Lucero
Oscar Castro
Recortadas unas sobre otras, las cresterías de la cordillera barajan sus naipes
pétreos hasta donde la mirada de Rubén Olmos puede alcanzar. Cumbres albísimas,
azules hondonadas, contrafuertes dentados, enhiestas puntillas van surgiendo
ante su vista siempre cambiantes, cada vez más difíciles al paso a medida que
asciende. Antes de iniciar un repecho demasiado fatigoso, el viajero decide
conceder un descanso a su cabalgura, que resopla ya como un fuelle. Y cuando se
ha detenido, cruza su pierna izquierda por encima de la montura y despeña su
mirada hacia el valle.
Primero le salta a la pupila el espejo del río, que alarga con desgano su
caprichoso serpenteo por entre pastizales y sembrados. Pasan luego sus ojos por
sobre los cuadriláteros de unos cuantos potreros y busca el pueblo de donde
partiera en la mañana. Allí está, escaparate de juguetería, con sus casas enanas
y los tajos oscuros de sus valles. Algunas planchas de zinc devuelven el reflejo
solar, tajeando el aire con plateado y violento resplandor.
Con un aleteo de párpados, Rubén Olmos borra la imagen del valle y examina a su
cabalgadura, cuyos mojados ijares se contraen y elevan en rítmico movimiento.
-¿T'estay poniendo viejo, Lucero? -interroga con tono cariñoso. Y el animal gira
su cabeza negra, que tiene una mancha blanca -plagio de una estrella- en la
frente, como si comprendiera.
-Güeno, también es cierto que harto habís trabajao; pero te quean años de
viajes, toavía. Por lo menos, mientras la cordillera no se bote a mairastra...
Torna a mirar la mole andina, familiar y amiga para él y Lucero; no en balde la
han atravesado durante once años. Rubén Olmos, encandilado un poco por la
llamarada blanca del sol en la nieve, piensa en sus compañeros de viaje y en la
ventaja que le llevan. Pero no le concede importancia al detalle: está cierto de
darles alcance antes de que anochezca.
-Siempre que vos me acompañís; la'e no vamos a tener que alojar solitos
-manifiesta al caballo, completando su pensamiento.
Rubén Olmos es baqueano antiguo. Aprendió la difícil ciencia junto a su padre,
que desde niño lo llevó tras él por entre peñascales y barrancos, pese a sus
rebeliones y a la desconfianza que le inspiró al comienzo la cordillera. Cuando
el viejo murió -tranquilamente en su cama-, el patrón de la hacienda lo designó
a él como reemplazante. Cruzó por lo menos cien veces esta barrera, que al
principio se le antojara inexpugnable, y trajo arreos numerosos de ganado
cuyano, siempre en buenas relaciones con la fortuna.
Eligió a Lucero cuando éste era todavía un potrillo retozón y él mismo tuvo a su
cargo la tarea de domarlo. Desde entonces nunca quiso aceptar otra cabalgadura,
a pesar de que su patrón le regaló dos bestias más, de mayor empuje al parecer,
y de superiores condiciones. Este caballo ha sido para él una especie de mascota
a la que se aferró la superstición de su vida siempre jugada al azar.
El baqueano, habituado a la lucha épica contra los elementos, antes que por las
hembras se apasionó por el peligro. Con instintiva sabiduría puso su devoción en
un bruto, presintiendo quizás que de él no podía esperar desaires ni traiciones.
Si un día le dieran a elegir entre la vida de su hermano y la de Lucero,
vacilaría un rato antes de decidirse. Porque el animal, más que un vehículo,
significó desde el comienzo un amigo para él. Fue algo así como la prolongación
de sí mismo, como la vibración de sus músculos continuando en los tendones de
Lucero.
Rubén Olmos nació con la carne tallada en dura sustancia. Sintió la vida en
oleadas galopándole las rutas de su ser. Arriba de un caballo fue siempre el que
conduce, no el que se deja llevar. Y esta fuerza pidió espacio para vaciarse;
ninguno pudo resultarle más propicio ni más adaptado a sus medios que la
tumultuosa crestería de los Andes.
Mirado sin atención, el baqueano es un hombre como todos. A lo sumo, da
sensación de confianza en sí mismo.
Debajo de su piel cobriza y de su nariz achatada asoma la evocación de algún
indio, su antepasado. Su risa no tiene resplandores; se le oscurece en los ojos
y, a lo más, blanquea en la punta de sus dientes. Apacentador de soledades,
aprendió de ellas el silencio y la profundidad. Con Lucero se entiende mejor que
con los humanos. Será porque el caballo no responde. O porque dice siempre que
sí con sus ojos tiernos y húmedos. ¡Vaya uno a saber...!
-Güeno, ahora vamos andando.
Asentados sus cascos en cualquier hendedura, el caballo enfila en dirección al
cielo. El jinete, inclinado hacia adelante, lleva el compás del balanceo. Ruedan
piedrecillas hacia las profundidades y tintinean las argollas del freno. Y
Lucero, tac–tac–tac, arriba, por fin, a la cima, tras caminar un cuarto de hora.
En la altura, el viento es más persistente, más cargado de agujas frías. Resbala
por la cara del baqueano. Busca cualquier hueco de la manta para clavar su
diente. Sin embargo, la costumbre inmuniza al hombre de su ataque. Y por más que
el soplo insiste, no consigue inmutarlo.
Traspuestas unas cuantas cadenas de montañas, ya no se divisa el valle. Hay
cerros hacia donde se vuelve la mirada. Y arriba, un cielo frágil, puro, más
azul que el frío del viento, manchado apenas por el vuelo de un águila, señora
de ese predio inabarcable.
La soledad de la altura es tan ancha, tan diáfanamente desamparada, que el
viajero siente a veces la leve sensación de ahogarse en el viento, como si se
hallara en el fondo de un agua infinitamente liviana. Pero el hombre no tiene
tiempo de admirar las perspectivas magníficas del paisaje. Ni esta atmósfera que
parece una burbuja translúcida; ni el verde rotundo y orquestal de las plantas;
sin la sinfonía de pájaros e insectos que ascienden en flechas finas hacia la
altura, dicen nada a su espíritu tallado en oscuras sustancias de esfuerzo y
decisión.
Desde una puntilla que resalta por sobre sus vecinas, Rubén Olmos explora el
sendero con la esperanza de divisar a quienes lo preceden. Pero la mirada vuelve
vacía de este peregrinaje. El hombre arruga la boca. Sus cuatro compañeros, que
partieron de la hacienda una hora antes que él, le han tomado mucha ventaja.
Tendrá que forzar a su pingo.
A su paso van surgiendo lugares conocidos: La Cueva del León, la Puntilla del
Cóndor; la Quebrada Negra. "-Mis compañeros pueen tar esperándome en el Refugio
'el Arriero" -piensa, y aprieta las espuelas en las costillas de Lucero.
El sendero es apenas una huella imprecisa, en la cual podrían extraviarse otros
ojos menos experimentados que los suyos. Pero Rubén Olmos no puede engañarse.
Este surco anémico por donde transita, es una calle abierta y ancha que conduce
a un fin: la tierra cuyana.
A medida que asciende, la vegetación cambia de tono. Se hace más dura y
retorcida para resistir los embates de las tormentas. Espinos, romerillos,
quiscos filudos, ponen brochazos nocturnos en el albor de la nieve. La soledad
comienza a tornarse cada vez más blanca y honda, revistiéndose de una majestuosa
serenidad. El sol, ya soslayado hacia Occidente, forcejea por tamizar su calor a
través del viento.
Cambia de pronto el decorado, y el caballo del baqueano desemboca en un inmenso
estadio de piedra. Dos montañas enormes enfrentan sus paréntesis, encerrando un
tajo cuyo fondo no se divisa. Parece que un inmenso cataclismo hubiera hendido
allí la cordillera, separándola de golpe en dos.
El jinete detiene a Lucero. El Paso del Buitre ejerce una extraña fascinación en
su mente. A los quince años, cuando lo atravesó por vez primera, se le ocurrió
mirar hacia abajo, pese a las advertencias de su padre, y al cabo de un momento,
vio que la hondonada empezaba a girar semejante a un embudo azul. Algo como una
garra invisible lo tiraba hacia el abismo, y él se dejaba ir. Por fortuna, el
taita advirtió el peligro y destruyó la fascinación con un grito imperioso:
"-¡Güelve la cabeza, baulaque!" Desde entonces, a pesar de toda su serenidad, no
se atreve a descolgar sus ojos hacia aquella profundidad insondable.
Además, el Paso del Buitre tiene su leyenda. No puede ser atravesado en Viernes
Santo por un arreo de ganado sin que ocurran terribles desgracias. También su
padre le advirtió este detalle, contándole, como ilustración, diversos casos en
que la sima se había tragado reses y caballos de modo inexplicable.
En verdad, el paso es uno de los más impresionantes que puede presentar la
cordillera. El sendero tiene allí unos ochenta centímetros de ancho: lo justo
para que pueda pasar un animal entre el muro de piedra y el abismo. Un paso en
falso... y hasta el Juicio Final.
Antes de aventurarse por aquella repisa suspendida quién sabe a cuántos metros
del fondo, Rubén Olmos cumple escrupulosamente la consigna establecida entre los
transeúntes de la cordillera: desenfunda su revólver y dispara dos tiros al aire
para advertir a cualquier posible viajero que la ruta está ocupada y debe
aguardar. Los estampidos expanden sus ondas por el aire diáfano. Rebotan en las
peñas y vuelven, multiplicados, hasta los oídos del baqueano. Tras un momento de
espera, el jinete se decide a reanudar su viaje. Lucero, asentando con precisión
sus cascos en la roca, prosigue la marcha, sin notar, al parecer, el cambio de
fisonomía en la ruta.
-¡Caballo lindo! -musita el hombre, resumiendo en esas palabras todo su cariño
hacia el bruto.
Lo que ocurre enseguida nunca podrá olvidarlo Rubén Olmos.
Al salir de un recodo cerrado, el corazón le da un vuelco enorme. En dirección
contraria, a menos de veinte pasos, viene otro hombre, cabalgando un alazán
tostado. El estupor, el desconcierto y la ira se barajan en el rostro de los
viajeros. Ambos, con impulso maquinal, sofrenan sus caballos. El primero en
romper el angustioso silencio es el jinete del alazán. Tras una gruesa
interjección, añade a gritos:
-¿Y cómo se le ocurre metes'en el camino sin avisar?...
Rubén Olmos sabe que con palabras nada remediará. Prosigue su avance hasta que
las cabezas de los caballos casi se tocan. Enseguida, saca una voz tranquila y
segura del fondo de su pecho:
-El que no disparó jue usté, amigo.
El otro desenfunda su revólver, y Rubén hace lo mismo con rapidez insospechada
en él. Se miran un momento fijamente, y hay un chispazo de desafío en sus ojos.
El desconocido tiene unas pupilas aceradas, frías, y unas facciones acusadoras
de voluntad y decisión. Por su exterior, por su seguridad, parece hombre de
monte, habituado al peligro. Ambos comprenden que son dignos adversarios.
Rubén Olmos se decide por fin a establecer que la razón está de su parte.
Empuñando su arma con el cañón hacia el abismo, para no infundir desconfianza,
extrae las balas, presentando un par de vainillas vacías.
-Aquí'stán mis dos tiros -expresa.
El desconocido lo imita, y presenta, igualmente, dos cápsulas sin plomo.
-Mala suerte, amigo; disparamos al mismo tiempo -expresa el baqueano.
-Así es, compañero. ¿Y qué hacimos ahora?
-Lo qu'es golver, no hay que pensarlo siquiera.
-Entonces, uno tiene que quearse de a pie.
-Sí, pero... ¿Cuál de los dos?
-El que la suerte diga.
Y sin mayores comentarios, el jinete del alazán extrae una moneda de su bolsillo
y, colocándola sin mirarla entre sus manos unidas, dice a Rubén Olmos.
-Pida.
Hay una vacilación inmensa en el espíritu de Rubén. Aquellas dos manos unidas
que tiene ante los ojos guardan el secreto de un veredicto inapelable. Poseen
mayor fuerza que todas las leyes escritas por los hombres. El destino hablará
por ellas con su voz inflexible y escueta. Y, como Rubén Olmos nunca se rebeló
ante el mandato de lo desconocido, dice la palabra que alguien moduló en su
cerebro:
-¡Cara!
