parte.
Carabinero (aparte): Este es un lío.
Procopio (a Robustina): Bueno. Dejémonos de bromas y vamos a acostarnos, hijita.
Robustina:¿Otra vez?
Ernesto: Yo lo mato. (Apunta con la llave.)
Amparo (interponiéndose): No. No lo mates. Por favor, Ernesto mío
Procopio: ¡Ah! Con que "Ernesto mío" ¿eh? Muy bien, muy bien.
Robustina (aparte): Esa voz...
Carabinero: Basta de escándalos. Vamonos para la comisaría. (Toma a Procopio de un brazo)
Ernesto: Sí. Eso es.
Procopio: Pero, Robustina, ¿permites que me lleven preso?...
Consuelo (extrañada): Sabe su nombre...
Procopio: No me conoces? Soy tu marido.
Robustina: dudosa: ¿Procopio?,. ¿Pero esa barba?
Procopio: De veras. No me la había quitado. (Se la quita.) Ha sido un olvido. Como tengo la cabeza trastornada.
Robustina: ¿Era postiza?
Procopio (aparte a Robustina): Sí. Me la puse para que no me reconocieran; para guardar el incógnito, por obedecerte-.
Ernesto (aparte): ¿Cómo explicar? (Queda pensativo.)
Procopio (a Robustina): Y luego, hija mía, que la verdad se ha de decir: pasé a tomar unas copi-tas.
Robustina: ¿Y el susto que me has dado?
Procopio: Se pasará. Pasará, como a mí también se me pasará... la borrachera.
Ernesto (aparte a Amparo): ¿Y qué hago yo en esta situación?
Amparo (aparte a Ernesto): Pedirle perdón, naturalmente, y en seguida pedirle mi mano. La ocasión la pintan calva.
Ernesto (aparte para si): No me queda otro recurso. (Arrodillándose.) Perdón, papá.
Procopio: ¿Cómo es eso de "perdón, papá?
Ernesto: Sí, señor. Yo amo a su hija locamente. Yo deseo hacerla mi esposa, ante Dios y ante los hombres, con todos los requisitos legales.
Procopio (indignadísimo): Sinvergüenza. ¿Y me quería asesinar y echarme a la calle? Carabinero, lléveselo preso. (El carabinero intenta llevarse a Ernesto.)
Amparo (interponiéndose): No, eso no. Papacito lindo. Perdónalo. Si no nos perdonas... si no consientes en nuestra unión... moriremos...
Robustina: Perdónalos, Procopio. En lo que solicitan, llevan la penitencia.
Procopio: ¿Pero, usted cuenta con algo?
Ernesto: Sí, señor, cuento con... Bueno, le diré. Yo soy de familia rica y, aparte de esto, estoy ocupado en el ministerio. Luego me van a ascender, tengo personas influyentes que podrán conseguirme un puesto de importancia con una renta apreciable, y nada nos faltará.
Procopio: Vaya vaya... Los perdonaré. ¡Qué hemos de hacerle! (Los abraza)
Carabinero: ¿De manera que no hay ladrones ni hay nada?
Ernesto: Sí, los hay: (por Amparo) esta niña, que me ha robado el corazón.
Procopio: (refiriéndose a Robustina). Y esta mujer que me roba la libertad.
Carabinero: Bueno, dejarse de bromas, que no estoy para pláticas, Yo voy a pasar el parte...
Robustina: No, No. (A Procopio). Pásale algo para que no dé un escándalo. Es preciso que todos ignoren lo que ha ocurrido aquí.
Procopio (al carabinero): Tome, joven... (le pasa dinero) para cigarros, y para un trago si a mano viene.
Carabinero: Se agradece. Buen dar con las cosas que pasan.
Robustina: Bueno. Adiós. Y mucho silencio.

ESCENA VIGÉSIMA

Dichos, menos el carabinero.

Procopio (dirigiéndose a Robustina): Y ahora, hija mía, convendrás conmigo en que así no se puede vivir...
Consuelo: Pasamos en constante zozobra. Esperanza: En perpetua alarma.