El otro descubre, entonces, lentamente, la moneda, y el sol oblicuo de la tarde
brilla sobre un ramo de laureles con una hoz y un martillo debajo: el baqueano
ha perdido. Ni un gesto, sin embargo, acusa su derrumbe interior. Su mirada se
torna dulce y lenta sobre la cabeza y el cuello de Lucero. Su mano, después,
materializa la caricia que brota de su corazón. Y, finalmente, como sacudiendo
la fatalidad, se deja deslizar hacia el sendero por la grupa lustrosa del
caballo. Desata el fusil y el morral con provisiones que van amarrados a la
montura. Quita después el envoltorio de mantas que reposa sobre el anca. Y todo
ello va abriendo entre los dos hombres un silencio más hondo que el de la
soledad andina.
Durante estos preparativos, el desconocido parece sufrir tanto como el perdedor.
Aparentando no ver nada, trenza y destrenza los correones del rebenque. Rubén
Olmos, desde el fondo de su ser, le da las gracias por tan bien mentida
indiferencia. Cuando su penosa labor ha finalizado, dice al otro, con voz que
conserva una indefinible y desesperada firmeza:
-¿Encontró en el camino a cuatro arrieros con dos mulas, por casualidad?
-Sí, en el Refugio'staban descansando. ¿Son compañeros?
-Sí, por suerte.
Lucero, sorprendido tal vez de que se le quite la silla en tan intempestivo
lugar, vuelve la cabeza y Rubén contempla por un momento sus ojos de agua mansa
y nocturna. La estrella de la frente. Las orejas erguidas. Las narices
nerviosas... Para decidirse de una vez, echa al aire su voz cargada de secreta
pesadumbre.
-Sujete bien su bestia, amigo-el otro afirma las riendas, desviando la cabeza de
su alazán hacia el cerro.
Entonces, Rubén Olmos, como quien se descuaja el corazón, palmotea nuevamente a
Lucero en el cuello, y de un empellón inmenso, lo hace rodar al abismo.
domingo, 17 de febrero de 2008
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Cuentos chilenos Eloy de Carlos Droguett (Chileno)
EL PADRE de Olegario Lazo Baeza Chileno
Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito:-¡Cabo de guardia!El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:-¿Estará mi hijo?El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo -repuso el suboficial.-Manuel... Manuel Zapata, señor.El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria:-¿Manuel Zapata...? ¿Manuel Zapata...? Y con tono seguro:-No conozco ningún soldado de ese nombre. El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea...El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:-Es el nuevo; el recién salido de la Escuela.-¡Diablos! El que nos palabrea tanto...El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor. Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:-¡Cazuela! ¡Cazuela!El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:-¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:-¡Cinco años sin verlo...!Más alegre, rascándose detrás de la oreja:-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja...!..."Uno de guardia", pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente. IEstaba en el picadero, frente a las tropas en descanso entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:-Lo buscan..., mi teniente.No se porque fenómeno del pensamiento, la encogida figura de su padre relampagueo en su mente...Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:-En este pueblo... no conozco a nadie...El soldado dio detalles no pedidos:-Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:-Está bien... ¡Retírese!La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura "le la posición de firmes, a cuatro pisos de distancia le ^rilo, tile ii ando con los l>ra/os romo un-¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecillo del campo... Dice que es el padre de su mercé...Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia, y repuso:-¡Váyase! Ya voy.Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia fuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos:-Te buscan... Dicen que es tu padre. Zapata, desviando la mirada, no contestó.-Está en el cuerpo de guardia... No quiere moverse. Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá.Al entrar, un soldado gritó:-¡Atenciooón!La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó:-¡Mañungo! ¡Mañunguito...!El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara.El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:-¡Qué ocurrencia la suya...! ¡Venir a verme...! Tengo servicio... No puedo salir.Y se entró bruscamente.El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.-Tome: para ustedes, para ustedes solos.Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito...!
OLEGARIO LAZO BAEZA (1878 - 1964) Es un escritor que conoce bien los entretelones de la vida militar por haber pertenecido al ejército desde 1898 a 1917. El asunto fundamental tratado por Olegario Lazo Baeza fue la vida militar. No tornó de ellas el aspecto heroico y las acciones bélicas, sino que prefirió entregarnos los pormenores cotidianos de la vida de cuartel y los valores humanos y personales, las pequeñas tragedias y vicisitudes que la caracterizan.A través de esta visión antiheroica de la existencia castrense nos presentó la condición humana del militar, los valores y defectos de la nacionalidad y el mundo rígidamente jerarquizado en que se mueven los hombres de armas.En la forma lineal en que se desenvuelve la narración, en la descripción escueta y precisa del medi ambiente, percibimos la fuerte influencia del cuentista francés Guy de Maupassant. Con un estilo muy sencillo logra crear obras valiosas, como: Cuentos militares, Nuevos cuentos militares, Hombres y caballos y El postrer galope.
Veraneando en Zapallar de Eduardo Valenzuela Olivos 1882-1948
ACTO ÚNICO
La escena representa el patio de la casa de don Procopio Rabadilla. En primer término, a ambos lados, puertas que dan acceso a habitaciones interiores. Alegran el patio numerosas matas de zapallo con sus frutos, destacándose visiblemente.
Al levantar el telón, don Procopio está sentado leyendo atentamente el diario, mientras doña Robustina examina unos figurines de modas, junto a una mesita de bambú. Hay varias sillas en amable desorden.
ESCENA PRIMERA
Procopio y Robustina.
Procopio: (leyendo un diario). "Se encuentran veraneando en Zapallar el talentoso abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza. ¡Qué tal el parrafito!
Robustina: Procopio... no me saques de mis casillas. En lugar de agradecerme lo que hago por prestigiar nuestro nombre por asegurar e! porvenir de nuestras hijas... por darte brillo.
Procopio: Sí... ya lo tengo en la tela de mis trajes.
Robustina: Intentas burlarte de mí... Procopio vulgar, hombre inútil.
Procopio: Mujer, no me insultes, si no quieres que...
Robustina: Infame. Abogado sin trabajo.
Procopio: (sin hacerle caso.) Veraneando en Zapallar... Afortunadamente no mentimos, porque este último patio de la casa ostenta unas hermosas matas de esa sabrosa legumbre.
Robustina: Claro. Muy justo. Muy natural. ¿Qué habrían dicho las amistades si hubieran sabido que nos quedábamos en Santiago?
Procopio: Eres insoportable mujer, con tus pretensiones ridículas. Tan bien que estaría yo a estas horas, dándome un paseo por las piscinas.
Robustina: Atisbando a las lolas... a las bañistas. Si te conozco, Procopio. Si sé que eres un eterno enamorado.
Procopio: Exageras, mujer. Lo que hay es que soy aficionado a la geometría, y a estudiar en el terreno las rectas, las curvas, los catetos y las hipotenusas...
Robustina: Pues, si quieres estudiar matemática, no tienes más que encerrarte en tu cuarto.
Procopio: ¡Ay, la suspirada libertad! Y se dice que las mujeres no mandan. Yo no sé qué mas pretenden las señoras con sus teorías feministas
Robustina: Nosotras somos las mártires del deber
Procopio: Y nosotros los mártires para pagar las cuentas de la modista, de! lechero v de todo..
i Ah!, esta vida es horrible, desesperante. (En alta voz y paseándose a grandes pasos). ¡Cómo encontrar consuelo, cómo hallar una esperanza, en dónde buscar amparo a esta crítica situación...!
ESCENA SEGUNDA
Dichos, Amparo, Consuelo y Esperanza.
Amparo (entrando): ¿Nos llamabas papá?
Consuelo (entrando): Aquí estamos
Esperanza (entrando): ¿ Qué deseas?
Procopio (primero extrañado, y recordando después): -Ah, de veras. Me olvidaba, hijas mías, que os llamáis Amparo, Consuelo y Esperanza, aunque precisamente sois lo contrario de esos dulces nombres.
Amparo: ¿De qué conversabais?
Robustina: ¿De qué ha de ser, hijas mías? De nuestra situación, de que tu padre no cesa de protestar por el encierro voluntario a que nos hemos sometido para guardar las apariencias.
Consuelo: Es una situación atroz.
Esperanza: Horrible.
Consuelo (a don Procopio): ¿Cómo no lograste papá, juntar dinero para salir a las playas?
Procopio: Porque los juicios son pocos. Ya la gente no litiga como antes, Ya se está convenciendo de la verdad de que "más vale un mal arreglo que un buen pleito". Y porque finalmente todo os lo habéis gastado vosotras en trajes, zapatos, bailes, etc.
Amparo (escandalizada): ¿Has oído, mamá?
Robustina: No le hagas caso. Por él ojalá salierais vosotras con trajes de percal, o sin trajes. Vuestro padre no sabe de lujo, ni de distinción (despreciativamente). Desciende de la familia de los Rabadilla; mientras que yo soy noble y de antigua estirpe... (con mucha dignidad y orgullo). Soy de los Ja-ra-mi-llos... Entre mis antepasados se encuentran un general y un obispo. Sería pedir peras al olmo pedirle a tu padre distinción, chic, savoir faire, confort. No pertenecerá jamás a la élite...
Procopio: ¿Quieres traerme el diccionario, Amparo, para ir traduciendo lo que me dice tu madre?... Es una suerte que me insulte en francés, porque así no me entero inmediatamente...
ESCENA TERCERA
Dichos y Luchito.
Luchito (entrando): ¿Hay dificultades?
Procopio: Sí, hijo mío tu madre...
Robustina: Tu padre era el que...
Luchito: En fin, la paz se ha restablecido. Me alegro.
Procopio: ¿Estabas estudiando?
Luchito: Sí, papá, inglés. Es difícil, pero ya me va gustando.
Procopio: Muy bien. Es un ramo útil. Sobre todo para entenderse con los gringos. Tú sabes que siempre andar como nubes por todas partes
Robustina: ¿Y cómo andan los repasos de geografía?
Luchito: Te diré. De la geografía no me preocupo
mucho, porque se está modificando constantemente.
Consuelo (siguiendo la conversación que ha mantenido con sus hermanas en un grupo aparte, en primer término): ¿Qué será de Carlos?
Amparo: ¿Y de Ernesto?
Esperanza: Es terrible no tener noticias de nuestros novios.
Consuelo: De seguro que irán a Zapallar por vernos.
Amparo: ¿Y al no encontrarnos se pondrán a cortejar a otras?
Esperanza: Por Dios. No quiero figurármelo. (Siguen conversando entre sí, animadamente).
Procopio (a Luchito): Es una vergüenza. Reprobado en tres exámenes. Y en cada uno con tres negras.
Robustina: Si hubiera sido con una solamente, habrías pasado bien.
Luchito: Lo mismo digo yo. Mi ideal habría sido salir con una sola negra... (Aparte). Con una negra picara: la Teresita que me quiere mucho. En fin, echaremos un vistazo a la ciudad. Treparemos al observatorio (Trepa en la escala que está apoyada en el muro.) Caracoles, ¿ Qué es eso? ¿Una humareda en la casa vecina?
Procopio (temeroso): Deja ver (sube a la escala.) ¡Dios mío, lo que faltaba: un incendio! Habrá que ir poniendo en salvo los muebles.
Consuelo: ¡Ay, Dios mío!
Esperanza: Ampáranos, Virgen de los afligidos.
Luchito: ¡Qué situación más ridícula!
Procopio (a Luchito): Corre, Grita. Llama a los bomberos.
Robustina: No... No.
Todos: ¿Eh?
Procopio: Pero mujer, ¿qué pretendes?
Robustina: Nada, que no podemos salir. (Imperiosamente) ... Que no sale nadie.
Procopio: Pero ¿estás loca, mujer?
Robustina: Nosotros no estamos aquí. Estamos en Zapallar, ¿entiendes? Si la casa se quema, nos quemaremos en ella.
Procopio: No me agrada la perspectiva...
Amparo: Pero, ¿qué hacemos?
Consuelo: Hay que pensar algo.
Esperanza: Yo me siento mal.
Luchito: Yo protesto.
Robustina: ¡Chits! Ni una palabra. El ridículo sería espantoso. A ver Luchito, sube al observatorio y ve si cunde el incendio.
Luchito: No, el humo disminuye. Parece que el fuego ha sido sofocado por los propios moradores.
Consuelo: ¡Gracias, Dios mío!
Procopio: Respiro.
Amparo: San Antonio Bendito ha hecho un milagro.
Esperanza: No. Ha sido San Expedito, santo que hace las cosas ligerito.
Amparo: Yo le hice una manda.
Esperanza: Y yo también.
Amparo: Yo un paquete de velas para su altar.
Esperanza: Y yo otro.
Amparo: Bueno, papito. Danos la plata para comprar las velas.
Procopio: Pero entonces, ¿qué gracia tiene que ustedes hagan la manda?
Amparo: Es que nosotros ponemos la intención, pero tú pones la plata.
Procopio: Lo de siempre: yo soy el eterno pagador. Bueno, niñas. Ya se está oscureciendo y es conveniente que os dediquéis a hacer vuestras labores. (Se van Amparo, Consuelo y Esperanza.) (A Luchito): Tú, estudiante reprobado, a repasar tus libros. A ver cómo sales en marzo. (Se va Luchito) (A su mujer): Tú querida Robustina, a zurcirme los calcetines. En estos tiempos no se pueden comprar nuevos. Y yo, me largo a la calle.
Robustina: ¿Eh?
Procopio: Claro mujer. A comprar provisiones para el día de mañana.
Robustina: De veras, me olvidaba. Bueno. Puedes salir pero vuelves luego.
Procopio: ¡Ah, claro! Anda, tráeme el, sombrero y el sobretodo. (Se va Robustina.)
ESCENA CUARTA
Procopio solo. Luego, Robustina.
Procopio (solo): Al fin. Voy a respirar aire, a estar un rato en libertad, lejos de la férula de esta reina del hogar. Compraré las provisiones de costumbre, las dejaré encargadas donde un amigo de confianza en casa de Jerez, en seguida iré a echar una modesta cana al aire y a beber unas copitas con unos buenos amigos que están veraneando como yo. Este Jerez es muy diablo. Anoche me facilitó para los efectos de esta aventura una barba postiza, con la cual podré andar tranquilo, sin que nadie me reconozca. (La saca del bolsillo y la examina.) Por cierto que no le he dicho ni una palabra a mi mujer de este disfraz. (Hace aspavientos y habla mientras oculta la barba en su bolsillo.)
Robustina (entrando y sorprendiéndolo): ¿Qué es eso?... ¿Que estás hablando solo? ¿Qué significan esos movimientos?
Procopio: Problemas, hija mía. Problemas...
Robustina: ¡Ah!
Procopio: (después de ponerse el sobretodo y el sombrero): Bueno, mujer. Hasta luego.
Robustina: No tardes ¿eh?... Y mucha discreción.
Procopio: Pierde cuidado. Hasta luego, esposa mía.
Robustina: Válgame Dios Lo que cuesta mantener el prestigio de nuestra posición social.
ESCENA QUINTA
Robustina y Amparo.
Amparo: (entrando): ¿Y papá?
Robustina: Salió ya, hija mía.
Amparo: ¡Qué contrariedad! Yo tenía que hacerle unos encargos y...
Robustina: Los dejas para mañana, entonces. No hay más remedio.
Amparo: ¡Qué rabia me da no poder salir a la calle, pasar al correo, ver si hay cartas!
Robustina: ¿Carta de quién?
Amparo: De las amigas, naturalmente. (Aparte.) Y si hay alguna del novio, tanto mejor. ¿Qué será
de Ernesto?
Robustina: ¿Cómo Ernesto? ¿No es tu novio Agamenón7
Amparo: No es; era.
Robustina: ¿Cómo así? Explícate, porque yo francamente no me doy cuenta de estos cambios tan repentinos. Por lo demás eres poco expansiva con tu madre. ¿Quién es ese Ernesto?... ¿Dónde lo conociste?
Amparo: En casa de los Gómez. Tu sabes que todos los martes tienen su¿ reuniones, /"ues... en una de ellas fui presentada a él. Simpatizamos en e! acto.,. Es un mozo muy guapo, viste muy bien, está empleado en un ministerio. En fin, es un excelente partido. Yo no he ; querido decirte nada, porque no tenía seguridad de sus intenciones, ni si todo iba a reducirse a simples conversaciones, pero parece que Ernesto piensa seriamente.
Robustina: Me alegro mucho, hija mía,, Pero Agamenón. ¿Qué irá a decir Agamenón?
Amparo: Nada, ¿Qué puede decir? No me gusta ese hombre. No tiene dónde caerse muerto. Es muy antipático. Y luego el nombre que lleva, tan largo y tan. feo: A-ga-me-nón. Há-game el favor mamá, de no hablarme más de él.
Robustina: Pero de todos modo, habría que darle alguna explicación.
Amparo: Ninguna, mamá. Porque has de saber también que a tu candidato Agamenón se le ha visto cortejando a la Rosa del Campo, a la Violeta del Valle, a la Hensia de los Ríos, a la Margarita Montes, a la...
Robustina (interrumpiéndola): Basta, hija mía. Se ve que ese individuo no es un hombre: es un picaflor. Es un pájaro de cuentas. Has hecho bien en darle calabazas.
ESCENA SEXTA
Dichos, Consuelo y Esperanza.
Consuelo (entrando): No, si quien las ha dado ha sido él.
Robustina: ¿Cómo es eso? ¿Estabas escuchando? Eso es muy feo.
Esperanza (a Consuelo): Faltas a la verdad. He sido yo la que lo ha despedido. No soy como tú, que desesperas porque no encuentras un novio a tu gusto. A mí me sobran.
Consuelo (irónicamente): Las ganas.
Robustina: Pero, qué barbaridad. Parece que los sentimientos fraternales desaparecen al tratarse de estos asuntos.
Esperanza: Es que son muy delicados.
Amparo: Bueno. Basta. Será como ustedes quieran, pero es el hecho que yo seré la primera en contraer nupcias. Porque lo que eres tú (refiriéndose a Consuelo) no te fíes de tu cadetito.
Consuelo: ¿Te da envidia?
Amparo: Lástima. Porque suponiendo que te fuera bien hasta la terminación de sus estudios, -lo que sería un milagro-, cuando ingresara al ejército habría que pedir permiso para que se pudiera casar contigo. Son muchos trámites. Hay que gustarle a los padres, a los hermanos, a los tíos, a todos los parientes, y todavía hay que gustarle al gobierno. Es terrible.
Robustina: Podías aprender de vuestra hermana menor. Tiene más sentido práctico
Esperanza: Sí, mamá. Yo no deseo jóvenes arrogantes, guapos, o con vistosos uniformes. Prefiero un señor de edad.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: ¡Qué atrocidad!
Esperanza: Un señor de edad pero con dinero, que me dé lujo, que me dé gusto en todos mis deseos, que me compre joyas, trajes y auto. No desespero encontrarlo.
Amparo: ¿Pero no te atrae el amor, la juventud, la simpatía que emanan de las miradas cariñosas, la emoción que experimentamos al ver de improviso al ser amado?
Esperanza: Sí. Todo eso es muy lindo, muy encantador, muy poético. Pero no se encuentra fácilmente y, sobre todo, a nuestro alcance. Un novio que sea al mismo tiempo joven rico e inteligente, y en la imposibilidad de encontrar las cosas al gusto de una, opto por lo práctico, por un señor de edad que tenga dinero.
Consuelo: Lo que desea ésta (señalando a Esperanza) es quedar viuda, joven y con plata. Un partido ventajoso, como dicen los hombres.
Robustina: Bueno. Basta de charlas, y a descansar. Está un poco fría la noche, y no conviene estar al sereno. Fácilmente se puede coger un resfrío.
Consuelo: Está bien mamá, Nos vamos (se van todas a sus habitaciones.)
ESCENA SÉPTIMA
Luchito solo. Saliendo en puntillas de su habitación y con el sombrero en la mano, en actitud de salir.
Luchito: Nadie. No hay nadie afortunadamente. Lo que es yo,, me escurro con todo sigilo. Estoy harto de inglés, de matemáticas y de geografía.. (Se va sin hacer ruido.)
ESCENA OCTAVA
Amparo sola, entrando pensativa.
Amparo: ¿Qué será de Ernesto? La última vez que lo vi, fue a la salida de misa... (Se oye ruido en el patio de una de las casas vecinas.) (Alarmada): ¿Quién podrá ser si no hay nadie allí ahora? ¿Habrá entrado algún ladrón?...
ESCENA NOVENA
Amparo y Ernesto.
Ernesto: (asomando arriba del tejado, por la casa vecina): Soy yo, Ernesto.
Amparo: Cielos ¡qué placer! ¿Tú aquí?... Pero ¿a qué se debe esta sorpresa? ¡Qué vergüenza me da al mismo tiempo!
Amor mío, "a Zapallar me dijiste que te ibas", y a Zapallar fui. No estabas. Entonces dije; "Estará en otro Zapallar... y, efectivamente, aquí te veo.
Ernesto: Pero, ¿cómo...como has sabido?
Ernesto: Por una casualidad. Verás. Rondaba frente a tu casa, imaginándome verte en los balcones, fresca como una rosa y encantadora como siempre, cuando con gran asombro mío veo salir sigilosamente a tu hermano Luis; ¡tate! me dije. Aquí hay gato encerrado. Y como tocó la coincidencia que la casa vecina estaba desocupada, aquí me tienes.
Amparo: Bueno, Ernesto; pero no vaya a verte alguien en esa postura, con lo cual nos comprometerías. Voy a abrirte la puerta de calle y conversaremos unos pocos minutos con más tranquilidad.
Ernesto: (asustado). ¡Ay!
Amparo: ¿Qué es eso?
Ernesto: Que me parece que tiembla...
Amparo: De veras. Por Dios, bájate.
Ernesto: Hasta luego. (Ernesto desaparece tras el tejado).
ESCENA DÉCIMA
Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.
Consuelo: (entrando): Mamá ... mamá. Está temblando...
Esperanza: ¡Dios mío, qué susto!
Consuelo: Amparo...
Esperanza: Lucho...
Consuelo: Salgamos a la calle.
Robustina: No. A la calle, no, Por nada del mundo.
Consuelo: Yo me siento mal.
Esperanza: Las piernas no me sostienen.
Amparo: Y parece que sigue todavía.
Consuelo: Con seguridad que va a venir otro remezón Nunca viene uno soío.
Fsperanza: Siempre me acuerdo del terremoto de...
Consuelo (asustadísima): ¿No lo decía? :O¡:ía w:; Y con i.m ruido iníemai.
Amparo: Corramos a 1a, calle.
Consuelo: Salgamos, si. (Llamando.) Lucho,.. Lucho.
Esperanza: Parece que no está. ¿Habrá salido?
Robustina (imperativa): Bajad la voz, y estaos quietas. Aprended de vuestra madre... (Aparte), que tampoco las tiene todas consigo. ¿No veis? Ya pasó (pequeña pausa.) ¡Ea! A recogeros, niñas, que ya es hora de entregarse al reposo. En cuanto a ese insubordinado de Lucho, mañana arreglaremos cuentas.
Consuelo: Cualquiera duerme tranquila.
Esperanza: Esta vida es insufrible.
Robustina: Basta de rezongos.
Consuelo: Cualquiera encuentra marido con esta situación.
Esperanza: Nadie quiere casarse.
Robustina: Paciencia, hijas mías.
Consuelo: Buenas noches, mamacita.
Esperanza: Que reposes bien.
Robustina: Lo mismo digo, hijitas. Hasta mañana. (Se van primero Consuelo, Amparo y Esperanza por distintas puertas; luego, Robustina.)
ESCENA UNDÉCIMA
Amparo, sola.
Amparo: (Saliendo de su cuarto y entrando a escena de puntillas.): El pobre Ernesto debe estar esperándome. Voy a abrirle la puerta y charlaremos un momento. En seguida vuelvo.
ESCENA DUODÉCIMA
Amparo y Ernesto.
Amparo: Chits. Calladito. Que nadie se entere.
Ernesto Nadie, alma de mi alma... (le declara cómicamente su amor).