Amparo, incendio, temblores, ladrones... Es un martirio estar encerrada. Volvamos a Santiago mamá. Es decir, ya que estamos en él, volvamos "socialmente" por medio de los periódicos. Robustina: Bueno. Ya está. ¡Qué ha de hacérsele! Acepto. (A Consuelo.) Escribe, hija mía. (Consuelo se sienta a la mesa, toma un block se dispone a escribir.) (Dictándole): "Han regresado de Zapallar el eminente abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza."


OBRAS: Una aventura de Manuel Rodríguez, La Epopeya de Iquique,
Doña Paula Jara Quemada.

La Gallina de los Huevos de Luz de Francisco Coloane


-¡La gallina no! -gritó el guardián primero del faro, Oyarzo, interponiéndose entre su compañero y la pequeña gallina de color flor de haba que saltó cacareando desde un rincón.
Maldonado, el otro guardafaro, miró de reojo al guardián primero, con una mirada en la que se mezclaban la desesperación y la cólera.
Hace más de quince días que el mar y la tierra luchan ferozmente en el punto más tempestuoso del Pacífico sur: el Faro Evangelistas, el más elevado y solitario de los islotes que marcan la entrada occidental "del Estrecho de Magallanes, y sobre cuyo pelado lomo se levantan la torre del faro y su fanal, como única luz y esperanza que tienen los marinos para escapar de las tormentas oceánicas.
La lucha de la tierra y el mar es allí casi permanente. La Cordillera de los Andes trató, al parecer, de oponerle algunos murallones, pero en el combate de siglos todo se ha resquebrajado; el agua se ha adentrado por los canales, ha llegado hasta las heridas de los fiordos cordilleranos y sólo han permanecido abofeteando al mar los puños más fieros, cerrados en dura y relumbrante roca como en el Faro Evangelistas.
Es un negro y desafiante islote que se
empina a gran altura. Sus costados son lisos y cortados a pique. La construcción del faro es una página heroica de los bravos marinos de la Subinspección de Faros del Apostadero Naval de Magallanes, y el primero que escaló el promontorio fue un héroe anónimo como la mayoría de los hombres que se enfrentan con esa naturaleza.
Hubo que izar ladrillo tras ladrillo. Hoy mismo, los valientes guardafaros que custodian el fanal más importante del Pacífico sur están totalmente aislados del mundo en medio del océano. Hay un solo y frágil camino para ascender del mar a la cumbre; es una escala de cuerdas llamada en jerga marinera "escala de gato", que permanece colgando al borde del siniestro acantilado.
Los víveres son izados de las chalupas que se atracan al borde por medio de un winche instalado en lo alto e impulsado a fuerza de brazos.
Una escampavía de la Armada Nacional sale periódicamente de Punta Arenas a recorrer los faros del oeste, proveyéndolos de víveres y de acetileno.
La comisión más temida para estos pequeños y vigorosos transportes de alta mar es Evangelistas, pues cuando hay mal tiempo es imposible acercarse al fa ro y arriar las chalupas balleneras en que se transporta la provisión.
Como una advertencia para esos marineros, existe a unas millas al interior el renombrado puerto de "Cuarenta Días", único refugio en el cual han estado durante todo este tiempo barcos capeando el temporal. Algunas veces una escampavía, aprovechando una tregua, ha salido a toda máquina para cumplir su expedición, y ya al avistar el faro se ha desencadenado otra vez el temporal, teniendo que regresar de nuevo al abrigado refugio de "Cuarenta Días".
Esta vez la tempestad dura más de quince días. La tempestad de afuera, de los elementos, en la que el enhiesto peñón se estremece y parece quejarse cuando las montañas de agua se descargan sobre sus lisos costados, porque adentro, bajo la torre del faro, en un corazón humano, en un cerebro acribillado por las marejadas de goterones de lluvia repiqueteando en el techo de cinc, en una sensibilidad castigada por el aullido silbante del viento rasgándose en el torreón, en un hombre débil y hambriento, se está desarrollando otra lenta y terrible tempestad.
Era la segunda vez que Oyarzo salvaba la milagrosa y única gallina de los ímpetus desesperados de su compañero. ¡La gallina había empezado a poner justamente el mismo día en que iba a ser sacrificada!
Los guardafaros habían agotado todos los víveres y reservas. La escampavía se había atrasado ya en un mes y el temporal no amainaba, embotellándola seguramente en el puerto de "Cuarenta Días".
Como por un milagro, la gallina ponía todos los días un huevo que, batido con un poco de agua con sal y la exigua ración de cuarenta porotos asignada a cada uno, servía de precario alimento a los dos guardafaros.
-¡Toma tus cuarenta porotos! -dijo Oyarzo, alargando la ración a su compañero.
Maldonado miró el diminuto montón de fréjoles en el hueco de su mano. "¡Nunca -pensó- su vida había estado reducida a esto! ¡No -ahora recuerda-, sólo una vez ocurrió lo mismo en el faro San Félix, cuando al póquer perdió su soldada de dos años y, convertida también en un montón de porotos, pasó de sus manos a las de sus compañeros!"
Pero eran tan sólo dos años de vida y ahora éstos constituían toda su vida, la salvación de las garras de la sutil pantera del hambre, que en su ronda se acercaba cada día más al faro.
"¡Y este Oyarzo -continuaba en las reflexiones de su cerebro debilitado-, tan duro, tan cruel, pero al mismo tiempo tan fuerte y tan leal!" Se había ingeniado para racionar la pequeña cantidad de porotos muy equitativamente, y, a veces, le pasaba hasta unos cuantos más, sacrificando su parte. Hasta la gallina tenía su ración: se los daba con conchuela molida y un poco recalentados para que no dejara de poner.
Cada día y cada noche que pasaban bajo el estruendo constante del mar embravecido, la muerte estaba más cerca y el hambre hincaba un poco más su lívida garra en esos dos seres.
Oyarzo era un hombre alto, huesudo, de pelo tieso y tez morena. Maldonado era más bajo, delgado y en realidad más débil.
Si no hubiera sido por aquel hombro-nazo, seguramente el otro ya habría perecido con gallina y todo.
Oyarzo era el sabio artífice que prolongaba esas tres existencias en un inteligente y denodado combate contra la muerte, que ya se colaba por el resquicio del hambre. ¡La gallina, el hombre y el hombre! ¡La energía de unos diminutos fréjoles que pasaba de uno a otros! ¡El milagroso huevo que día a día levantaba las postreras fuerzas de esos hombres para encender el fanal, seguridad y esperanza de los marinos que surcaban la desdichada ruta!
Maldonado empezó a obsesionarse con una idea fija: la gallina. Debilitado, el hambre, después de corroerle las entrañas como un fuego horadante y lento, empezaba a corroerle también la conciencia y algunas luces siniestras, que él trataba en vano de apagar, empezaron a levantarse en su mente.
Por fin llegó a esta conclusión: si él pudiera saciar su hambre una sola vez, moriría feliz. No pedía nada más.
Sin embargo, no se atrevía a pensar o llegar hasta donde sus instintos lo empujaban. ¡No, él no era capaz de asesinar a su buen compañero para comerse la gallina!
"¡Pero qué diablos!", decía y se ponía a temblar y se daba vuelta, asustado, como si alguien lo empujara a empellones al borde de un abismo.
El mar seguía con su ronco tronar envolviendo al faro, la lluvia con su repiqueteo incesante contra el cinc y el mugido del viento que hacía temblar la torre, en cuya altura seguía encendiéndose todas las noches el fanal gracias al huevo de una gallina y a la reciedumbre de un hombre.
Las tempestades del mar no son parejas, toman aliento de cuatro en cuatro horas. En una de estas culminaciones, una noche arreció en tal forma que sólo podía compararse con un acabo de mundo. El trueno del mar, el aullido del viento y las marejadas de lluvia que se descargaban sobre el techo, estremecían en tal forma al peñón, que éste pareció desprenderse de su base y echándose a navegar a través de la tempestad.
Adentro, la tormenta también llegó a su crisis.
Maldonado, sigilosamente entre las sombras, se dirigió puñal en mano al camarote de Oyarzo, donde éste guardaba cuidadosamente la gallina milagrosa, por desconfianza hacia su compañero.
Maldonado no había aclarado muy bien sus intenciones. Angustiado por el hambre, avanzaba hacia un todo confuso y negro. No había querido detenerse mucho a determinar contra quién iba puñal en mano. Él iba a apoderarse de la gallina simplemente; una vez muerta ya no habría remedio, y Oyarzo tendría que compartir con él la merienda; pero si se interponía como antes..., ¡ah!, entonces levantaría el puñal, pero para amenazarlo solamente.