Amparo: ¿Y cuentas ya con algo para nuestra boda?...
Ernesto: Cuento con la muerte de mi tío y padrino Sebastián, que, como no tiene familia y me profesa un cariño entrañable, me instituirá su único heredero.
Amparo: ¿Y tendremos que esperar que fallezca para ver realizados nuestros ideales?...¡Qué triste y fúnebre es eso!
Ernesto: La vida es así (filosóficamente). "De la muerte nace la vida, en una constante renovación..." que sería largo explicarte... porque los minutos son preciosos. ¿Me quieres mucho, verdad?
Amparo: ¿Y me lo preguntas, ingrato? Te amo locamente. Pienso en ti a todas horas. Sueño contigo casi todas las noches.
Ernesto: ¿Qué sueñas? Dime.
Amparo: Sueño que yo estoy toda vestida de blanco, tú de frac, correctísimo, y frente a nosotros... el sacerdote bendiciéndonos. Cincuenta automóviles lo menos, esperando afuera en la calle la salida de la concurrencia.
Ernesto: Yo sueño lo mismo, pero en una parroquia humilde. (Aparte) Así se gasta menos.
Amparo: ¡Qué ocurrencia! Y ¿el qué dirán?
Robustina (adentro): Auxilio... Amparo ... Consuelo... Esperanza.
Amparo: Virgen santa. ¿Qué ocurrirá?... Escóndete aquí. En seguida saldrás. Yo te avisaré. ¿Qué pasará?... (Ernesto se oculta entre las plantas). ¡Ay, qué susto!
ESCENA DECIMOTERCERA
Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.
Consuelo (entrando): ¿Qué ocurre?
Esperanza (entrando): ¿Qué pasa?
Robustina (entrando rápidamente, con bata y gorro de dormir, presa de un verdadero pánico): Hijas mías... algo terrible. No puedo hablar.
Amparo: Pero ¿qué sucede? Explícate, por favor.
Robustina (con palabras entrecortadas): Sucede que hay ladrones... hay ladrones en la casa.
Consuelo: ¡Dios mío!
Esperanza (asustadísima): Huyamos.
Robustina (prosiguiendo su relato): Un bandido... barbudo y siniestro... quiso introducirse en mi dormitorio.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: Y ¿dónde está?
Robustina (desfallecida): No lo sé, hijas mías. No he tenido fuerzas sino para salir afuera para llamaros.
Esperanza: Llamemos a la policía.
Robustina (sobreponiéndose a su propia turbación): No. Eso no. Sería para que el ridículo cayera sobre nosotras. Ustedes saben que no estamos aquí. ¿Entienden? Estamos en Zapallar, de manera que si nos roban, debemos dejarnos robar.
Amparo: Pero, mamá...
Consuelo: Debemos hacer algo.
Robustina: Si hubiera un hombre a quien acudir...
ESCENA DECIMOCUARTA
Dichos y Ernesto.
Ernesto (presentándose bruscamente, al oír las últimas palabras): A svis órdenes, señora.
Consuelo: ¡Uy!, el ladrón... (corre desesperada.). Esperanza, huyamos.
(Consuelo y Esperanza se van, dando gritos. Doña Robustina cae desmayada en un sillón. Ernesto no halla qué hacer, Amparo está toda confundida).
Ernesto: Pero, Amparo mía ¿qué ocurre?
Amparo (sobresaltada): Ocurre que... hay ladrones en casa, y no hallamos cómo expulsarlos. Estamos solas. Toca la casualidad que Lucho y papá salieron. ¿Qué hacer?
Ernesto: Ante todo, serenidad ... calma, yo lo prenderé.
Amparo: Gracias, Ernesto mío. Gracias.
Robustina: (volviendo en sí). ¿Se fue el ladrón ya?
Ernesto (respetuosamente): Señora
Robustina (cayendo nuevamente en el sillón): Por favor, no me mate usted.
Ernesto: No, señora. Si no pienso en matarla, usted esta equivocada. Yo soy Ernesto, que amo a su hija Amparo, y he venido aquí a salvar a usted y a los suyos de la audacia de los bandoleros.
Robustina: ¿Es verdad, hija miar1
Amparo: Sí, mamacita. Es mi novio.
Robustina: ¡Oh, caballero! ¿Cómo le podremos pagar este favor? Busque usted al ladrón y échelo fuera... sin que se entere la policía, sin que se entere nadie.
Ernesto: Bien, señora. Acato sus órdenes. Voy a proceder a registro de las habitaciones. Mientras tanto, ocúltese usted con Amparo y no salga hasta que yo la llame.
Robustina: Bueno. (Aparte.) Estoy más muerta que viva. (Se van Amparo y Robustina.)
ESCENA DECIMOQUINTA
Ernesto, solo.
Ernesto: Lo malo es que no traigo arma alguna. (Se registra los bolsillos.) ¿Y si el bandido lleva puñal?... (Pausa) ¡Ea!... ánimo... resolución. (Dirigiéndose a una puerta y retrocediendo.) Pero no, no me atrevo... ¡Qué falta me hace mi revólver! Hay que tener presente que está empeñado... mi amor propio, mi honor de caballero. Debo, pues, afrontar la situación. ¿Qué hacer? La verdad es que yo, al salir de casa, no me figuré el lío en que iba a meterse. Pero, por ella,, estoy dispuesto a iodo. Moriré por ella corrió un paladín de los tiempos heroicos. (Transición). El escándale.' que voy a formar si el ladrón pretende atacarme, va a ver para contarlo. La verdad es que tengo miedo de penetrar en las habitaciones. Yo preferiría esperarlo aquí, en el patio. Aquí hay más cancha, más campo para la lucha... y para huir en caso necesario. Pero no. Huir no. ¿Qué diría mi Amparo? Debo mostrarme ante sus ojos como un valiente. Venga, pues, corno revólver improvisado, la llave de mi casa. Con ella apuntaré al bandido, si se atreve a presentarse.
ESCENA DECIMOSEXTA
Ernesto y Amparo.
Amparo:¿Lo encontraste, Ernesto?
Ernesto: No. Todavía no; pero estoy buscándolo. Debe estar escondido ¿sabes? Posiblemente me ha visto y ha dicho para sí; voy a tener que habérmelas con un hombre... "ésta no es conmigo"... Y se ha ocultado.
ESCENA DECIMOSÉPTIMA
Dichos y Robustina.
Robustina (entrando): ¿Encontró usted al bandido ya?
Ernesto: Todavía no, señora, pero estoy buscándolo, debe haberse escondido, posiblemente debajo de las camas, porque no se ha puesto a alcance de mi vista.
Robustina: Búsquelo pronto, señor, para salir de esta situación angustiosa.
Amparo: Sí, Ernesto mío, búscalo, pero no arriesgues tu vida. 'Tú sabes que ella me pertenece.
Ernesto: Voy, amada mía voy (con un gesto heroico.) Empiezo a registrar las habitaciones... (aparte) y empiezo a sentir un temblor de piernas que no puede sostenerme. (Entra por una puerta lateral.)
Amparo: Tranquilízate, mamá, por Dios. Ya ves. Ahora no estamos solas, tenemos quién nos defienda. Y Ernesto es un valiente, no cabe duda.
Robustina: (asustada). Escóndete, hija mía. Escóndete.
Amparo:¿Qué hay?...
Robustina: El bandido... ¿ves?... El bandido... el hombre barbudo (se refiere a Procopio, que entra pensativo a escena, sin verlas),
Amparo: (corriendo a ocultarse con su madre en el costurero): ¡Virgen santa!
ESCENA DECIMOCTAVA
Procopio, solo. Luego, Ernesto.
Procopio (entrando; trae puesta la barba postiza, el cuello del sobretodo levantado, lleno de tierra; en una palabra, está inconocible. Viene bastante bebido.): Yo no sé qué le ha dado a mi mujer por huir de mí. El hecho de que yo haya tomado unas cepitas... no es motivo suficiente para que huya así. La verdad es que bebí mucho. Cosas de Jerez... que me retuvo en su casa más de lo que yo pensaba.
Ernesto: (entrando): ¡Caracoles! Aquí está el ladrón... (Dirigiéndose a Procopio.) ¡Miserable... (Apuntándole con la llave.) Salga usted afuera... o, de lo contrario, hago fuego...
Procopio: Pero, hombre, ¿quién es usted? ¿Por qué está aquí?
Ernesto: Eso es lo que yo le pregunto a usted, so bandolero... Y no se acerque más ... porque disparo...
Procopio: Habráse visto.
Ernesto: Salga de esta casa inmediatamente.
Procopio (aparte): Pero ¿estoy soñando? ¿O me habré equivocado de casa?... Como veo medio turbio. Pero no. Por el Zapallar la reconozco.
Ernesto (aparte): Vacila, tal vez, entre fugarse o atacarme. ¿Irá a sacar sus armas?
Procopio: (bruscamente): Caballero tendrá usted que explicarme cómo se encuentra aquí.
Ernesto: (retrocediendo): No tengo que explicarle nada. Salga usted a la calle
ESCENA DECIMONOVENA
Dichos, Consuelo, Esperanza y un carabinero. Luego, Amparo y Robustina.
Consuelo: (entrando): Por aquí...
Esperanza: (entrando) Pase usted.
Carabinero (entrando): ¿Dónde está el ladrón?
Procopio (señalando a Ernesto): Ahí..
Ernesto (señalando a Procopio): Este es. Carabinero:¿En qué quedamos? ¿A cuál me llevo preso?...
Consuelo (en la duda): Llévese a los dos.
Amparo (entrando): No. Eso no, Carabinero, el ladrón es ese hombre barbudo. ¿Verdad, mamá?
Robustina (que ha entrado con Amparo): Sí, carabinero.
Ese hombre es el que quiso introducirse en mi cuarto.
Procopio: Naturalmente.
Carabinero: ¡Entonces hay circunstancias agravantes: robo nocturno, con premeditación y alevosía.
Procopio: (aparte): ¿Pero es que estoy soñando?... No, la culpa la tiene Jerez que me hizo tomar tanto.
Ernesto: Concluyamos.
Robustina: Sí, sáquelo usted fuera (aparte al carabinero) y déjelo en libertad. No queremos que se
pase parte.
Carabinero (aparte): Este es un lío.
Procopio (a Robustina): Bueno. Dejémonos de bromas y vamos a acostarnos, hijita.
Robustina:¿Otra vez?
Ernesto: Yo lo mato. (Apunta con la llave.)
Amparo (interponiéndose): No. No lo mates. Por favor, Ernesto mío
Procopio: ¡Ah! Con que "Ernesto mío" ¿eh? Muy bien, muy bien.
Robustina (aparte): Esa voz...
Carabinero: Basta de escándalos. Vamonos para la comisaría. (Toma a Procopio de un brazo)
Ernesto: Sí. Eso es.
Procopio: Pero, Robustina, ¿permites que me lleven preso?...
Consuelo (extrañada): Sabe su nombre...
Procopio: No me conoces? Soy tu marido.
Robustina: dudosa: ¿Procopio?,. ¿Pero esa barba?
Procopio: De veras. No me la había quitado. (Se la quita.) Ha sido un olvido. Como tengo la cabeza trastornada.
Robustina: ¿Era postiza?
Procopio (aparte a Robustina): Sí. Me la puse para que no me reconocieran; para guardar el incógnito, por obedecerte-.
Ernesto (aparte): ¿Cómo explicar? (Queda pensativo.)
Procopio (a Robustina): Y luego, hija mía, que la verdad se ha de decir: pasé a tomar unas copi-tas.
Robustina: ¿Y el susto que me has dado?
Procopio: Se pasará. Pasará, como a mí también se me pasará... la borrachera.
Ernesto (aparte a Amparo): ¿Y qué hago yo en esta situación?
Amparo (aparte a Ernesto): Pedirle perdón, naturalmente, y en seguida pedirle mi mano. La ocasión la pintan calva.
Ernesto (aparte para si): No me queda otro recurso. (Arrodillándose.) Perdón, papá.
Procopio: ¿Cómo es eso de "perdón, papá?
Ernesto: Sí, señor. Yo amo a su hija locamente. Yo deseo hacerla mi esposa, ante Dios y ante los hombres, con todos los requisitos legales.