¿Y si aquél lo atacaba? ¡Diantre, aquí estaba, pues, ese todo confuso y negro contra el cual él iba a enfrentarse atolondrado y ciego!
Abrió la puerta con cautela. El guar dián primero parecía dormir profundamente. Avanzó tembloroso hacia el rincón donde sabía se encontraba la gallina, pero en el instante de abalanzarse sobre ella fue derribado de un mazazo en la nuca. El pesado cuerpo de Oyarzo cayó sobre el suyo y de un retortijón de la muñeca tuzóle soltar el puñal.
Casi no hubo resistencia. El guardián primero era muy fuerte y, después de dominarlo totalmente, lo ató con una soga con las manos a la espalda.
-¡No pensaba atacarte con el cuchillo; lo llevaba para amenazarte no más en caso de que no hubieras permitido matar la gallina! -dijo con la cabeza agachada y avergonzado el farero.
Al día siguiente, estaba atado a una gruesa banca de roble, con las manos atrás aún.
El guardián primero continuó trabajando y luchando contra las garras del hambre. Hizo el batido del huevo con los porotos y con su propio mano fue a darle de comer su ración al amarrado. Éste, con los ojos bajos, recibió las cucharadas, pero, a pesar del hambre que lo devoraba, sintió esta vez un atoro algo amargo cuando el alimento pasó por su garganta.
-¡Gracias -dijo al final-, perdóname, Oyarzo!
Éste no contestó.
El temporal no amainó en los siguientes días. El alud de agua y viento seguía igual.
-¡Suéltame, voy a ayudarte, te sacrificas mucho! -dijo una mañana Maído-nado, y continuó con desesperación-: ¡Te juro que no volveré a tocar una pluma de la gallina!
El guardián primero miró a su compañero amarrado; éste levantó la vista y los dos hombres se encontraron frente a frente en sus miradas. ¡Estaban exhaustos, débiles, corroídos por el hambre! Fue sólo un instante; los dos hombres parecieron comprenderse en el choque de sus miradas; luego los ojos se nublaron.
-¡Todavía lucharé solo; ya llegará la hora en que tenga que soltarte para el último banquete que nos dará la gallina! -dijo Oyarzo con cierto tono de vaticinio y duda.
Las palabras resonaron como un latigazo en la conciencia del farero. Hubiera preferido una bofetada en pleno rostro a esa frase cargada con el desprecio y la desconfianza de su compañero.
Pero la milagrosa gallina puso otro huevo al siguiente día. Oyarzo preparó, como siempre, la precaria comida. Iban quedando sólo las últimas raciones de fréjoles.
Otra vez se acercó al preso con la exigua parte de porotos, levantó la cuchara a medio llenar, como quien va a dar de comer a un niño, pero al querer dársela, el preso, con la cabeza en alto y la mirada duramente fija en su dadivoso compañero, exclamó rotundamente:
-¡No, no como más; no recibiré una sola migaja de tus manos!
Al guardián primero se le iluminó la cara como si hubiera recibido una buena nueva. Miró a su compañero con cierta atención y, de pronto, sonrió con una extraña sonrisa, una sonrisa en que se mezclaban la bondad y la alegría. Dejó a un lado el plato de comida y desatando las cuerdas dijo:
-¡Tienes razón, perdóname, ya no mereces este castigo; otra vez Evangelistas tiene dos fareros!
-¡Sí, otra vez! -dijo el otro, levantándose ya libre y estrechando la mano de su compañero.
* * *
Cuando se terminó la entrega de los víveres y el comandante de la escampavía fue a ver las novedades del faro, le extrañaron un poco algunas huellas de lucha que observó en la cara de los dos fareros. Miró fijamente a uno y a otro; pero antes de que los interrogara, se adelantó Oyarzo sonriendo y, acariciando con la ruda mano la delicada cabeza de la gallina flor de haba que cobijaba bajo su brazo, dijo:
-¡Queríamos matar a la gallina de los huevos de oro, pero ésta se defendió a picotazos!...
-La gallina de los huevos de luz, querrás decir, porque cada huevo significó una noche de luz para nuestros barcos! -profirió el comandante de la escampavía, sospechando posiblemente lo ocurrido.