Procopio (indignadísimo): Sinvergüenza. ¿Y me quería asesinar y echarme a la calle? Carabinero, lléveselo preso. (El carabinero intenta llevarse a Ernesto.)
Amparo (interponiéndose): No, eso no. Papacito lindo. Perdónalo. Si no nos perdonas... si no consientes en nuestra unión... moriremos...
Robustina: Perdónalos, Procopio. En lo que solicitan, llevan la penitencia.
Procopio: ¿Pero, usted cuenta con algo?
Ernesto: Sí, señor, cuento con... Bueno, le diré. Yo soy de familia rica y, aparte de esto, estoy ocupado en el ministerio. Luego me van a ascender, tengo personas influyentes que podrán conseguirme un puesto de importancia con una renta apreciable, y nada nos faltará.
Procopio: Vaya vaya... Los perdonaré. ¡Qué hemos de hacerle! (Los abraza)
Carabinero: ¿De manera que no hay ladrones ni hay nada?
Ernesto: Sí, los hay: (por Amparo) esta niña, que me ha robado el corazón.
Procopio: (refiriéndose a Robustina). Y esta mujer que me roba la libertad.
Carabinero: Bueno, dejarse de bromas, que no estoy para pláticas, Yo voy a pasar el parte...
Robustina: No, No. (A Procopio). Pásale algo para que no dé un escándalo. Es preciso que todos ignoren lo que ha ocurrido aquí.
Procopio (al carabinero): Tome, joven... (le pasa dinero) para cigarros, y para un trago si a mano viene.
Carabinero: Se agradece. Buen dar con las cosas que pasan.
Robustina: Bueno. Adiós. Y mucho silencio.
ESCENA VIGÉSIMA
Dichos, menos el carabinero.
Procopio (dirigiéndose a Robustina): Y ahora, hija mía, convendrás conmigo en que así no se puede vivir...
Consuelo: Pasamos en constante zozobra. Esperanza: En perpetua alarma.
Amparo, incendio, temblores, ladrones... Es un martirio estar encerrada. Volvamos a Santiago mamá. Es decir, ya que estamos en él, volvamos "socialmente" por medio de los periódicos. Robustina: Bueno. Ya está. ¡Qué ha de hacérsele! Acepto. (A Consuelo.) Escribe, hija mía. (Consuelo se sienta a la mesa, toma un block se dispone a escribir.) (Dictándole): "Han regresado de Zapallar el eminente abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza."
OBRAS: Una aventura de Manuel Rodríguez, La Epopeya de Iquique,
Doña Paula Jara Quemada.
La escena representa el patio de la casa de don Procopio Rabadilla. En primer término, a ambos lados, puertas que dan acceso a habitaciones interiores. Alegran el patio numerosas matas de zapallo con sus frutos, destacándose visiblemente.
Al levantar el telón, don Procopio está sentado leyendo atentamente el diario, mientras doña Robustina examina unos figurines de modas, junto a una mesita de bambú. Hay varias sillas en amable desorden.
ESCENA PRIMERA
Procopio y Robustina.
Procopio: (leyendo un diario). "Se encuentran veraneando en Zapallar el talentoso abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza. ¡Qué tal el parrafito!
Robustina: Procopio... no me saques de mis casillas. En lugar de agradecerme lo que hago por prestigiar nuestro nombre por asegurar e! porvenir de nuestras hijas... por darte brillo.
Procopio: Sí... ya lo tengo en la tela de mis trajes.
Robustina: Intentas burlarte de mí... Procopio vulgar, hombre inútil.
Procopio: Mujer, no me insultes, si no quieres que...
Robustina: Infame. Abogado sin trabajo.
Procopio: (sin hacerle caso.) Veraneando en Zapallar... Afortunadamente no mentimos, porque este último patio de la casa ostenta unas hermosas matas de esa sabrosa legumbre.
Robustina: Claro. Muy justo. Muy natural. ¿Qué habrían dicho las amistades si hubieran sabido que nos quedábamos en Santiago?
Procopio: Eres insoportable mujer, con tus pretensiones ridículas. Tan bien que estaría yo a estas horas, dándome un paseo por las piscinas.
Robustina: Atisbando a las lolas... a las bañistas. Si te conozco, Procopio. Si sé que eres un eterno enamorado.
Procopio: Exageras, mujer. Lo que hay es que soy aficionado a la geometría, y a estudiar en el terreno las rectas, las curvas, los catetos y las hipotenusas...
Robustina: Pues, si quieres estudiar matemática, no tienes más que encerrarte en tu cuarto.
Procopio: ¡Ay, la suspirada libertad! Y se dice que las mujeres no mandan. Yo no sé qué mas pretenden las señoras con sus teorías feministas
Robustina: Nosotras somos las mártires del deber
Procopio: Y nosotros los mártires para pagar las cuentas de la modista, de! lechero v de todo..
i Ah!, esta vida es horrible, desesperante. (En alta voz y paseándose a grandes pasos). ¡Cómo encontrar consuelo, cómo hallar una esperanza, en dónde buscar amparo a esta crítica situación...!
ESCENA SEGUNDA
Dichos, Amparo, Consuelo y Esperanza.
Amparo (entrando): ¿Nos llamabas papá?
Consuelo (entrando): Aquí estamos
Esperanza (entrando): ¿ Qué deseas?
Procopio (primero extrañado, y recordando después): -Ah, de veras. Me olvidaba, hijas mías, que os llamáis Amparo, Consuelo y Esperanza, aunque precisamente sois lo contrario de esos dulces nombres.
Amparo: ¿De qué conversabais?
Robustina: ¿De qué ha de ser, hijas mías? De nuestra situación, de que tu padre no cesa de protestar por el encierro voluntario a que nos hemos sometido para guardar las apariencias.
Consuelo: Es una situación atroz.
Esperanza: Horrible.
Consuelo (a don Procopio): ¿Cómo no lograste papá, juntar dinero para salir a las playas?
Procopio: Porque los juicios son pocos. Ya la gente no litiga como antes, Ya se está convenciendo de la verdad de que "más vale un mal arreglo que un buen pleito". Y porque finalmente todo os lo habéis gastado vosotras en trajes, zapatos, bailes, etc.
Amparo (escandalizada): ¿Has oído, mamá?
Robustina: No le hagas caso. Por él ojalá salierais vosotras con trajes de percal, o sin trajes. Vuestro padre no sabe de lujo, ni de distinción (despreciativamente). Desciende de la familia de los Rabadilla; mientras que yo soy noble y de antigua estirpe... (con mucha dignidad y orgullo). Soy de los Ja-ra-mi-llos... Entre mis antepasados se encuentran un general y un obispo. Sería pedir peras al olmo pedirle a tu padre distinción, chic, savoir faire, confort. No pertenecerá jamás a la élite...
Procopio: ¿Quieres traerme el diccionario, Amparo, para ir traduciendo lo que me dice tu madre?... Es una suerte que me insulte en francés, porque así no me entero inmediatamente...
ESCENA TERCERA
Dichos y Luchito.
Luchito (entrando): ¿Hay dificultades?
Procopio: Sí, hijo mío tu madre...
Robustina: Tu padre era el que...
Luchito: En fin, la paz se ha restablecido. Me alegro.
Procopio: ¿Estabas estudiando?
Luchito: Sí, papá, inglés. Es difícil, pero ya me va gustando.
Procopio: Muy bien. Es un ramo útil. Sobre todo para entenderse con los gringos. Tú sabes que siempre andar como nubes por todas partes
Robustina: ¿Y cómo andan los repasos de geografía?
Luchito: Te diré. De la geografía no me preocupo
mucho, porque se está modificando constantemente.
Consuelo (siguiendo la conversación que ha mantenido con sus hermanas en un grupo aparte, en primer término): ¿Qué será de Carlos?
Amparo: ¿Y de Ernesto?
Esperanza: Es terrible no tener noticias de nuestros novios.
Consuelo: De seguro que irán a Zapallar por vernos.
Amparo: ¿Y al no encontrarnos se pondrán a cortejar a otras?
Esperanza: Por Dios. No quiero figurármelo. (Siguen conversando entre sí, animadamente).
Procopio (a Luchito): Es una vergüenza. Reprobado en tres exámenes. Y en cada uno con tres negras.
Robustina: Si hubiera sido con una solamente, habrías pasado bien.
Luchito: Lo mismo digo yo. Mi ideal habría sido salir con una sola negra... (Aparte). Con una negra picara: la Teresita que me quiere mucho. En fin, echaremos un vistazo a la ciudad. Treparemos al observatorio (Trepa en la escala que está apoyada en el muro.) Caracoles, ¿ Qué es eso? ¿Una humareda en la casa vecina?
Procopio (temeroso): Deja ver (sube a la escala.) ¡Dios mío, lo que faltaba: un incendio! Habrá que ir poniendo en salvo los muebles.
Consuelo: ¡Ay, Dios mío!
Esperanza: Ampáranos, Virgen de los afligidos.
Luchito: ¡Qué situación más ridícula!
Procopio (a Luchito): Corre, Grita. Llama a los bomberos.
Robustina: No... No.
Todos: ¿Eh?
Procopio: Pero mujer, ¿qué pretendes?
Robustina: Nada, que no podemos salir. (Imperiosamente) ... Que no sale nadie.
Procopio: Pero ¿estás loca, mujer?
Robustina: Nosotros no estamos aquí. Estamos en Zapallar, ¿entiendes? Si la casa se quema, nos quemaremos en ella.
Procopio: No me agrada la perspectiva...
Amparo: Pero, ¿qué hacemos?
Consuelo: Hay que pensar algo.
Esperanza: Yo me siento mal.
Luchito: Yo protesto.
Robustina: ¡Chits! Ni una palabra. El ridículo sería espantoso. A ver Luchito, sube al observatorio y ve si cunde el incendio.
Luchito: No, el humo disminuye. Parece que el fuego ha sido sofocado por los propios moradores.
Consuelo: ¡Gracias, Dios mío!
Procopio: Respiro.
Amparo: San Antonio Bendito ha hecho un milagro.
Esperanza: No. Ha sido San Expedito, santo que hace las cosas ligerito.
Amparo: Yo le hice una manda.
Esperanza: Y yo también.
Amparo: Yo un paquete de velas para su altar.
Esperanza: Y yo otro.
Amparo: Bueno, papito. Danos la plata para comprar las velas.
Procopio: Pero entonces, ¿qué gracia tiene que ustedes hagan la manda?
Amparo: Es que nosotros ponemos la intención, pero tú pones la plata.
Procopio: Lo de siempre: yo soy el eterno pagador. Bueno, niñas. Ya se está oscureciendo y es conveniente que os dediquéis a hacer vuestras labores. (Se van Amparo, Consuelo y Esperanza.) (A Luchito): Tú, estudiante reprobado, a repasar tus libros. A ver cómo sales en marzo. (Se va Luchito) (A su mujer): Tú querida Robustina, a zurcirme los calcetines. En estos tiempos no se pueden comprar nuevos. Y yo, me largo a la calle.
Robustina: ¿Eh?
Procopio: Claro mujer. A comprar provisiones para el día de mañana.
Robustina: De veras, me olvidaba. Bueno. Puedes salir pero vuelves luego.
Procopio: ¡Ah, claro! Anda, tráeme el, sombrero y el sobretodo. (Se va Robustina.)
ESCENA CUARTA
Procopio solo. Luego, Robustina.
Procopio (solo): Al fin. Voy a respirar aire, a estar un rato en libertad, lejos de la férula de esta reina del hogar. Compraré las provisiones de costumbre, las dejaré encargadas donde un amigo de confianza en casa de Jerez, en seguida iré a echar una modesta cana al aire y a beber unas copitas con unos buenos amigos que están veraneando como yo. Este Jerez es muy diablo. Anoche me facilitó para los efectos de esta aventura una barba postiza, con la cual podré andar tranquilo, sin que nadie me reconozca. (La saca del bolsillo y la examina.) Por cierto que no le he dicho ni una palabra a mi mujer de este disfraz. (Hace aspavientos y habla mientras oculta la barba en su bolsillo.)
Robustina (entrando y sorprendiéndolo): ¿Qué es eso?... ¿Que estás hablando solo? ¿Qué significan esos movimientos?
Procopio: Problemas, hija mía. Problemas...
Robustina: ¡Ah!
Procopio: (después de ponerse el sobretodo y el sombrero): Bueno, mujer. Hasta luego.
Robustina: No tardes ¿eh?... Y mucha discreción.
Procopio: Pierde cuidado. Hasta luego, esposa mía.
Robustina: Válgame Dios Lo que cuesta mantener el prestigio de nuestra posición social.
ESCENA QUINTA
Robustina y Amparo.
Amparo: (entrando): ¿Y papá?
Robustina: Salió ya, hija mía.
Amparo: ¡Qué contrariedad! Yo tenía que hacerle unos encargos y...
Robustina: Los dejas para mañana, entonces. No hay más remedio.
Amparo: ¡Qué rabia me da no poder salir a la calle, pasar al correo, ver si hay cartas!
Robustina: ¿Carta de quién?
Amparo: De las amigas, naturalmente. (Aparte.) Y si hay alguna del novio, tanto mejor. ¿Qué será
de Ernesto?
Robustina: ¿Cómo Ernesto? ¿No es tu novio Agamenón7
Amparo: No es; era.
Robustina: ¿Cómo así? Explícate, porque yo francamente no me doy cuenta de estos cambios tan repentinos. Por lo demás eres poco expansiva con tu madre. ¿Quién es ese Ernesto?... ¿Dónde lo conociste?
Amparo: En casa de los Gómez. Tu sabes que todos los martes tienen su¿ reuniones, /"ues... en una de ellas fui presentada a él. Simpatizamos en e! acto.,. Es un mozo muy guapo, viste muy bien, está empleado en un ministerio. En fin, es un excelente partido. Yo no he ; querido decirte nada, porque no tenía seguridad de sus intenciones, ni si todo iba a reducirse a simples conversaciones, pero parece que Ernesto piensa seriamente.
Robustina: Me alegro mucho, hija mía,, Pero Agamenón. ¿Qué irá a decir Agamenón?
Amparo: Nada, ¿Qué puede decir? No me gusta ese hombre. No tiene dónde caerse muerto. Es muy antipático. Y luego el nombre que lleva, tan largo y tan. feo: A-ga-me-nón. Há-game el favor mamá, de no hablarme más de él.
Robustina: Pero de todos modo, habría que darle alguna explicación.
Amparo: Ninguna, mamá. Porque has de saber también que a tu candidato Agamenón se le ha visto cortejando a la Rosa del Campo, a la Violeta del Valle, a la Hensia de los Ríos, a la Margarita Montes, a la...
Robustina (interrumpiéndola): Basta, hija mía. Se ve que ese individuo no es un hombre: es un picaflor. Es un pájaro de cuentas. Has hecho bien en darle calabazas.
ESCENA SEXTA
Dichos, Consuelo y Esperanza.
Consuelo (entrando): No, si quien las ha dado ha sido él.
Robustina: ¿Cómo es eso? ¿Estabas escuchando? Eso es muy feo.
Esperanza (a Consuelo): Faltas a la verdad. He sido yo la que lo ha despedido. No soy como tú, que desesperas porque no encuentras un novio a tu gusto. A mí me sobran.
Consuelo (irónicamente): Las ganas.
Robustina: Pero, qué barbaridad. Parece que los sentimientos fraternales desaparecen al tratarse de estos asuntos.
Esperanza: Es que son muy delicados.
Amparo: Bueno. Basta. Será como ustedes quieran, pero es el hecho que yo seré la primera en contraer nupcias. Porque lo que eres tú (refiriéndose a Consuelo) no te fíes de tu cadetito.
Consuelo: ¿Te da envidia?
Amparo: Lástima. Porque suponiendo que te fuera bien hasta la terminación de sus estudios, -lo que sería un milagro-, cuando ingresara al ejército habría que pedir permiso para que se pudiera casar contigo. Son muchos trámites. Hay que gustarle a los padres, a los hermanos, a los tíos, a todos los parientes, y todavía hay que gustarle al gobierno. Es terrible.
Robustina: Podías aprender de vuestra hermana menor. Tiene más sentido práctico
Esperanza: Sí, mamá. Yo no deseo jóvenes arrogantes, guapos, o con vistosos uniformes. Prefiero un señor de edad.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: ¡Qué atrocidad!
Esperanza: Un señor de edad pero con dinero, que me dé lujo, que me dé gusto en todos mis deseos, que me compre joyas, trajes y auto. No desespero encontrarlo.
Amparo: ¿Pero no te atrae el amor, la juventud, la simpatía que emanan de las miradas cariñosas, la emoción que experimentamos al ver de improviso al ser amado?
Esperanza: Sí. Todo eso es muy lindo, muy encantador, muy poético. Pero no se encuentra fácilmente y, sobre todo, a nuestro alcance. Un novio que sea al mismo tiempo joven rico e inteligente, y en la imposibilidad de encontrar las cosas al gusto de una, opto por lo práctico, por un señor de edad que tenga dinero.
Consuelo: Lo que desea ésta (señalando a Esperanza) es quedar viuda, joven y con plata. Un partido ventajoso, como dicen los hombres.
Robustina: Bueno. Basta de charlas, y a descansar. Está un poco fría la noche, y no conviene estar al sereno. Fácilmente se puede coger un resfrío.
Consuelo: Está bien mamá, Nos vamos (se van todas a sus habitaciones.)
ESCENA SÉPTIMA
Luchito solo. Saliendo en puntillas de su habitación y con el sombrero en la mano, en actitud de salir.
Luchito: Nadie. No hay nadie afortunadamente. Lo que es yo,, me escurro con todo sigilo. Estoy harto de inglés, de matemáticas y de geografía.. (Se va sin hacer ruido.)
ESCENA OCTAVA
Amparo sola, entrando pensativa.
Amparo: ¿Qué será de Ernesto? La última vez que lo vi, fue a la salida de misa... (Se oye ruido en el patio de una de las casas vecinas.) (Alarmada): ¿Quién podrá ser si no hay nadie allí ahora? ¿Habrá entrado algún ladrón?...
ESCENA NOVENA
Amparo y Ernesto.
Ernesto: (asomando arriba del tejado, por la casa vecina): Soy yo, Ernesto.
Amparo: Cielos ¡qué placer! ¿Tú aquí?... Pero ¿a qué se debe esta sorpresa? ¡Qué vergüenza me da al mismo tiempo!
Amor mío, "a Zapallar me dijiste que te ibas", y a Zapallar fui. No estabas. Entonces dije; "Estará en otro Zapallar... y, efectivamente, aquí te veo.
Ernesto: Pero, ¿cómo...como has sabido?
Ernesto: Por una casualidad. Verás. Rondaba frente a tu casa, imaginándome verte en los balcones, fresca como una rosa y encantadora como siempre, cuando con gran asombro mío veo salir sigilosamente a tu hermano Luis; ¡tate! me dije. Aquí hay gato encerrado. Y como tocó la coincidencia que la casa vecina estaba desocupada, aquí me tienes.
Amparo: Bueno, Ernesto; pero no vaya a verte alguien en esa postura, con lo cual nos comprometerías. Voy a abrirte la puerta de calle y conversaremos unos pocos minutos con más tranquilidad.
Ernesto: (asustado). ¡Ay!
Amparo: ¿Qué es eso?
Ernesto: Que me parece que tiembla...
Amparo: De veras. Por Dios, bájate.
Ernesto: Hasta luego. (Ernesto desaparece tras el tejado).
ESCENA DÉCIMA
Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.
Consuelo: (entrando): Mamá ... mamá. Está temblando...
Esperanza: ¡Dios mío, qué susto!
Consuelo: Amparo...
Esperanza: Lucho...
Consuelo: Salgamos a la calle.
Robustina: No. A la calle, no, Por nada del mundo.
Consuelo: Yo me siento mal.
Esperanza: Las piernas no me sostienen.
Amparo: Y parece que sigue todavía.
Consuelo: Con seguridad que va a venir otro remezón Nunca viene uno soío.
Fsperanza: Siempre me acuerdo del terremoto de...
Consuelo (asustadísima): ¿No lo decía? :O¡:ía w:; Y con i.m ruido iníemai.
Amparo: Corramos a 1a, calle.
Consuelo: Salgamos, si. (Llamando.) Lucho,.. Lucho.
Esperanza: Parece que no está. ¿Habrá salido?
Robustina (imperativa): Bajad la voz, y estaos quietas. Aprended de vuestra madre... (Aparte), que tampoco las tiene todas consigo. ¿No veis? Ya pasó (pequeña pausa.) ¡Ea! A recogeros, niñas, que ya es hora de entregarse al reposo. En cuanto a ese insubordinado de Lucho, mañana arreglaremos cuentas.
Consuelo: Cualquiera duerme tranquila.
Esperanza: Esta vida es insufrible.
Robustina: Basta de rezongos.
Consuelo: Cualquiera encuentra marido con esta situación.
Esperanza: Nadie quiere casarse.
Robustina: Paciencia, hijas mías.
Consuelo: Buenas noches, mamacita.
Esperanza: Que reposes bien.
Robustina: Lo mismo digo, hijitas. Hasta mañana. (Se van primero Consuelo, Amparo y Esperanza por distintas puertas; luego, Robustina.)
ESCENA UNDÉCIMA
Amparo, sola.
Amparo: (Saliendo de su cuarto y entrando a escena de puntillas.): El pobre Ernesto debe estar esperándome. Voy a abrirle la puerta y charlaremos un momento. En seguida vuelvo.
ESCENA DUODÉCIMA
Amparo y Ernesto.
Amparo: Chits. Calladito. Que nadie se entere.
Ernesto Nadie, alma de mi alma... (le declara cómicamente su amor).
Amparo: ¿Y cuentas ya con algo para nuestra boda?...
Ernesto: Cuento con la muerte de mi tío y padrino Sebastián, que, como no tiene familia y me profesa un cariño entrañable, me instituirá su único heredero.
Amparo: ¿Y tendremos que esperar que fallezca para ver realizados nuestros ideales?...¡Qué triste y fúnebre es eso!
Ernesto: La vida es así (filosóficamente). "De la muerte nace la vida, en una constante renovación..." que sería largo explicarte... porque los minutos son preciosos. ¿Me quieres mucho, verdad?
Amparo: ¿Y me lo preguntas, ingrato? Te amo locamente. Pienso en ti a todas horas. Sueño contigo casi todas las noches.
Ernesto: ¿Qué sueñas? Dime.
Amparo: Sueño que yo estoy toda vestida de blanco, tú de frac, correctísimo, y frente a nosotros... el sacerdote bendiciéndonos. Cincuenta automóviles lo menos, esperando afuera en la calle la salida de la concurrencia.
Ernesto: Yo sueño lo mismo, pero en una parroquia humilde. (Aparte) Así se gasta menos.
Amparo: ¡Qué ocurrencia! Y ¿el qué dirán?
Robustina (adentro): Auxilio... Amparo ... Consuelo... Esperanza.
Amparo: Virgen santa. ¿Qué ocurrirá?... Escóndete aquí. En seguida saldrás. Yo te avisaré. ¿Qué pasará?... (Ernesto se oculta entre las plantas). ¡Ay, qué susto!
ESCENA DECIMOTERCERA
Amparo, Consuelo, Esperanza y Robustina.
Consuelo (entrando): ¿Qué ocurre?
Esperanza (entrando): ¿Qué pasa?
Robustina (entrando rápidamente, con bata y gorro de dormir, presa de un verdadero pánico): Hijas mías... algo terrible. No puedo hablar.
Amparo: Pero ¿qué sucede? Explícate, por favor.
Robustina (con palabras entrecortadas): Sucede que hay ladrones... hay ladrones en la casa.
Consuelo: ¡Dios mío!
Esperanza (asustadísima): Huyamos.
Robustina (prosiguiendo su relato): Un bandido... barbudo y siniestro... quiso introducirse en mi dormitorio.
Amparo: ¡Qué horror!
Consuelo: Y ¿dónde está?
Robustina (desfallecida): No lo sé, hijas mías. No he tenido fuerzas sino para salir afuera para llamaros.
Esperanza: Llamemos a la policía.
Robustina (sobreponiéndose a su propia turbación): No. Eso no. Sería para que el ridículo cayera sobre nosotras. Ustedes saben que no estamos aquí. ¿Entienden? Estamos en Zapallar, de manera que si nos roban, debemos dejarnos robar.
Amparo: Pero, mamá...
Consuelo: Debemos hacer algo.
Robustina: Si hubiera un hombre a quien acudir...
ESCENA DECIMOCUARTA
Dichos y Ernesto.
Ernesto (presentándose bruscamente, al oír las últimas palabras): A svis órdenes, señora.
Consuelo: ¡Uy!, el ladrón... (corre desesperada.). Esperanza, huyamos.
(Consuelo y Esperanza se van, dando gritos. Doña Robustina cae desmayada en un sillón. Ernesto no halla qué hacer, Amparo está toda confundida).
Ernesto: Pero, Amparo mía ¿qué ocurre?
Amparo (sobresaltada): Ocurre que... hay ladrones en casa, y no hallamos cómo expulsarlos. Estamos solas. Toca la casualidad que Lucho y papá salieron. ¿Qué hacer?
Ernesto: Ante todo, serenidad ... calma, yo lo prenderé.
Amparo: Gracias, Ernesto mío. Gracias.
Robustina: (volviendo en sí). ¿Se fue el ladrón ya?
Ernesto (respetuosamente): Señora
Robustina (cayendo nuevamente en el sillón): Por favor, no me mate usted.
Ernesto: No, señora. Si no pienso en matarla, usted esta equivocada. Yo soy Ernesto, que amo a su hija Amparo, y he venido aquí a salvar a usted y a los suyos de la audacia de los bandoleros.
Robustina: ¿Es verdad, hija miar1
Amparo: Sí, mamacita. Es mi novio.
Robustina: ¡Oh, caballero! ¿Cómo le podremos pagar este favor? Busque usted al ladrón y échelo fuera... sin que se entere la policía, sin que se entere nadie.
Ernesto: Bien, señora. Acato sus órdenes. Voy a proceder a registro de las habitaciones. Mientras tanto, ocúltese usted con Amparo y no salga hasta que yo la llame.
Robustina: Bueno. (Aparte.) Estoy más muerta que viva. (Se van Amparo y Robustina.)
ESCENA DECIMOQUINTA
Ernesto, solo.
Ernesto: Lo malo es que no traigo arma alguna. (Se registra los bolsillos.) ¿Y si el bandido lleva puñal?... (Pausa) ¡Ea!... ánimo... resolución. (Dirigiéndose a una puerta y retrocediendo.) Pero no, no me atrevo... ¡Qué falta me hace mi revólver! Hay que tener presente que está empeñado... mi amor propio, mi honor de caballero. Debo, pues, afrontar la situación. ¿Qué hacer? La verdad es que yo, al salir de casa, no me figuré el lío en que iba a meterse. Pero, por ella,, estoy dispuesto a iodo. Moriré por ella corrió un paladín de los tiempos heroicos. (Transición). El escándale.' que voy a formar si el ladrón pretende atacarme, va a ver para contarlo. La verdad es que tengo miedo de penetrar en las habitaciones. Yo preferiría esperarlo aquí, en el patio. Aquí hay más cancha, más campo para la lucha... y para huir en caso necesario. Pero no. Huir no. ¿Qué diría mi Amparo? Debo mostrarme ante sus ojos como un valiente. Venga, pues, corno revólver improvisado, la llave de mi casa. Con ella apuntaré al bandido, si se atreve a presentarse.
ESCENA DECIMOSEXTA
Ernesto y Amparo.
Amparo:¿Lo encontraste, Ernesto?
Ernesto: No. Todavía no; pero estoy buscándolo. Debe estar escondido ¿sabes? Posiblemente me ha visto y ha dicho para sí; voy a tener que habérmelas con un hombre... "ésta no es conmigo"... Y se ha ocultado.
ESCENA DECIMOSÉPTIMA
Dichos y Robustina.
Robustina (entrando): ¿Encontró usted al bandido ya?
Ernesto: Todavía no, señora, pero estoy buscándolo, debe haberse escondido, posiblemente debajo de las camas, porque no se ha puesto a alcance de mi vista.
Robustina: Búsquelo pronto, señor, para salir de esta situación angustiosa.
Amparo: Sí, Ernesto mío, búscalo, pero no arriesgues tu vida. 'Tú sabes que ella me pertenece.
Ernesto: Voy, amada mía voy (con un gesto heroico.) Empiezo a registrar las habitaciones... (aparte) y empiezo a sentir un temblor de piernas que no puede sostenerme. (Entra por una puerta lateral.)
Amparo: Tranquilízate, mamá, por Dios. Ya ves. Ahora no estamos solas, tenemos quién nos defienda. Y Ernesto es un valiente, no cabe duda.
Robustina: (asustada). Escóndete, hija mía. Escóndete.
Amparo:¿Qué hay?...
Robustina: El bandido... ¿ves?... El bandido... el hombre barbudo (se refiere a Procopio, que entra pensativo a escena, sin verlas),
Amparo: (corriendo a ocultarse con su madre en el costurero): ¡Virgen santa!
ESCENA DECIMOCTAVA
Procopio, solo. Luego, Ernesto.
Procopio (entrando; trae puesta la barba postiza, el cuello del sobretodo levantado, lleno de tierra; en una palabra, está inconocible. Viene bastante bebido.): Yo no sé qué le ha dado a mi mujer por huir de mí. El hecho de que yo haya tomado unas cepitas... no es motivo suficiente para que huya así. La verdad es que bebí mucho. Cosas de Jerez... que me retuvo en su casa más de lo que yo pensaba.
Ernesto: (entrando): ¡Caracoles! Aquí está el ladrón... (Dirigiéndose a Procopio.) ¡Miserable... (Apuntándole con la llave.) Salga usted afuera... o, de lo contrario, hago fuego...
Procopio: Pero, hombre, ¿quién es usted? ¿Por qué está aquí?
Ernesto: Eso es lo que yo le pregunto a usted, so bandolero... Y no se acerque más ... porque disparo...
Procopio: Habráse visto.
Ernesto: Salga de esta casa inmediatamente.
Procopio (aparte): Pero ¿estoy soñando? ¿O me habré equivocado de casa?... Como veo medio turbio. Pero no. Por el Zapallar la reconozco.
Ernesto (aparte): Vacila, tal vez, entre fugarse o atacarme. ¿Irá a sacar sus armas?
Procopio: (bruscamente): Caballero tendrá usted que explicarme cómo se encuentra aquí.
Ernesto: (retrocediendo): No tengo que explicarle nada. Salga usted a la calle
ESCENA DECIMONOVENA
Dichos, Consuelo, Esperanza y un carabinero. Luego, Amparo y Robustina.
Consuelo: (entrando): Por aquí...
Esperanza: (entrando) Pase usted.
Carabinero (entrando): ¿Dónde está el ladrón?
Procopio (señalando a Ernesto): Ahí..
Ernesto (señalando a Procopio): Este es. Carabinero:¿En qué quedamos? ¿A cuál me llevo preso?...
Consuelo (en la duda): Llévese a los dos.
Amparo (entrando): No. Eso no, Carabinero, el ladrón es ese hombre barbudo. ¿Verdad, mamá?
Robustina (que ha entrado con Amparo): Sí, carabinero.
Ese hombre es el que quiso introducirse en mi cuarto.
Procopio: Naturalmente.
Carabinero: ¡Entonces hay circunstancias agravantes: robo nocturno, con premeditación y alevosía.
Procopio: (aparte): ¿Pero es que estoy soñando?... No, la culpa la tiene Jerez que me hizo tomar tanto.
Ernesto: Concluyamos.
Robustina: Sí, sáquelo usted fuera (aparte al carabinero) y déjelo en libertad. No queremos que se
pase parte.
Carabinero (aparte): Este es un lío.
Procopio (a Robustina): Bueno. Dejémonos de bromas y vamos a acostarnos, hijita.
Robustina:¿Otra vez?
Ernesto: Yo lo mato. (Apunta con la llave.)
Amparo (interponiéndose): No. No lo mates. Por favor, Ernesto mío
Procopio: ¡Ah! Con que "Ernesto mío" ¿eh? Muy bien, muy bien.
Robustina (aparte): Esa voz...
Carabinero: Basta de escándalos. Vamonos para la comisaría. (Toma a Procopio de un brazo)
Ernesto: Sí. Eso es.
Procopio: Pero, Robustina, ¿permites que me lleven preso?...
Consuelo (extrañada): Sabe su nombre...
Procopio: No me conoces? Soy tu marido.
Robustina: dudosa: ¿Procopio?,. ¿Pero esa barba?
Procopio: De veras. No me la había quitado. (Se la quita.) Ha sido un olvido. Como tengo la cabeza trastornada.
Robustina: ¿Era postiza?
Procopio (aparte a Robustina): Sí. Me la puse para que no me reconocieran; para guardar el incógnito, por obedecerte-.
Ernesto (aparte): ¿Cómo explicar? (Queda pensativo.)
Procopio (a Robustina): Y luego, hija mía, que la verdad se ha de decir: pasé a tomar unas copi-tas.
Robustina: ¿Y el susto que me has dado?
Procopio: Se pasará. Pasará, como a mí también se me pasará... la borrachera.
Ernesto (aparte a Amparo): ¿Y qué hago yo en esta situación?
Amparo (aparte a Ernesto): Pedirle perdón, naturalmente, y en seguida pedirle mi mano. La ocasión la pintan calva.
Ernesto (aparte para si): No me queda otro recurso. (Arrodillándose.) Perdón, papá.
Procopio: ¿Cómo es eso de "perdón, papá?
Ernesto: Sí, señor. Yo amo a su hija locamente. Yo deseo hacerla mi esposa, ante Dios y ante los hombres, con todos los requisitos legales.
Procopio (indignadísimo): Sinvergüenza. ¿Y me quería asesinar y echarme a la calle? Carabinero, lléveselo preso. (El carabinero intenta llevarse a Ernesto.)
Amparo (interponiéndose): No, eso no. Papacito lindo. Perdónalo. Si no nos perdonas... si no consientes en nuestra unión... moriremos...
Robustina: Perdónalos, Procopio. En lo que solicitan, llevan la penitencia.
Procopio: ¿Pero, usted cuenta con algo?
Ernesto: Sí, señor, cuento con... Bueno, le diré. Yo soy de familia rica y, aparte de esto, estoy ocupado en el ministerio. Luego me van a ascender, tengo personas influyentes que podrán conseguirme un puesto de importancia con una renta apreciable, y nada nos faltará.
Procopio: Vaya vaya... Los perdonaré. ¡Qué hemos de hacerle! (Los abraza)
Carabinero: ¿De manera que no hay ladrones ni hay nada?
Ernesto: Sí, los hay: (por Amparo) esta niña, que me ha robado el corazón.
Procopio: (refiriéndose a Robustina). Y esta mujer que me roba la libertad.
Carabinero: Bueno, dejarse de bromas, que no estoy para pláticas, Yo voy a pasar el parte...
Robustina: No, No. (A Procopio). Pásale algo para que no dé un escándalo. Es preciso que todos ignoren lo que ha ocurrido aquí.
Procopio (al carabinero): Tome, joven... (le pasa dinero) para cigarros, y para un trago si a mano viene.
Carabinero: Se agradece. Buen dar con las cosas que pasan.
Robustina: Bueno. Adiós. Y mucho silencio.
ESCENA VIGÉSIMA
Dichos, menos el carabinero.
Procopio (dirigiéndose a Robustina): Y ahora, hija mía, convendrás conmigo en que así no se puede vivir...
Consuelo: Pasamos en constante zozobra. Esperanza: En perpetua alarma.
Amparo, incendio, temblores, ladrones... Es un martirio estar encerrada. Volvamos a Santiago mamá. Es decir, ya que estamos en él, volvamos "socialmente" por medio de los periódicos. Robustina: Bueno. Ya está. ¡Qué ha de hacérsele! Acepto. (A Consuelo.) Escribe, hija mía. (Consuelo se sienta a la mesa, toma un block se dispone a escribir.) (Dictándole): "Han regresado de Zapallar el eminente abogado don Procopio Rabadilla, su distinguida esposa doña Robustina Jaramillo y sus encantadoras hijas Amparo, Consuelo y Esperanza."
OBRAS: Una aventura de Manuel Rodríguez, La Epopeya de Iquique,
Doña Paula Jara Quemada.
La Gallina de los Huevos de Luz de Francisco Coloane
-¡La gallina no! -gritó el guardián primero del faro, Oyarzo, interponiéndose entre su compañero y la pequeña gallina de color flor de haba que saltó cacareando desde un rincón.
Maldonado, el otro guardafaro, miró de reojo al guardián primero, con una mirada en la que se mezclaban la desesperación y la cólera.
Hace más de quince días que el mar y la tierra luchan ferozmente en el punto más tempestuoso del Pacífico sur: el Faro Evangelistas, el más elevado y solitario de los islotes que marcan la entrada occidental "del Estrecho de Magallanes, y sobre cuyo pelado lomo se levantan la torre del faro y su fanal, como única luz y esperanza que tienen los marinos para escapar de las tormentas oceánicas.
La lucha de la tierra y el mar es allí casi permanente. La Cordillera de los Andes trató, al parecer, de oponerle algunos murallones, pero en el combate de siglos todo se ha resquebrajado; el agua se ha adentrado por los canales, ha llegado hasta las heridas de los fiordos cordilleranos y sólo han permanecido abofeteando al mar los puños más fieros, cerrados en dura y relumbrante roca como en el Faro Evangelistas.
Es un negro y desafiante islote que se
empina a gran altura. Sus costados son lisos y cortados a pique. La construcción del faro es una página heroica de los bravos marinos de la Subinspección de Faros del Apostadero Naval de Magallanes, y el primero que escaló el promontorio fue un héroe anónimo como la mayoría de los hombres que se enfrentan con esa naturaleza.
Hubo que izar ladrillo tras ladrillo. Hoy mismo, los valientes guardafaros que custodian el fanal más importante del Pacífico sur están totalmente aislados del mundo en medio del océano. Hay un solo y frágil camino para ascender del mar a la cumbre; es una escala de cuerdas llamada en jerga marinera "escala de gato", que permanece colgando al borde del siniestro acantilado.
Los víveres son izados de las chalupas que se atracan al borde por medio de un winche instalado en lo alto e impulsado a fuerza de brazos.
Una escampavía de la Armada Nacional sale periódicamente de Punta Arenas a recorrer los faros del oeste, proveyéndolos de víveres y de acetileno.
La comisión más temida para estos pequeños y vigorosos transportes de alta mar es Evangelistas, pues cuando hay mal tiempo es imposible acercarse al fa ro y arriar las chalupas balleneras en que se transporta la provisión.
Como una advertencia para esos marineros, existe a unas millas al interior el renombrado puerto de "Cuarenta Días", único refugio en el cual han estado durante todo este tiempo barcos capeando el temporal. Algunas veces una escampavía, aprovechando una tregua, ha salido a toda máquina para cumplir su expedición, y ya al avistar el faro se ha desencadenado otra vez el temporal, teniendo que regresar de nuevo al abrigado refugio de "Cuarenta Días".
Esta vez la tempestad dura más de quince días. La tempestad de afuera, de los elementos, en la que el enhiesto peñón se estremece y parece quejarse cuando las montañas de agua se descargan sobre sus lisos costados, porque adentro, bajo la torre del faro, en un corazón humano, en un cerebro acribillado por las marejadas de goterones de lluvia repiqueteando en el techo de cinc, en una sensibilidad castigada por el aullido silbante del viento rasgándose en el torreón, en un hombre débil y hambriento, se está desarrollando otra lenta y terrible tempestad.
Era la segunda vez que Oyarzo salvaba la milagrosa y única gallina de los ímpetus desesperados de su compañero. ¡La gallina había empezado a poner justamente el mismo día en que iba a ser sacrificada!
Los guardafaros habían agotado todos los víveres y reservas. La escampavía se había atrasado ya en un mes y el temporal no amainaba, embotellándola seguramente en el puerto de "Cuarenta Días".
Como por un milagro, la gallina ponía todos los días un huevo que, batido con un poco de agua con sal y la exigua ración de cuarenta porotos asignada a cada uno, servía de precario alimento a los dos guardafaros.
-¡Toma tus cuarenta porotos! -dijo Oyarzo, alargando la ración a su compañero.
Maldonado miró el diminuto montón de fréjoles en el hueco de su mano. "¡Nunca -pensó- su vida había estado reducida a esto! ¡No -ahora recuerda-, sólo una vez ocurrió lo mismo en el faro San Félix, cuando al póquer perdió su soldada de dos años y, convertida también en un montón de porotos, pasó de sus manos a las de sus compañeros!"
Pero eran tan sólo dos años de vida y ahora éstos constituían toda su vida, la salvación de las garras de la sutil pantera del hambre, que en su ronda se acercaba cada día más al faro.
"¡Y este Oyarzo -continuaba en las reflexiones de su cerebro debilitado-, tan duro, tan cruel, pero al mismo tiempo tan fuerte y tan leal!" Se había ingeniado para racionar la pequeña cantidad de porotos muy equitativamente, y, a veces, le pasaba hasta unos cuantos más, sacrificando su parte. Hasta la gallina tenía su ración: se los daba con conchuela molida y un poco recalentados para que no dejara de poner.
Cada día y cada noche que pasaban bajo el estruendo constante del mar embravecido, la muerte estaba más cerca y el hambre hincaba un poco más su lívida garra en esos dos seres.
Oyarzo era un hombre alto, huesudo, de pelo tieso y tez morena. Maldonado era más bajo, delgado y en realidad más débil.
Si no hubiera sido por aquel hombro-nazo, seguramente el otro ya habría perecido con gallina y todo.
Oyarzo era el sabio artífice que prolongaba esas tres existencias en un inteligente y denodado combate contra la muerte, que ya se colaba por el resquicio del hambre. ¡La gallina, el hombre y el hombre! ¡La energía de unos diminutos fréjoles que pasaba de uno a otros! ¡El milagroso huevo que día a día levantaba las postreras fuerzas de esos hombres para encender el fanal, seguridad y esperanza de los marinos que surcaban la desdichada ruta!
Maldonado empezó a obsesionarse con una idea fija: la gallina. Debilitado, el hambre, después de corroerle las entrañas como un fuego horadante y lento, empezaba a corroerle también la conciencia y algunas luces siniestras, que él trataba en vano de apagar, empezaron a levantarse en su mente.
Por fin llegó a esta conclusión: si él pudiera saciar su hambre una sola vez, moriría feliz. No pedía nada más.
Sin embargo, no se atrevía a pensar o llegar hasta donde sus instintos lo empujaban. ¡No, él no era capaz de asesinar a su buen compañero para comerse la gallina!
"¡Pero qué diablos!", decía y se ponía a temblar y se daba vuelta, asustado, como si alguien lo empujara a empellones al borde de un abismo.
El mar seguía con su ronco tronar envolviendo al faro, la lluvia con su repiqueteo incesante contra el cinc y el mugido del viento que hacía temblar la torre, en cuya altura seguía encendiéndose todas las noches el fanal gracias al huevo de una gallina y a la reciedumbre de un hombre.
Las tempestades del mar no son parejas, toman aliento de cuatro en cuatro horas. En una de estas culminaciones, una noche arreció en tal forma que sólo podía compararse con un acabo de mundo. El trueno del mar, el aullido del viento y las marejadas de lluvia que se descargaban sobre el techo, estremecían en tal forma al peñón, que éste pareció desprenderse de su base y echándose a navegar a través de la tempestad.
Adentro, la tormenta también llegó a su crisis.
Maldonado, sigilosamente entre las sombras, se dirigió puñal en mano al camarote de Oyarzo, donde éste guardaba cuidadosamente la gallina milagrosa, por desconfianza hacia su compañero.
Maldonado no había aclarado muy bien sus intenciones. Angustiado por el hambre, avanzaba hacia un todo confuso y negro. No había querido detenerse mucho a determinar contra quién iba puñal en mano. Él iba a apoderarse de la gallina simplemente; una vez muerta ya no habría remedio, y Oyarzo tendría que compartir con él la merienda; pero si se interponía como antes..., ¡ah!, entonces levantaría el puñal, pero para amenazarlo solamente.
¿Y si aquél lo atacaba? ¡Diantre, aquí estaba, pues, ese todo confuso y negro contra el cual él iba a enfrentarse atolondrado y ciego!
Abrió la puerta con cautela. El guar dián primero parecía dormir profundamente. Avanzó tembloroso hacia el rincón donde sabía se encontraba la gallina, pero en el instante de abalanzarse sobre ella fue derribado de un mazazo en la nuca. El pesado cuerpo de Oyarzo cayó sobre el suyo y de un retortijón de la muñeca tuzóle soltar el puñal.
Casi no hubo resistencia. El guardián primero era muy fuerte y, después de dominarlo totalmente, lo ató con una soga con las manos a la espalda.
-¡No pensaba atacarte con el cuchillo; lo llevaba para amenazarte no más en caso de que no hubieras permitido matar la gallina! -dijo con la cabeza agachada y avergonzado el farero.
Al día siguiente, estaba atado a una gruesa banca de roble, con las manos atrás aún.
El guardián primero continuó trabajando y luchando contra las garras del hambre. Hizo el batido del huevo con los porotos y con su propio mano fue a darle de comer su ración al amarrado. Éste, con los ojos bajos, recibió las cucharadas, pero, a pesar del hambre que lo devoraba, sintió esta vez un atoro algo amargo cuando el alimento pasó por su garganta.
-¡Gracias -dijo al final-, perdóname, Oyarzo!
Éste no contestó.
El temporal no amainó en los siguientes días. El alud de agua y viento seguía igual.
-¡Suéltame, voy a ayudarte, te sacrificas mucho! -dijo una mañana Maído-nado, y continuó con desesperación-: ¡Te juro que no volveré a tocar una pluma de la gallina!
El guardián primero miró a su compañero amarrado; éste levantó la vista y los dos hombres se encontraron frente a frente en sus miradas. ¡Estaban exhaustos, débiles, corroídos por el hambre! Fue sólo un instante; los dos hombres parecieron comprenderse en el choque de sus miradas; luego los ojos se nublaron.
-¡Todavía lucharé solo; ya llegará la hora en que tenga que soltarte para el último banquete que nos dará la gallina! -dijo Oyarzo con cierto tono de vaticinio y duda.
Las palabras resonaron como un latigazo en la conciencia del farero. Hubiera preferido una bofetada en pleno rostro a esa frase cargada con el desprecio y la desconfianza de su compañero.
Pero la milagrosa gallina puso otro huevo al siguiente día. Oyarzo preparó, como siempre, la precaria comida. Iban quedando sólo las últimas raciones de fréjoles.
Otra vez se acercó al preso con la exigua parte de porotos, levantó la cuchara a medio llenar, como quien va a dar de comer a un niño, pero al querer dársela, el preso, con la cabeza en alto y la mirada duramente fija en su dadivoso compañero, exclamó rotundamente:
-¡No, no como más; no recibiré una sola migaja de tus manos!
Al guardián primero se le iluminó la cara como si hubiera recibido una buena nueva. Miró a su compañero con cierta atención y, de pronto, sonrió con una extraña sonrisa, una sonrisa en que se mezclaban la bondad y la alegría. Dejó a un lado el plato de comida y desatando las cuerdas dijo:
-¡Tienes razón, perdóname, ya no mereces este castigo; otra vez Evangelistas tiene dos fareros!
-¡Sí, otra vez! -dijo el otro, levantándose ya libre y estrechando la mano de su compañero.
* * *
Cuando se terminó la entrega de los víveres y el comandante de la escampavía fue a ver las novedades del faro, le extrañaron un poco algunas huellas de lucha que observó en la cara de los dos fareros. Miró fijamente a uno y a otro; pero antes de que los interrogara, se adelantó Oyarzo sonriendo y, acariciando con la ruda mano la delicada cabeza de la gallina flor de haba que cobijaba bajo su brazo, dijo:
-¡Queríamos matar a la gallina de los huevos de oro, pero ésta se defendió a picotazos!...
-La gallina de los huevos de luz, querrás decir, porque cada huevo significó una noche de luz para nuestros barcos! -profirió el comandante de la escampavía, sospechando posiblemente lo ocurrido.
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